Entre los muchos flecos que la oposición pretendía agregar a la reforma para postergar las elecciones del 11 de abril, venía uno muy, pero muy grueso: prohibir la participación de candidatos en radio y televisión, “con excepción de los candidatos o candidatas que presten servicios en alguno de esos medios.”

La idea, propuesta por los senadores Isabel Allende y Francisco Huenchumilla, fue aprobada en la Comisión de Constitución del Senado. Y aun cuando fue rechazada en el texto final, dejó en el ambiente una estela de preocupación. La experiencia en Chile en los últimos años demuestra que lo que parece descabellado hoy para una mayoría, con persistencia y un discurso que lo conecte con alguna “desigualdad”, será mañana no solo posible sino imprescindible.

Apagar los micrófonos para los candidatos devela dos errores severos y con consecuencias graves cuando se traducen en decisiones. El primero y el más obvio: sin garantías para la libertad de expresión, no hay ciudadanía; y sin medios de comunicación soberanos para definir sus líneas editoriales, informar, escrutar al poder, investigar y denunciar, no hay democracia.

La regulación de los medios, en su financiamiento y contenidos, ha sido un largo anhelo de la izquierda en todo el mundo. En la región tenemos lamentables ejemplos recientes, con regímenes que, entre las primeras medidas que toman cuando reúnen el poder suficiente, está cancelar señales de canales de televisión y radios, y clausurar medios escritos no afines al discurso oficial (Venezuela); bloquearlos con leyes mordaza y la persecución penal de sus periodistas (Ecuador); o restringir la propiedad y decisiones sobre financiamiento (Argentina).

El segundo error es estructural y responde a una visión de la sociedad y de la persona, que señala a la diferencia y a la competencia como las causantes de la desigualdad. Quienes aprobaron la indicación que apagaba la cámara y los micrófonos para los aspirantes a alcaldes, concejales, gobernadores regionales y constituyentes, fundaron su decisión en “impedir asimetrías entre candidaturas”. Visto desde otro ángulo: bloquear su presencia en medios para impedirles mostrar sus factores diferenciadores en aquello que los electores probablemente ponderan a la hora de elegir: propuestas, conocimiento público, experiencia, credibilidad, coherencia para expresarse, o, simplemente, sus talentos para comunicar y emocionar.

Es curioso que quienes han sido candidatos y han ganado elecciones que les permiten hoy tomar decisiones en el Congreso, quieran bloquear justamente el corazón de una campaña política: la competencia, contrastándose con el resto de los postulantes (y para ello los medios de comunicación son imbatibles).

La indicación quedó fuera de la reforma. Pero la idea de restringir tanto el acceso a los medios, como la libertad de éstos para decidir sus contenidos, seguirá tintineando en un mundo político que sostiene su visión en obsesiones de fondo y forma. La de fondo, igualar todos los aspectos de la vida, mucho más allá de las oportunidades y de bienes esenciales para la supervivencia y la dignidad; y la de forma, culpar a los medios de comunicación de sus derrotas políticas y culturales. Me preocupa imaginar qué pasaría si ese mundo reuniera el poder suficiente para tomar decisiones inspiradas en esas obsesiones.

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