Puede ser que su conducta irreverente y frases políticamente incorrectas —para referirse a los judíos y las mujeres— hayan sido consecuencia de sus años batallando con el alcohol. Puede ser también que eso, sumado al acoso de los paparazzi y la tensión constante por mantenerse en primera línea, hayan terminado por aflojarle algún tornillo a Mel Gibson.

Debido a su comportamiento antojadizo, y con varios tropiezos de por medio, el actor terminó por convertirse en un paria, dejándolo con muy pocos amigos en Hollywood y con un futuro profesional que se acercaba más al Purgatorio de los fracasados, que al Paraíso surrealista que experimentan las superestrellas del cine.

Sin embargo, hasta los más escépticos, quienes apostaron a que no habría un próximo reencuentro entre el artista y su público, se vieron obligados a reconocer lo contrario, ya que el estadounidense logró volver de las cenizas para demostrar que sigue poseyendo talante, perseverancia e intuición para exponer aquellas historias que merecen ser reveladas.

Su proyecto más reciente, “Hasta el Último Hombre” (Hacksaw Ridge), estrenado ayer en nuestro país, da a conocer la historia de Desmond Doss, un paramédico norteamericano que sobrevivió —sin disparar ni una sola bala— a una de las batallas más cruentas de la II Guerra Mundial, antes de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki que pusieron fin al conflicto.

Al regresar ileso de Okinawa, en 1945, y a pesar de que nunca portó un arma, Doss recibió la medalla más importante que otorga el Congreso de los Estados Unidos. En la ceremonia de encuentro entre él y el Presidente Harry S. Truman, éste último le expresó que prefería mil veces tener el honor de condecorarlo a seguir siendo la máxima autoridad de la nación. En la película se aprecia por qué.

La guerra es un virus que contamina no sólo al cuerpo, sino también al alma humana, ya que no existe inmunización alguna que logre prevenir las secuelas o proteja a los soldados de los horrores que experimentarán en el campo de batalla. Para quienes sobreviven, el trauma que sobrellevarán sobre sus hombros los atormentará hasta el fin de sus días. Desmond Doss conoció de antemano estos riesgos, ya que su padre, veterano de la I Guerra Mundial, vivía junto a su familia en un especie de trance, cuando no estaba actuando de manera descarnadamente violenta.

El primer desafío para Doss, previo a desembarcar en Japón, comienza durante su entrenamiento, porque rehúsa empuñar un arma de fuego apelando a la objeción de conciencia. Con total incredulidad, sus pares lo desprecian, se empeñan en humillarlo y lo acusan de cobarde, orgulloso e ignorante sobre las verdaderas reglas de la guerra.  Por Dios (y menos mal) que estaban equivocados.

Una vez en el frente, Doss logra demostrarles que la objeción de su conciencia, o lo que él denomina como “objeción para la colaboración”, fue lo que hizo posible dejar una huella imperecedera en la vida de todos ellos. Y es que en un contexto tan extremo como es un conflicto de esa naturaleza, para salir victorioso se requiere de herramientas mucho más poderosas que un fusil.

Para el soldado Doss, tolerar y soportar los escarmientos provenientes de la propia institución militar fue un alto precio a pagar por no doblegar su voluntad y no traicionar sus principios; pero su recompensa fue aún mayor y se ha perpetuado en la historia, porque logró servir a su país a través de una forma que él consideró como la más justa: salvando vidas sin necesidad de combatir para matar.

Tanto Mel Gibson como Desmond Doss experimentaron de manera diferente el infierno en la Tierra, pero que movidos por su resiliencia y sensibilidad han hecho posible demostrar que la nobleza puede germinar en todo ser humano cuando éste cree, valora y protege no sólo su propia vida, sino también hasta la del último hombre.

 

Paula Schmidt, periodista e historiadora

 

 

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