El cáncer es una enfermedad que se origina cuando las células comienzan a crecer descontroladamente y, de no diagnosticarse a tiempo, se propagan por todo el cuerpo, lo que puede terminar siendo fatal.

Lo que ocurre en el cuerpo humano, es lo mismo que sucede en el cuerpo social, cuando el cáncer de la corrupción irrumpe en las sociedades. Este comienza atacando primero aisladamente, sin generar síntomas detectables, y, al igual que una metástasis tumoral asintomática, se va infiltrando en los diferentes órganos sociales, logrando llegar incluso hasta las más altas esferas del poder.

Es lo que ha sucedido en América Latina, donde se encuentran apresados ex Presidentes y políticos cercanos al poder, que cayeron por el caso Odebrecht, cuya investigación aún no termina. Esa misma trama hizo que Alan García atentara contra su vida. Y la corrupción hizo caer a Lula, Michel Temer, Ollanta Humala, Fujimori, su hija Keiko, PPK y Alejandro Toledo, actualmente prófugo de la justicia de su país. En Argentina, Cristina Fernández está siendo investigada por lo mismo. Para qué decir en Venezuela, donde la corrupción oficialista es indecente, y esto continuó esparciéndose por Ecuador, Panamá, República Dominicana, etc.

El problema de esto es que cuando las más altas autoridades de un país se involucran en actos de corrupción, lo que están haciendo es enviarle una señal a sus pueblos que todo está permitido. Y cuando eso sucede, no hay nada que se libre de este flagelo. Por eso existen policías, militares, jueces, empleados, políticos, fiscalizadores, empresarios, civiles, académicos, profesionales, medios de prensa y periodistas corruptos… no se salva nadie.

¿Cuál es el equivalente a la quimioterapia que una sociedad tiene a mano para derrotar este cáncer social? Es la justicia, como lo ha demostrado la operación Lava Jato. Por eso es tan grave que una Corte de Apelaciones, la de Rancagua, esté contaminada por la corrupción. Porque si esto se conoció por una denuncia anónima de una víctima de este flagelo, es válido preguntarse, ¿será la única corte que está capturada? ¿Será posible que este no sea un caso aislado y ocurra más frecuentemente de lo que pensamos?

Cuando dos senadores, Ossandón y Letelier, están siendo cuestionados por posible tráfico de influencias, cabe preguntarnos lo mismo: ¿serán los únicos, será posible que no sean inocentes, como debemos presumir? Y si seguimos con las mismas dudas respecto de carabineros, de militares, de sacerdotes, de empresarios, de ciertos medios de comunicación que difunden información falsa y mal intencionada, ¿será que estamos en problemas?

Cuando nos hacemos estas preguntas, por casos que hemos conocido recientemente, nos estamos diciendo a nosotros mismos que se ha dañado la fe pública, que nos han corrompido nuestra credibilidad, que han depravado nuestras confianzas, y esto no solo es doloroso, sino lo peor que nos puede suceder como sociedad, porque si no podemos confiar o creer en la justicia, en la policía, en la política, en los medios de comunicación o en los rectores de la moralidad, ya nada más importa.

Y lo que debemos tener claro es que corrupción no se trata solo de coimas. Corrupción también significa echar a perder, depravar, dañar o pudrir algo, pervertir, alterar y trastocar la forma de algo. Por eso es tan dañina.

Todos somos responsables de reflexionar sobre esta materia, de denunciar las malas prácticas donde existan, de exigir condenar a los culpables, de que el dicho “caiga quien caiga” sea efectivo. En Chile no ha habido casos vinculados a Odebrecht, pero sí otros, y no estamos libres de este flagelo.

Aún estamos a tiempo de detener la metástasis. De nosotros depende.

FOTO: HANS SCOTT/AGENCIAUNO