La delicada situación que atraviesa Argentina desafortunadamente no se agota en la fuerte tensión financiera asociada a las medidas anunciadas por el gobierno para lograr extender los plazos de deuda privada y con el Fondo Monetario Internacional (FMI), en un desesperado intento de garantizar una estabilidad hasta las elecciones de octubre. Al contrario, es vivida intensamente por sus habitantes en el día a día como la carencia de una institucionalidad mínima que regule el contrato social.

Esa lógica de que el que “bocinea” más fuerte gana; el que no se busque la solución real de los problemas; esa incertidumbre y desesperanza tan profunda que presenciamos nos lleva a preguntarnos cómo evitar que eso suceda en Chile, cuando vemos que la desconfianza en las instituciones y entre las personas sube sistemáticamente.

La desconfianza de base que rige en el país vecino como eje de las relaciones políticas, sociales y económicas ha sido protagonista recurrente del espiral de autoderrota de los argentinos y ha dejado como triste resultado una evidente falta de institucionalidad. Además refleja un sistema donde ha primado una lógica muy fuerte de caudillaje y de lealtades personales por sobre las instituciones, ese inefable sello del peronismo imposible de erradicar.

En nuestro país, si bien estamos enfrentando varias crisis emergentes en temas de institucionalidad, la realidad es muy distinta. Chile tiene una tradición legalista indiscutible. Tenemos -muchas- leyes, pero no nos confiemos, porque lo que falta es enforcement, es decir, hacer cumplir. Por otro lado, a veces caemos en lo opuesto. Vemos a diario que el Estado está reaccionando más que actuando y todo lo resuelve poniendo más reglas. Sin embargo, ¿qué pasa con la efectividad?

En la buena governance existe el pilar regulativo, donde no sacamos nada con tener muchas reglas si no hay watchdogs –reguladores- que las hagan cumplir. El otro es el pilar normativo, con el que reconocemos intuitivamente lo que está bien y lo que está mal. Y por último, está lo cognitivo, donde la clave es comprender que para cambiar el mundo y que éste funcione mejor, primero debemos partir por nosotros y cuestionar las bases de nuestra cultura.

Las instituciones deben ser legítimas, tener un planteamiento legítimo y tener acciones legítimas. Es decir, no basta parecer, sino que tienen que ser. Reconocerlas y respetarlas es tarea de todos. En ese contexto, es innegable que falta por avanzar en esta materia pues todavía vemos que hay redes de protección, que evitan asociar actos y consecuencias. Debemos visibilizar y procesar cuidadosamente lo que está sucediendo en Argentina, por las importantes lecciones que debemos aprender y los malos caminos a evitar, además del buen cuidado del vecindario. A todos nos conviene estar en un barrio sano y respetado.

De esa forma, tenemos la obligación de recordar para qué están las instituciones y nuestro rol como constructores y custodios de las mismas, esperando también que los vecinos argentinos hagan lo propio, con su reconocido talento e imaginación, y una oportuna chispa de disciplina e insight, salvando a su país de la insondable espiral de destrucción que atenaza su futuro.