Una curiosa tendencia a desperfilar la figura presidencial comienza a fortalecerse en la región. En varios países, no se sabe con exactitud quién ejerce realmente el poder, ni cuánto tiempo permanecerá en su cargo, ni menos aún qué podría pasarle apenas lo deje. Una proliferación de manipulaciones judiciales -llamada lawfare– está formando parte del menú permanente que ofrece la vida política regional. El resultado difícilmente podría ser distinto. Más inestabilidad, más turbulencia, más anarquía.

Esta tendencia marca un cambio no menor. Hasta hace pocas décadas, el poder solía estar en manos de personalidades con mucho carácter, nada dispuestos a compartir la autoridad y siempre jugando con la sombra del caudillismo. Sin embargo, ocurre que el ejercicio democrático del último tiempo está produciendo políticos poco solventes a la hora de enfrentar presiones. Los programas electorales pasan raudos al olvido y muchos terminan sus períodos antes de tiempo, incluso abandonando presurosos la casa de gobierno, temiendo por sus vidas. Ejemplos hay muchos. De la Rúa en Argentina (2001) y esa seguidilla de mandatarios en Perú (hace escasos meses).

En esta línea de mandatarios débiles, asistimos ahora a otros dos ejemplos tan asombrosos como los anteriores. Uno es el argentino Alberto Fernández y el otro el boliviano Luis Arce Catacora, cuyos poderes nominales están en nítido proceso de evaporación. ¿Habrá hoy en día algún analista o dirigente, capaz de describir el pilar en que descansa el poder de estos personajes? Las respuestas no son tan evidentes.

Y es que ambos países viven procesos anárquicos de nuevo tipo, donde el poder se pierde en una nebulosa de trastornos (con ciertos toques esquizofrénicos, desde luego). En los dos, la formalidad del gobierno oscila entre la acefalía y la bicefalía.

No faltará el benevolente que vea este tipo de anarquía como la etapa siguiente de una lenta maduración política. No olvidemos que el connotado historiador Ricardo Levene manifestaba su preocupación por la carencia de ciudadanos en las democracias latinoamericanas debido a un parto independentista prematuro. En tal razonamiento, la despreocupación por acefalías, o la inclinación hacia experimentos bicéfalos, podrían verse como un nuevo aspecto idiosincrático.

Sin embargo, la política es una disputa implacable por el poder, donde la capacidad y fortaleza de cada líder de un grupo, así como la energía y pulsiones de las fuerzas que pueblan aquel mundo hobbesiano, son cruciales. Son disputas que, en lo medular, no difieren mucho de una sociedad a otra, como tampoco entre una época y otra. Por muchos despropósitos que se cometan, o la benevolencia con que se les mire, el poder al interior de una sociedad nunca desaparece y todo grupo luchará por la hegemonía.

Vistos en tal contexto, Fernández y Arce son actores políticos sin capacidad para imponerse, independientemente de sus deseos. El primero, parece condenado a convivir en disputa incesante con otro actor, dotado de igual o mayor capacidad de decisión. Ello genera una dinámica difuminante del poder, donde ninguno logra imponerse, ni consigue desatar el nudo de aquella idea presente en casi toda la obra de Lenin, la correlación de fuerzas. Son momentos dominados por la bicefalía. A su vez, Arce evidencia una capacidad menor aún para imponerse. Y dado que el otro actor no tiene presencia nominal en la estructura del Estado, queda condenado a disputas muy estériles. Aquí, el poder se anula momentáneamente y se generan vacíos, produciéndose la acefalía.

Bolivia parece ir adentrándose por los peligrosísimos vericuetos de esta última. Sabido es que el país jamás ha logrado una estructura institucional sólida y los partidos políticos se debaten de manera eterna entre la fugacidad y la fragilidad. Por eso, su historia está colmada de situaciones inestables, generalmente dominados por hombres fuertes, que duran hasta que aparece otro que lo saca por la fuerza. No es por casualidad que el palacio presidencial, testigo de la violencia intestina perenne, se llame Palacio Quemado.

La peligrosidad de esta situación radica en el desastroso final de la era Evo Morales. Este estuvo marcado por cuatro hitos: a) desconocimiento del resultado del plebiscito de 2016, rechazando su cuarta reelección, b) fraude electoral en 2019, c) huida al extranjero y d) instalación en el gobierno de su exministro, Luis Arce (2020). La victoria electoral relativamente cómoda de éste último sugirió la posibilidad de dejar atrás la debilidad endémica y remozar el MAS. Sin embargo, el peso de la historia nacional pudo más. Arce, que sueña con un modelo a lo menos bicéfalo, ha sido incapaz de generar cuotas propias de poder, por lo que sus mensajes, tomando distancia de Morales, se han estrellado con las asilvestradas pulsiones evistas. El episodio Jeanine Añez revela que su capacidad de maniobra es cercana a cero.

Al respecto, muy impactante es su silencio ante la guerra judicial desatada por el evismo en contra de la exmandataria. Del todo impresentable para su autoridad resultan las declaraciones del vicepresidente de Morales, Alvaro García, quien nominalmente no ejerce cargo alguno. Este se ha dedicado a fundamentar ante medios nacionales e internacionales los pasos en contra de Añez. Y, de paso, confirman la imposibilidad de señalar con exactitud quién ejerce realmente el poder en Bolivia.

Por ahora, las informaciones sobre el caso Añez son pocas y dispersas, pero advierten  sobre tentaciones a un final poco feliz. Por un lado, ubican a Morales como figura divisiva en extremo lo que podría desatar tumultos sangrientos. Por otro lado, apuntan a que para el evismo, los costos políticos de la anarquía le son del todo digeribles y que, en lo económico, poco le importan las advertencias, como la lanzada por The Economist hace algunos días, en el sentido que Bolivia ocupa el lugar 63 (junto a Haití) entre los países con mayores riesgos para invertir. Además, dejan al descubierto, que, en lo político-institucional, la democracia no le es necesaria a las huestes de Morales, salvo con fines instrumentales. En tal sentido, el evismo es el ejemplo más nítido de esas fuerzas políticas asilvestradas, existentes ya en varios otros países latinoamericanos, que dejaron de lado los sueños con focos insurreccionales de tipo rural, para concentrarse en provocar excesos urbanos.

El saliente comandante en jefe del Comando Sur, almirante Craig Faller habló hace poco ante el Comité de Defensa del Senado (Senate Armed Services Committee), sosteniendo que el continente se encuentra bajo asalto y que se hacen necesarias acciones para revertir la tendencia. La opción por el desorden y el irrespeto por las normas democráticas, que emanan de grupos evistas o similares, avalan la percepción.

Resulta curioso, pero el recrudecimiento de estas lógicas anárquicas, incluyendo el colapso de la razón democrática (como diría Kant), podrían insinuar que la borrachera identitaria y soberanista que sacude a ciertos territorios europeos, pudiera tener efectos inesperados en América Latina. Bien podría ser que toda esta nueva anarquía sea síntoma de obsolescencia de las actuales estructuras.

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