Goethe se deleitaría con lo que sucede en Brasil. Es el mundo al revés. La primera vuelta presidencial desembocó en un escenario exactamente a la inversa de lo que imaginó en su Fausto. Y es que el codiciado voto que decidirá el balotaje es casi idéntico a como era hace cuatro años. Un fervoroso creyente en Cristo. Por eso, los dos candidatos deberán ahora incrustarse en sus corazones. No tienen otra opción que vender su alma. Esta vez, no al diablo, sino a Dios.
¿Qué ocurrió para que se configurase un escenario tan especial?. La respuesta se encuentra en ese larguísimo y fatídico día dos de octubre, fecha de la primera vuelta. A medida que pasaban las horas, el peor de los temores se fue apoderando del comando de Lula, pues se comprobó que la influencia de factores religiosos en la política seguía incólume. Practicamente intacto.
En la elección presidencial anterior del 2018 ganó, contra todo pronóstico, Jair Messias Bolsonaro; el tránsfuga, el fascista, el ultraderechista. El hombre merecedor de cuanto epíteto pasara por la cabeza de los líderes y militantes del Partido de los Trabajadores.
Él seguía siendo el favorito de una buena parte de los católicos y de esas iglesias evangélicas con nombres tan estrambóticos como Bola de Neve, Pentecostal de Deus Amor, Cuadrangular y otras semejantes. Aquel 2018, el annus horribilis del PT, los pastores de esas iglesias derrotaron al entonces delfín de Lula, Fernando Haddad, mientras el líder soportaba los dolores de la derrota en la soledad de la cárcel.
Pero Lula resistió, el proceso fue anulado y pudo postular de nuevo a la Presidencia, desafiando ahora al propio Bolsonaro. Su entusiasmo creció luego que las encuestas lo encumbraron como amplio favorito. Por lo mismo, esperaba celebrar en grande y descorchar espumantes al calor de una victoria que se percibía tectónica por su impacto. Con tal propósito viajaron parlamentarios amigos de varios países e incluso un presidente latinoamericano había asegurado que llegaría antes de la medianoche al comando.
Sin embargo, el fracaso de las encuestas fue estrepitoso, porque, si bien Lula ganó, no pudo ser en primera vuelta. Lo peor provino en todo caso de los resultados de las parlamentarias y de las estaduales. Todo muy lejos por debajo de las previsiones.
En modo de emergencia, el comando de Lula buscó respuestas a lo ocurrido y se concluyó que es urgente penetrar en las agendas valóricas de cara a la segunda vuelta. Una tarea nada fácil. Se requiere tiempo y persuasión. Pero la primera reacción habla por sí sola. Publicaron en redes sociales un aviso con trazos hilarantes e incluso algo dramáticos: Lula acredita em Deus e é cristao. Não tem pacto nem jamais conversou com o diabo. Compartilhe a verdade.
Desde luego muy histriónico, pero se trata de un giro revelador que, hasta ahora, el PT había seguido cargando con una sobre-ideologización tremenda. Al punto de verse impedido de dimensionar el fenómeno de la influencia cristiana en la política, especialmente la evangélica. El mensaje trasluce el efecto alucinador que tienen las sobredosis de ideología en la política.
Hasta ahora, los más optimistas estimaban que el fenómeno seguía siendo, en esencia, pasajero. Aún más, se sospecha que el propio Lula pensaba lo mismo. Por algo asistió en agosto del año pasado a una sesión ritualística de umbanda y se tomó las críticas con humor. Consideró un exceso ser calificado de “demoníaco”.
La verdad es que Lula nunca ha dado muestras de ser un hombre de fe. Su conducta (ademanes y decires) obligan a ubicarlo más bien como un animal político capaz de adecuar su discurso a las circunstancias. Ahí se inserta su actitud ante lo religioso.
En esta línea de razonamiento se puede sostener que la idea de regresar al palacio Planalto en Brasilia choca con dos asuntos nada fáciles de resolver. Por un lado, con el mensaje bolsonarista alertando del peligro que se cierne sobre la libertad de culto en caso de una victoria de Lula. Por otro, la intranquilidad que provoca su amistad con algunos líderes latinoamericanos con rostros demasiado adustos a la hora de hablar de la fe y con prácticas muy poco amables con el mundo cristiano.
Esto mismo ayuda a explicar la persistencia del apoyo de las iglesias evangélicas y de una buena parte de los católicos a Bolsonaro. También explica la baja resonancia que tuvieron las acusaciones del PT respecto a una presunta ambigüedad religiosa de Bolsonaro, sugiriendo que se habría hecho evangélico sin dejar de ser católico.
El holgado triunfo en las parlamentarias y las estaduales dejan en claro que el bolsonarismo no es una simple borrasca y que, guste o no, ya se instaló como una fuerza política anclada en diversas esferas del poder y dispuesta a seguir yendo más allá del púlpito.
Como sea, sobre Brasil parece abalanzarse una nueva gran confrontación, gane quien gane. Esta aflorará apenas el ganador asuma en enero próximo. Un eventual triunfo de Lula mantendrá la enorme virulencia presenciada estas últimas semanas y que sugiere al Congreso como uno de los grandes campos de batalla, donde los votos para un impeachment están a la vuelta de la esquina.
Es justamente ese sombrío horizonte el que está detrás de ese deseo de Lula de levantar una imagen de cristiano convencido (y político que no tiene pacto con el diablo). De paso habla de un olfato intacto, que le indica la escasa relevancia de confiarse en la simple sumatoria de votos.
El hombre del PT recibió con felicidad y cara de genuino agradecimiento las muestras de afecto dadas por Simone Tebet y Ciro Gomes (tercera y cuarto en la primera vuelta), más las del expresidente Fernando Henrique Cardoso. Sin embargo, sabe que ello poco le aporta. Tiene claridad respecto a la imperiosa necesidad de convencer a los que están al otro lado, especialmente a los evangélicos.
Por eso ha empezado a cortejarlos, diciendo cosas impactantes (aunque algo inverosímiles) como que ya no está a favor del aborto. Es dable suponer que tampoco se le verá vestido de orisha en prácticas ocultistas ni de espectador sonriente en rituales umbanda o candomblé.
Bolsonaro sabe a su vez, ad nauseam, que no tiene otra opción que reforzar el voto de la fe. Por eso insiste: “Dios está por encima de todo”. Sabe que del universo de 120 millones de votantes brasileños, la mina de oro está en los católicos y en esa creciente franja de evangélicos, especialmente de las iglesias pentecostales, donde el caudal de voto juvenil crece de manera exponencial día a día. Sabe que ahí está el alma de Brasil (la brasilidade), y lo seguirá estando por muchísimos años más.
La tercera democracia del planeta, después de India y Estados Unidos, vive momentos de conmoción con esta segunda vuelta. La elección del nuevo presidente tendrá consecuencias profundas en la volátil y polarizada América Latina y probablemente también en el muy inestable escenario mundial. La estrecha interdependencia con China Continental y con Rusia obligan a pensar en un Brasil convertido en una pieza bastante central de los asuntos internacionales. Quizás como siempre se soñó.
Y aunque ni Lula ni Bolsonaro hayan escuchado hablar del Fausto de Goethe, ambos son animales políticos capaces de jugar con tribulaciones parecidas a las de Mefistófeles. Saben que, en esta oportunidad, deben vender el alma. Sea a Dios o al Diablo.