En plena carrera presidencial, Hillary Clinton sufrió el 2016 una severa neumonía que puso en cuestión su continuidad como candidata a la Casa Blanca. Pocos años antes había sido hospitalizada por una trombosis que la había obligado a abandonar temporalmente sus funciones como Secretaria de Estado del Presidente Obama. Esos dos percances de salud pusieron sobre la mesa -por enésima vez en EE.UU.- el espinoso tema de si puede acceder a la primera magistratura de una nación una persona que padezca alguna enfermedad inhabilitante.

Como parece lógico, este problema es más acuciante en los países centrales, en las potencias y en aquellos de elevada complejidad. En los países ubicados en el otro extremo, estos imprevistos suelen saldarse a balazos o mediante grotescas traiciones.

Lo concreto es que en EE.UU. la lista de presidentes con graves problemas de salud es larga. Los más conocidos, Woodrow Wilson (afectado de gripe española y luego derrame cerebral), F.D. Roosevelt (poliomielitis y derrame cerebral) y D. Eisenhower. Fueron justamente los ataques al corazón de “Ike” los que iniciaron un largo debate sobre la sucesión, plasmado finalmente en la 25 Enmienda, que especifica las circunstancias en que asume el vicepresidente. Es decir, la principal democracia del mundo resolvió este asunto en ese entonces por una vía institucional.

Sin embargo, el tumor maligno que afectó al Presidente Reagan en 1985 despertó renovado interés en el tema, aunque desde una perspectiva mucho más amplia. Surgieron preguntas nuevas y gravitantes. ¿Qué hacer ante cierto tipo de enfermedades susceptibles de diagnosticar con antelación? ¿Se debe obligar a los candidatos a hacerse exámenes genéticos que permitan tener previamente un cuadro de su estado de salud? ¿Se puede coartar o prohibir la postulación de alguien que padezca una enfermedad potencialmente inhabilitante? ¿Quién elabora un listado de enfermedades de tales características? ¿Cómo se modifica en el tiempo esa eventual lista según las posibilidades que brinden los avances de la medicina?

En otros países centrales el tema no es indiferente. Por ejemplo, mucha preocupación se registró en la prensa alemana hace algunos meses cuando los problemas de salud de Angela Merkel se hicieron evidentes. Sus tiritones de brazos y manos dejaron al descubierto una enfermedad nunca especificada. Desde luego que tampoco trascendió desde cuándo la sufre. En la mayoría de estos países, la salud de sus más altas autoridades se maneja con reserva y discreción.

Con los máximos dirigentes soviéticos tales asuntos se hundían en un hermetismo total. Nunca hubo información fidedigna sobre las innumerables dolencias que padecieron los últimos jerarcas, Brezhnev, Andropov y Chernienko. Sólo rumores.

Incluso el régimen cubano, pese a sus dimensiones más que modestas y probablemente debido a su inmodificable obsesión con el secretismo, nunca hizo público qué pasaba con la salud de Fidel Castro. Las aparatosas caídas en 2001 y 2004, tras pronunciar sendos discursos, dejaron al descubierto su frágil estado. Finalmente, en 2006, sucumbió ante lo innegable y se vio obligado a abandonar los cargos formales. Datos de sus enfermedades siguen siendo hasta hoy un misterio.

El punto es que el hermetismo paranoico y la jugarreta infantil con la salud de los presidentes, y de quienes aspiran a serlo, resultan incompatibles con la democracia moderna. Y la razón es muy sencilla. Una democracia supone plena información pública, no sólo acerca de los procedimientos electorales, sino de los programas de los partidos y candidatos, pero también algo sobre la salud de sus protagonistas. El objetivo es que los gobernados puedan formarse una opinión fundada sobre cuán sostenible será el ejercicio del cargo en el período siguiente. Y parece lógico. El electorado ya no es una caja nihilista, pronta a ser llenada con cualquier embuste, sino que pide algunas certezas básicas.

En América Latina, histórica y recientemente se han visto varios casos de interés, partiendo por nuestro presidente, Pedro Montt, fallecido en Bremen mientras buscaba tratamiento a sus problemas cardíacos. Aguirre Cerda y Ríos también tuvieron serias dificultades de salud, aunque ambos al final de sus respectivos mandatos. La enfermedad de ellos se manejó siempre con reserva. En tiempos más recientes, Hugo Chávez, Lula da Silva, Dilma Rousseff, Cristina Fernández y Domingo Lugo sufrieron cáncer. Pese a los intentos por mantener en secreto sus padecimientos, ello se hizo imposible. Ahora, las redes sociales hacen lo suyo.

La pregunta entonces es cómo compatibilizar la información clínica con las demandas de los gobernados, especialmente en un régimen democrático moderno. La respuesta no es sencilla. No sólo está el tema objetivo de la posible estigmatización, sino la influencia de las modas imperantes, de la corrección política e incluso de la maledicencia de los rivales.

La sociedad chilena se ha ido confrontando de manera renovada con este tema, tanto a propósito de las elecciones que se avecinan, como debido a las tentaciones a especular producto del vacío de conducción política que afecta al país tras octubre de 2019. En este marco, el año pasado un medio digital vivió una incómoda situación con uno de sus propietarios debido a un editorial sobre la salud presidencial, apoyándose en simples suposiciones y con evidente intención de morbo.

Por extensión, se observa en nuestro país una cantidad inusualmente alta de convencionales y legisladores mostrando de manera persistente conductas erráticas, irracionales y frívolas en extremo; amén de un desprecio inusitado por el conocimiento especializado en las materias a tratar. Lo más impactante en este plano, y probablemente no sea el último, fue ese grotesco espectáculo brindado por un diputado que asegura ser cantante y que suele andar disfrazado.

Por lo tanto, no se está hablando de dementes en el sentido shakespeariano, ni de protagonistas de casos aislados o pintorescos (tipo la Cicciolina en el parlamento italiano), sino de lamentables personajillos utilizados fríamente por sus entornos protectores como arma política para degradar la democracia.

Ello invita a plantearse preguntas de fondo sobre la salud mental en la política al día de hoy. Por ahora, pareciera ir articulándose de manera paulatina la necesidad de no abandonar el tema de la salud en el desván de nuestra mente -como dice Sherlock Holmes-, sino examinarlo con serenidad y perspectiva de largo plazo, pues se trata de una tarea muy difícil.

La idea democrática requiere, por cierto, transparentar dolencias, enfermedades, cuadros clínicos o eventual consumo de sustancias sicotrópicas en tanto pueden afectar la majestad de los cargos y el funcionamiento de las instituciones de una polis. Por eso, la experiencia internacional apunta a la necesidad de un manejo cauteloso, pero profundo, asumiendo esto como una de las condiciones impuestas por el moderno ejercicio democrático.

Deja un comentario