En las últimas semanas se ha estado discutiendo en el Congreso cuál es el numero máximo de horas que se puede trabajar. Al mismo tiempo, y según ha informado la prensa, ha comenzado a aplicarse en Santiago un nuevo mecanismo centralizado de admisión escolar que fue incorporado al sistema como parte de la denomina “reforma educacional”. Se podría afirmar que ambas situaciones reflejan la creciente intervención del Estado, que ahora ha decidido reducir la libertad de las personas para decidir cómo usar sus capacidades para mejorar sus condiciones de vida, y que, por otro lado, prefiere que la decisión acerca de dónde se educa un niño dependa de la suerte, antes que pueda responder al acuerdo de los interesados (es decir, los padres y el respectivo establecimiento). No obstante, hay otra perspectiva que resulta muy interesante de explorar y que dice relación con el modo en que ambas realidades reflejan una tendencia actual a prohibir el esfuerzo individual (o, cuando menos, privarlo de efectos).

Quienes somos más viejos aprendimos que obtener aquello que queríamos requería, en general, de sacrificio y esfuerzo. Se nos enseñó que, tal como afirmó en alguna ocasión el ejecutivo principal de una compañía global muy importante, “el único lugar en que el éxito viene antes que el trabajo es en el diccionario”. Así, aprendimos que la posibilidad de alcanzar nuestras metas dependía, de un modo muy relevante, del esfuerzo que pusiéramos en ello.

En la actualidad, la visión dominante parece apuntar en un sentido distinto. Nos han convencido que es posible trabajar menos y ganar más, siempre que presionemos lo suficiente (un nuevo punto a favor del “marchismo” permanente que parece haberse instalado entre nosotros). Nos han convencido que la selección de establecimiento educacional mediante un proceso con un fuerte contenido de suerte es mejor (e incluso más justa), que si ella se basa en el mérito.

No deja de llamar la atención el hecho que el mismo país en que se alaba el emprendimiento y se insiste en la importancia de incentivarlo, especialmente entre los jóvenes, opte por medidas que, precisamente, buscan privar de sentido y efectos al esfuerzo individual (base de cualquier proceso de emprendimiento). Quizás lo peor sea que esas medidas se presentan como la solución virtualmente perfecta para los problemas, generando expectativas completamente alejadas de la realidad (como si la limitación horaria tuviera como consecuencia el aumento de los sueldos y un sistema de sorteo generase cupos ilimitados en los mejores establecimientos educacionales).

Thomas Jefferson dijo que “el precio de la libertad es la eterna vigilancia”. Parece especialmente importante tenerlo presente ahora, cuando se nos ofrecen alternativas para “liberarnos” del peso de nuestra responsabilidad individual y de la necesidad de esforzarnos para conseguir lo que queremos, pues es la única manera de evitar que, en el futuro, terminemos aceptando que nos “liberen” del peso de nuestra libertad.