En la noche del domingo tuvo lugar un evento simbólico, casi extraño, que ha de hacernos reflexionar: mientras encapuchados destruían todo a su alrededor, a unas pocas cuadras Stefan Kramer hacía una rutina que homenajeaba a la primera línea. La rutina fue un éxito. La gente en éxtasis aplaudía y premiaba al artista. Los animadores serviles a la emoción del momento se deshacían en alabanzas. Afuera mientras tanto, PYMES ardían y turistas abandonaban los escombros del hotel O’Higgins. Los políticos – de izquierda a derecha –corrían a las redes sociales a celebrar el éxito en un intento por capitalizar en su favor, el fervor del momento. Los que no se sumaban a la fiesta, eran fascistas. La escena cerraba con el canto “el que no salta es paco”, mientras afuera,  carabineros hacía lo posible por proteger al público de la Quinta.

Como buen imitador, Kramer fue un espejo de la realidad social. La situación descrita podría calificarse como el punto culmine de un proceso de meses de condescendencia con la violencia. Desde hace meses, políticos e intelectuales han usado distintas formulaciones que van desde el silencio cómplice hasta la justificación sociológica para dar refugio a la violencia. Pero ha habido una evolución en todo el proceso: transitamos de la omisión a la aprobación explícita. El límite de tolerancia a la violencia no sólo se corrió, sino que mutó en actos concretos y específicos de validación. De todas las formas utilizadas para validar la violencia que contribuyeron a llegar a este punto, han habido tres especialmente dañinas y que se han difundido rápidamente que llamo: (i) el determinismo; (ii) la indignación; y (iii) la violencia irrelevante.

El determinismo consiste en creer que los violentistas no tendrían libertad y serían prisioneros de la desgracia de su entorno, generalmente descrito como neoliberal, desigual e injusto y que los habría empujado irremediablemente a la violencia. Bajo esta mirada, la violencia sería el resultado natural y esperable de una sociedad injusta y desigual, la cual debiera asumir de forma penitente sus consecuencias. Esta visión tiene varios problemas pero quizás el más obvio es que niega cualquier dimensión moral individual en el fenómeno de la violencia. Si somos un mero producto de nuestras circunstancias, y nuestros actos son empujados por fuerzas externas a nosotros, sería imposible concebir algo así como la responsabilidad individual. No puede haber responsabilidad ahí donde no hay libertad. Bajo una tesis determinista extrema, no podrían existir tampoco los sistemas penales modernos pues éstos, están construidos sobre la noción de responsabilidad individual que el determinismo niega.

Pero además hay otro inconveniente. El determinismo puede ser utilizado para justificar cualquier cosa. Podría usarse a la carta en favor de empresarios coludidos, políticos corruptos, asesinos en serie, genocidas y cualquier forma de violencia o abuso. Todos sin excepción, son producto en cierta medida de su entorno (¿por qué el “primera línea” sería más prisionero de sus circunstancias que el criminal común o el empresario corrupto?). Esta visión determinista sobre-dimensiona las circunstancias sociales de la violencia en desmedro de la dimensión personal de la misma, ignorando la capacidad humana para sobreponerse a las circunstancias, lo que se conoce como libre albedrío. El libre albedrío consiste en la capacidad que el el individuo tiene tanto para hacer el bien como para hacer el mal frente a sus circunstancias, por injustas que sean. Y esto, desde luego, tiene sus implicaciones éticas y morales, pues el individuo que actúa según su libre albedrío es también responsable de sus acciones, tanto si cuentan como aciertos o como sus errores.

¿Y qué hay de cierto entre la relación desigualdad y violencia? El Psicólogo y profesor de Harvard Esteven Pinker desmitifica sobre aquello. En su tratado de más de mil páginas sobre la violencia “Los Ángeles que Llevamos dentro” toma como ejemplo lo ocurrido en Nueva York en los años noventa. Ahí, la violencia comenzó un declive sostenido que duraría hasta el día de hoy, a pesar de que al mismo tiempo la sociedad americana experimentaba un aumento explosivo de la desigualdad incumpliéndose la hipótesis bien afianzada en círculos progresistas, de que la desigualdad es causa matriz de la violencia. En nuestro propio país los datos corren en contra de esta tesis, ya que la desigualdad medida por el índice de Gini disminuyó de 57 a 46 puntos, entre 1990 y 2017.

