Nací en un Chile marcado por la pobreza, cuando se profundizaban los conflictos sociales y políticos que terminarían luego en un quiebre institucional, seguido de 17 años de un gobierno militar. Inicié mi vida como adulta cuando esa etapa se cerraba y daba lugar a la recuperación de la democracia y al inicio de una transición que, a mi juicio, fue ejemplar.

Hasta octubre de 2019 me sentía orgullosa de la vocación de progreso de los chilenos y de una movilidad social que ponía al país como uno de los destinos más anhelados para miles de familias migrantes. Todavía sostengo que ese progreso fue posible por la combinación de consenso político en torno a temas esenciales como la democracia, la libertad y la economía; y a políticas sociales bien diseñadas, inspiradas en evidencia (lo que algunos llaman “tecnocracia”) y en las mejores experiencias internacionales.

Durante estos treinta años, con más o menos conflictos políticos, con crisis económicas y etapas de notable crecimiento, con el surgimiento de una clase media potente pero insegura ante eventos que la exponían a volver a la pobreza; con todo eso y más, me sentí parte de una comunidad nacional que resolvía por la vía institucional sus problemas, consciente de los viejos y nuevos dolores que cruzaban el alma de Chile y de la necesidad de que la política los resolviera.

A partir de octubre de 2019 no puedo expresar orgullo por mi país, porque ofendo a quienes enfrentan problemas y una vida difícil. Desde esa fecha, señalada literalmente a fuego en nuestro calendario, se celebra el acto de humillar, mancillar, amenazar a quien piensa distinto. Se violentan las sedes de nuestros partidos políticos y el memorial del único senador asesinado en democracia, con el amparo de una oposición que, desde la DC hasta la flamante Lista del Pueblo, pretende convertir en héroes a los delincuentes y hace todo lo posible por desacreditar el trabajo de nuestras policías, para proteger la vida, integridad y los bienes públicos y privados, que han costado generaciones de esfuerzo.

Un constituyente electo dice que quienes abrazamos las ideas de la centroderecha vivimos en otro Chile, que no tenemos legitimidad para opinar, convocar al diálogo, abrir debates sobre cuestiones acuciantes, porque vivimos de privilegios y de saltarnos la fila. No es menester explicarle al señor en cuestión, ni a nadie, que nací en una familia de clase media, crecí en el barrio más popular de Concepción, donde mi papá tenía una panadería; y que trabajo, como mis tres hermanos, desde los 19 años porque así lo exigió la realidad económica familiar. Digo que no es menester porque todos, sin distinción de ninguna naturaleza, formamos parte de un mismo Chile y tenemos derecho a caminar por las calles de nuestras ciudades y a mirar y admirar la misma cordillera.

Desde luego se requiere mucho más que voluntad para eso. Hay demasiados pendientes, demasiadas demandas legítimas que se arrastran por décadas, y demasiada ideología y deseos de unos de comerse electoralmente a otros. Mientras resolvemos todo lo anterior, ya sea en la tarea que aun le queda al Gobierno del Presidente Piñera, en el propósito que tendrá que sacar adelante la Convención Constituyente y en lo que haga o deje de hacer el próximo gobierno, pido humildemente que se nos reconozca a todos el derecho a ser parte de una comunidad nacional, y a vivir en un solo Chile, con sus luces y sombras, que no excluye al que piensa diferente, no ensalza a los violentistas, ni condena el mérito, el éxito o el fracaso económico.

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