El 6 de septiembre ocurrió un hecho político de fuerte relevancia en Gran Bretaña. Liz Truss se convirtió en la tercera mujer en habitar el cargo de primer ministro, luego de Margaret Thatcher y Theresa May. La relevancia del hecho radica, por un lado, en su muy magro desempeño en Downing Street 10 y, por otro, en el desafortunado récord de ser quien más brevemente ejerció el poder en la historia política británica contemporánea. Tras erráticos cuarenta y cuatro días, se vio obligada a renunciar.

Lo hizo público el 20 de octubre recién pasado, y su paso al costado sacudió no sólo a su país, sino a Europa y en general al mundo entero. Se trató de una decisión inevitable, tras sufrir una fulminante e inédita pérdida de apoyo de sus partidarios. ¿Cómo se gestó esta tan inesperada situación?

Los analistas británicos suelen culpar de los grandes descalabros políticos únicamente a quien los protagoniza. En este caso, sólo a ella. Fueron los sucesivos virajes de sus planes y apreciaciones, especialmente en el ámbito económico. Fue esa práctica política del zigzagueo enervante. Fue un cúmulo de conductas que dejó en evidencia su clara incapacidad para controlar las tormentas heredadas, más una inusual habilidad para generar otras nuevas. Los desatinos convierten al gobierno Truss en un episodio de interés para quienes estudian diversos aspectos de la praxis política. Pocas veces se había visto en acción tanta incapacidad e irreflexibilidad.

Al desglosar su trayectoria, se aprecia un ascenso tan meteórico como su desplome. No es extraño entonces que los autores de un libro biográfico que iba a ser lanzado en diciembre, destaquen esa característica. Si se revisa el texto para una edición corregida, inexplicable sería no incluir las circunstancias de su caída.

En ese punto cobra centralidad la reconocida sorna británica, que -justo es reconocerlo- se apoderó de los borrascosos días de Truss en el poder, pulverizando su imagen pública. Políticos y periodistas se refocilaron. Lo más jocoso es esa lapidaria evaluación mediática en el sentido que Truss consiguió enterrar a la reina, a la libra y a su propio partido. Y es que, durante su efímero mandato, esa monarca inmorible, que había sobrevivido a 14 primeros ministros, falleció. La libra se desplomó a su valor más bajo en las últimas cuatro décadas. Y en un plano más analítico (food for tought, dirían los británicos), uno de sus peores errores fue la decisión, tomada a los pocos días de haber iniciado su mandato, de introducir cambios drásticos en su gabinete, sin transmitir un sentido nítido de su orientación. El resultado fueron el caos y la creciente desafección entre sus partidarios. Con eso, Truss desató un descontrol total.

En medio del desorden se comenzó a propalar un rumor que también suele ser letal para quien ejerce el poder; que los subordinados mandan más que la jefatura. Aquella sensación se focalizó especialmente en su titular de Hacienda, Jeremy Hunt, a quien los británicos llaman Chancellor of the Exchequer. La preponderancia de Hunt, si bien era vista con simpatía por los mercados, simbolizaba el desorden extremo en las filas oficialistas. Truss olvidó que en las democracias modernas no se puede gobernar sin un mínimo de alineamiento de fuerzas.

A mayor abundamiento, su ministra del Interior se dio el lujo de criticarla en público y con no poca severidad. En tal ambiente, los medios de comunicación más influyentes empezaron a pedir sin rodeos la sustitución de Truss por alguien más competente para el cargo. The Economist la acusó de generar una inestabilidad inédita. Ajena al espíritu británico. Welcome to Britaly, tituló.

Otros medios hicieron una mofa aún más dolorosa, comparando su duración en el cargo con la de una lechuga. De paso, una conocida línea aérea hizo publicidad mostrando un billete a su nombre con destino anywhere. Por su parte, las encuestas mostraban que el 87 % de los británicos rechazaba su gestión económica. El mensaje de renuncia lo dijo todo: “no puedo llevar adelante este mandato”.

Su período quedará en el recuerdo como una ráfaga de viento. El récord de menor permanencia en el poder lo ostentaba hasta ahora el premier George Canning, aunque éste falleció de una neumonía tras 119 días en el cargo, y, desde luego, nadie osaría compararlos. Canning perteneció a esa raza de notables políticos británicos del siglo 19, conocidos no sólo por su sagacidad y brillantez en el ejercicio de la actividad pública, sino por cuestiones pedestres, pero enormemente entretenidas, como fueron sus múltiples dichos y adagios, a los cuales se recurre una y otra vez para ilustrar pasajes y situaciones políticas diversas. Truss no será recordada ni por lo uno ni por lo otro. Ella fue uno de esos extraños casos (pero más frecuente de lo imaginado) de estadistas que quedan atrapados en la memoria sólo por su falta de idoneidad.

Sin embargo, cabe recordar que los estadistas ineptos son inextinguibles. Entre ellos sobresalen varios latinoamericanos. Uno de los casos más notables es el del presidente mexicano, Pedro Lascuráin, quien duró 45 minutos en el cargo, tras la renuncia de Francisco I. Madero en 1913. Sin embargo, hasta el día de hoy se discute si fue un inepto o en realidad una figura dramática que trató de manejar en 45 minutos algo vital para mantener la continuidad de la imagen presidencial (algo esencial en cualquier régimen presidencialista). Bien podría ser que su momentáneo paso por el cargo lo haya entendido como un esfuerzo supremo para abordar el caos que se cernía sobre el país tras el derrocamiento de Porfirio Díaz. De hecho, en esos trágicos 45 minutos, Lascuráin nombró un gabinete que diera cuenta de los nuevos balances de poder y entregó de inmediato el mando. La historia mexicana tiene poco cariño por Lascuráin, pero al menos puede rescatarse en él una característica positiva, por lo poco usual. Supo apreciar las circunstancias que le tocó vivir. La experiencia latinoamericana demuestra que pocos estadistas están a la altura de las circunstancias y tienen disponibilidad para sopesar sus reales capacidades en momentos de crisis. Muchos han optado por forzar las cosas, terminando en baños de sangre. Otros huyen del país, o bien abandonan la vida pública y se recluyen.

Ecuador y Argentina han demostrado, en las últimas décadas, dramáticos momentos en tal sentido. Un convulso Ecuador arribó a una noche de febrero de 1997 con tres presidentes. La situación tuvo que ser dirimida por las FFAA. Mientras tanto, una no menos convulsa Argentina tuvo cinco mandatarios en una semana en diciembre de 2001.

Quizás por sus aires flemáticos, el descalabro Truss no tendrá consecuencias extremas. Ni siquiera para el Partido Conservador. Al menos en el corto plazo. En tal sentido, quizás asistamos a un impensado retorno del arquitecto del Brexit, Boris Johnson. A muchos no les gusta su aspecto desgarbado (pero no por eso menos british). Tampoco les agrada que sea tan lenguaraz, y otros critican sus fiestas. Sin embargo, pese a todo, parece comprender mejor que nadie, al interior de ese universo tory, el momento que le ha tocado vivir.

Parafraseando el título del libro biográfico de Truss (Out of the Blue), se podría decir que su caso de brevedad en el poder representa un momento interesante. Instructivo para muchos, pues entrega luces sobre la importancia de la personalidad de los políticos.

*Ivan Witker es académico de la Universidad Central e investigador de la ANEPE.

Académico de la Universidad Central e investigador de la ANEPE.

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