Pero aún todavía el progresismo debiera responder otra incómoda pregunta ¿cómo se puede explicar el caso de los miles de individuos nacidos en circunstancias muy injustas o desiguales que no ejercen violencia? Ello confirmaría que existe en la psiquis humana, la capacidad de doblegar las circunstancias adversas, por injustas que puedan ser.  Todo lo anterior, no quiere decir que la desigualdad no contribuya a la violencia, sino sólo que es un factor más que debe analizarse en su justa medida y no de forma exagerada, como se ha hecho hoy. Pero aún más, incluso si concediéramos que la desigualdad es un factor predominante en la violencia, de ello no se sigue una justificación moral de la misma. Dicho de otra forma, la explicación de un fenómeno, no libera al mismo fenómeno de sus implicancias morales.

Otra forma de justificar la violencia es lo que llamo la “tesis de la indignación”. Bajo ésta, cuando las personas están indignadas o heridas por alguna política pública por ejemplo, la violencia física sería entendible o justificable. El problema, sin embargo, es que cualquiera en democracia podría sentirse herido o violentado de múltiples maneras: los religiosos por políticas seculares, los militares por recortes del gasto en defensa, los liberales por el aumento de los impuestos y cualquier ciudadano por el ejercicio de la libertad de expresión de otro. La democracia supone que puede haber  un sinfín de circunstancias que nos hieran, nos molesten o incluso, nos indignen, pero exige a la vez que ellas sean procesadas de manera institucional y pacífica.

En esta materia, la izquierda extrema ha equiparado peligrosamente el desacuerdo con políticas públicas, con la violencia física igualando ambas a un nivel totalmente desmedido bajo formulaciones como: “dado que nos violentaron con tal política (ej. AFP), la violencia física es comprensible o justificable” confundiendo gravemente dos niveles distintos: por un lado el desagravio propio del juego democrático, y por otro lado, la violencia física pura y dura, la verdadera violencia. Sobre este punto Carlos Peña es especialmente lúcido señalando en su última columna dominicalY la violencia, hay que insistir en ello, no es cualquier forma de agresión, sino una muy precisa forma de ejecutarla: la agresión mediante la coacción física.”. Llamar cualquier forma de desagravio del proceso democrático violencia, significa pulverizar los contornos conceptuales que hacen posible diferenciar la violencia de cualquier otra cosa.

Por último, está lo que llamo la tesis de la “violencia irrelevante” que corresponde a formas de incivilidad menores pero de todas formas dañinas, que son minimizadas por su supuesta irrelevancia. En esta categoría encontramos fenómenos como el baila y pasa, los rallados en propiedad de tercerosy otras formas en apariencia inocuas de violencia. Muchos de estos actos son justificados o mirados con un cierto romanticismo rebelde y tolerados en razón de que la intensidad del daño no sería tan fuerte (en el corto plazo).  Pero quizás, estas formas de violencia menores son aún más dañinas en el largo plazo, por cuanto su volumen, frecuencia y repetición van formando  lenguaje y hábitos que penetran fuerte, profunda e imperceptiblemente en nuestra cultura.

Por otro lado, pequeños grados de incivilidad pueden dar lugar a mayores niveles de violencia. Sobre este tema y a propósito de los rallados ilegales, resulta interesante la denominada “Teoría de las Ventanas Rotas” según la cual, mantener los entornos urbanos en buenas condiciones, puede provocar una disminución del vandalismo y la criminalidad. La misma ciudad de Nueva York, en su exitoso proceso de disminución de la violencia, puso en régimen una política de tolerancia cero con las faltas menores como grafitis ilegales o evasiones del pasaje de metro bajo un régimen de “tolerancia cero”, que según toda la evidencia, resultó ser un éxito. De esa forma, la práctica también nos ha mostrado que la violencia se combate desde lo pequeño a la grande y no necesariamente de lo grande a lo pequeño. 

En conclusión, observamos que la aceptación de la violencia evolucionó en poco tiempo de una aquiescencia cómplice a una validación expresa. Esta evolución sólo fue posible en el marco de diversas formas justificatorias de la violencia, entregadas por buena parte de nuestra clase política e intelectual: el determinismo, la indignación y la violencia irrelevante. Todas estas formas justificatorias tienen serios problemas a nivel filosófico, pero también práctico, y es preciso que la sociedad identifique sus debilidades y trampas, para no incurrir en su uso y perpetuar el crecimiento de la polarización y la destrucción, que hoy amenazan nuestra democracia.