Por segunda vez en un lapso de poco más de dos meses, el presidente de un país latinoamericano vuelve a sorprender con su peculiar forma de ver los problemas económicos. La inflación que sacude a su país, sería, a su docto entender, un asunto exclusivamente “sicológico”. No sería más que la plebe imaginando alzas verticales de los precios.

Luego de tan menospreciativa afirmación, empezó a circular de manera profusa por redes sociales una entrevista, efectuada cuando ganó la elección presidencial, diciendo cosas francamente delirantes. Le comunicó a un atónito entrevistador, que él mismo iba a ser su propio ministro de Economía. “Puede ser que alguien me ayude (…), pero a mí siempre me ha gustado la economía”. Ante la estupefacción del periodista, el mandatario ahondó, recordándole que, en vista de sus conocimientos, su guía espiritual (un expresidente de su país), ya le había ofrecido en su momento la cartera de Economía.

Por el tenor de la entrevista, no estaba haciendo disquisiciones sobre economía conductual. Por eso, si no fuera por lo angustioso de la situación, resulta casi imposible discernir si tales desvaríos estaban destinados a servir de chiste, a festinar nombramientos y decisiones de Estado o a qué.

Sea como sea, tales declaraciones cabe interpretarlas como un claro desplazamiento de las izquierdas latinoamericanas hacia expresiones más apegadas a una idea de democracia demagógica que a la estabilidad del régimen.

Grosso modo, el actual iliberalismo de las izquierdas latinoamericanas se nutre de tres vertientes. Cada una ofrece desvaríos de naturaleza diversa y en dosis no menores, aunque convergen y debaten con entusiasmo al interior de esas catervas de “emprendedores políticos” llamados Foro de Sao Paulo y Grupo de Puebla.

A estas tres familias las unen, en realidad, pocas cosas, pero consideradas vitales para cada una. Coinciden, por ejemplo, en no llevarse muy bien con el estado de derecho; lo critican con rudeza. Fomentan el estatismo en todas sus variantes, y no ocultan su aversión al neoliberalismo. Sus líderes se sienten como figuras “providenciales” para gobernar. Sus diferencias anclan más bien en sus orígenes.

En primer lugar, está ese populismo verborrágico, con trazos autoritarios y reverberaciones del siglo 19. Son los Chávez, Evo Morales, AMLO, el paraguayo Dr. Francia y la larga hilera de excéntricos caudillos de la revolución mexicana. También, desde luego, Perón y el ecuatoriano Velasco Ibarra.

Son personajes novelescos, que recuerdan esos viejos caudillos de la región, deambulando por los parajes post-coloniales. Suelen tener mínimo o nulo respeto por las instituciones de su país. Es como si todos hubiesen sido prohijados por ese viejo caudillo mexicano, Gonzalo Santos (“el señor de horca y cuchillo”), que llamaba a gobernar “provocándole tormentos a la Constitución”.

En segundo lugar, están las arcadias de matriz leninista. Sus desbocados líderes dan vida a criaturas dictatoriales. Optan por estar a la cabeza de un partido jerarquizado y auto-percibido como vanguardia de su pueblo. Son los Castro, Ortega, Díaz-Canel.

Son personajes que manifiestan tener un concepto propio -vernáculo- de la democracia, pero su praxis política tiene trazos totalitarios. Suelen arrasar con sus opositores y prohibir órganos intermedios, que, por naturaleza, le dan vida a la sociedad civil. Por eso tienen mentalidad cerrada, con algo de comarcal, de bunker, de burbuja. Sus relaciones externas son más bien discretas.

Finalmente, hay un vasto territorio dominado por demagogos. Son personajes que gustan operar desde dentro del sistema y captar respaldo popular mediante conductas y retórica polarizadoras. Instalados como nuevos demiurgos de la democracia, actúan bajo la premisa de demonizar a sus rivales; no necesariamente exterminarlos. Por lo general, su compromiso con la transparencia está en directa relación con sus necesidades. Casi todos han articulado gobiernos que gustan de fuerte interlocución internacional, incluso, algunos, rozando la megalomanía.

Sin embargo, en las tres encontramos egos avasalladores y con inagotable capacidad de decir las cosas más desopilantes. La “inflación sicológica”, por ejemplo, proviene de la vertiente de los demagogos. Una frase notable, que, con certeza, se añadirá a la larguísima lista de otras; tan célebres como delirantes.

Puesto en perspectiva histórica, este desplazamiento generalizado del iliberalismo de izquierda hacia conductas demagógicas, engancha con la de los primeros líderes soviéticos. Comparten la propensión al delirio.

Uno de los más desbocados fue el ministro de Educación de Lenin (llamado comisario de Instrucción, en aquellos años), Anatoly Lunacharsky, quien, a poco de asumir su cargo, inició un insólito juicio que concluyó con Dios condenado a morir por “genocidio”. Se le llamó oficialmente Juicio del Estado Soviético contra Dios. Un día 16 de enero del año 1918, un tribunal se declaró competente para juzgar “al Todopoderoso, debido a sus crímenes contra la Humanidad”.

Como el acusado no pudo comparecer, y el juicio debía tener un toque terrenal para ser creíble ante masas enardecidas, se puso una Biblia en el banquillo. Al reo se le leyeron todos los delitos de los cuales se le acusaba. También se leyeron testimonios históricos a modo de pruebas. Para mantener las formas, el Estado también puso a su disposición unos cuantos defensores, quienes alegaron la inocencia producto de “trastornos síquicos”.

Tras unas horas de deliberación, Lunacharsky leyó la sentencia. El Señor era culpable. Se anunció su fusilamiento para la mañana siguiente. Para ejecutar la sentencia, varios pelotones de revolucionarios salieron a las calles soviéticas disparando ráfagas al cielo. Lunacharsky escribiría posteriormente un clásico llamado Religión y Socialismo, el cual aún, al día de hoy, es posible encontrar en librerías de antigüedades.

Como consecuencia de este espectáculo, se confiscaron templos, monasterios y propiedades de cuanta iglesia existiera. Sólo años más tarde se reconocieron estos “excesos” y Lunacharsky fue enviado de embajador ante la Sociedad de la Naciones y luego ante la República Española.

Pero hay más. En esta tierra patria también se registró un desvarío en los años de la Unidad Popular, con clara inspiración en Lunacharsky. Se trató de un tribunal compuesto por egregias figuras intelectuales de la izquierda de la época, que le hizo un juicio al capitalismo, sistema que, mediante votación, fue sentenciado a muerte. Más de algún octubrista se habría deleitado con las argumentaciones.

En enero de 1994, un aspirante a populista verborrágico en México, el subcomandante Marcos, inició su levantamiento con una frase igualmente delirante y recogida por la prensa de la época. Dirigiéndose a unos turistas, presurosos por salir de Chiapas, les dijo: “disculpen las molestias, esto es una revolución”.

Manteniendo aquel espíritu, el estadista tan creativo para explicar la carestía en su país, quizás pudo haberse inspirado en el subcomandante diciendo: “disculpen las molestias inflacionarias, estamos en pleno experimento igualitario”.

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Ivan Witker

Académico de la Universidad Central e investigador de la ANEPE.

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