Una de las enseñanzas de la última elección es que la identidad es un elemento esencial de los partidos exitosos, para los electores tener claridad de qué pueden esperar y sientan que cada partido es un elemento esencial detrás de la decisión del voto.
Aquellos partidos con identidades desdibujadas pagaron con duras derrotas esta falta de uno de los elementos movilizadores de las preferencias electorales. Aun más complejo es para estos partidos que no han podido superar lo que en el pasado era una virtud: el no tener posiciones tan definidas, sino más bien ambiguas que permitieran que distintas miradas —incluso algunas abiertamente contradictorias— pudieran coexistir al interior de los grandes partidos. Por ejemplo en la DC o el PPD, o incluso ahora al interior de la UDI, lo mismo incluso que en la nueva bancada más grande de diputados que ostenta RN. Esta debilidad va creciendo en varios partidos, horadando sus identidades y transformándose en un verdadero obstáculo a la hora de construir identidad.
El problema analizado no apunta tanto a la existencia de diferencias de opinión al interior de los partidos, sino que la incapacidad de zanjarlas en su interior termina impidiendo que el partido desarrolle su labor política. Así, frente por ejemplo al reciente tema de la pena de muerte, los partidos más grandes de ChileVamos presentaron posiciones divididas a favor y en contra. Entonces, un elector que podría esperar de ellos claridad en esta materia no sabría en verdad cómo diferenciar a los distintos partidos. Se hace evidente la falencia en materia de identidad y la debilidad en la relación que se establece con los electores. Sólo un liderazgo fuerte puede ordenar y guiar estos debates internos, para hacer que una vez discutidos el partido defina una posición única que dé claridad de su posición y garantice a los ciudadanos qué podrán esperar de su conducta futura en este tema.
La máxima debilidad o fragilidad de los liderazgos se esconde en la estrategia de la libertad de acción, peor aún si ésta se generaliza a todo lo que sea valórico, que de una u otra manera abarca casi todo el debate público. ¿Cómo un partido deja en libertad de acción a sus parlamentarios? Eso es, en la práctica, renegar del significado más básico de partido en cuanto organización que busca promover y defender ciertos principios, valores y una mirada de la sociedad. Lo que necesariamente implica una consistencia entre lo que se dice defender y lo que se vota en el Congreso.
Es verdad que la personalización de la política —y especialmente de las campañas— ha llevado a nuestros partidos en general a un cuadro de debilitamiento, donde en los hechos varios se van transformando sólo en máquinas de poder para asignar cupos y cargos, y donde los distintos caudillos electorales demandan permanentemente mayor libertad para construir sus propias identidades, ajenas muchas veces a los partidos que se supone representan.
No es fácil resolver este dilema entre construir, promover y defender la propia identidad partidaria como una manera de establecer una sana relación con los electores, y los efectos cada vez más profundos del vaciamiento de cualquier referencia a valores o principios en la acción política limitándola a una competencia de personalidades más que cualquier otra cosa.
Alguna luz de esperanza se abre en que al menos la DC y la UDI —dos de quienes están sufriendo este problema— estén hablando de realizar congresos doctrinarios; en cuanto instancias que los doten de un discurso anclado en sus propias identidades y principios, sería sin duda un primer paso en la recuperación de la confianza.
Gonzalo Müller, profesor Centro de Políticas Públicas de la Universidad del Desarrollo
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