Doscientos años atrás, Napoleón advirtió: “Dejen que China duerma, porque cuando se despierte, va a sacudir al mundo”. Su temor, en parte, provenía de lo que significa “China” en la lengua china (zhong guo): “imperio del medio”, no por estar en el medio de otros imperios, sino por estar entre la Tierra y el paraíso. Es decir, ser “el” imperio.

China ya ha logrado un importante liderazgo mundial en la cadena de suministro de todos los países del mundo, y ahora está tomando una fuerte presencia en el otorgamiento de grandes préstamos para la construcción de puertos, ferrocarriles, infraestructura en general, o incluso para mantener en el poder a tiranos como el venezolano Nicolás Maduro. Muchos analistas mundiales advierten que se trata de una “diplomacia de deuda con trampa”, en el sentido que los países receptores perderán su libertad para disentir con decisiones chinas. Otra gran iniciativa mundial de los chinos es el BRI (Belt and Road Initiative, conocida como la nueva ruta de la seda), vendida como la “creación de una gran familia que vivirá en coexistencia armoniosa”, pero que es fuertemente criticada por muchos, entre ellos el Primer Ministro de Malasia, como una nueva versión de colonialismo.

Liderando esta transición a potencia mundial está su Presidente Xi Jinping, quien ha ido acumulando un poder que ningún otro líder chino tuvo en el pasado, incluidos Mao Tse Tung o Deng Xiaoping: Presidente de China, Presidente del Consejo de Defensa, Comandante de las Fuerzas Armadas Chinas y Secretario General del Partido Comunista Chino.

Graham Allison, en su libro “Destined for war” (2017), desarrolla su temática alrededor del concepto de la “trampa de Tucídides”: cuando un poder naciente amenaza con destronar un poder incumbente, debieran prenderse las alarmas, porque hay peligro inminente de guerra. Fue lo que pasó cuando el creciente poder de Atenas atemorizó de tal manera a Esparta, que ambos entraron en una guerra inevitable. Estudiando los últimos 500 años, Allison encontró 16 casos en los cuales una nación dominante comenzó a verse amenazada por un poder creciente. De esos 16 casos, 12 terminaron en guerra.

A muchos ciudadanos de EE.UU. les gustaría pensar que el poder americano es consecuencia de su sistema político y económico, o de la inteligencia y virtudes de su pueblo. Sin embargo, la realidad de los números muestra otra cosa. En el 2016, el presupuesto de defensa de Estados Unidos excedía la suma de los presupuestos de China, Rusia, Japón y Alemania, de manera que su poderío militar es consecuencia de su enorme poderío económico.

China ya está montando una rápida campaña de modernización militar diseñada para limitar el acceso de EE.UU. a la región y con ello tener mayor libertad en esa zona.

A mediados de la década del 80, China tenía el 10% del PIB de Estados Unidos. En el 2007 pasó a tener el 60%; en el 2014 el 100% y actualmente ya tiene una economía que equivale al 115% de la americana. A este paso, para el 2023 China tendrá un tamaño económico que será 1,5 veces el de Estados Unidos, y para el 2040, el triple. La consecuencia de este tamaño no sólo se reflejará en el poder económico relativo, sino también en su poder militar y su capacidad para influir en el mundo. De hecho, China ya está montando una rápida campaña de modernización militar diseñada para limitar el acceso de EE.UU. a la región y con ello tener mayor libertad en esa zona. Es fácil imaginarse el poder militar que podría tener en el 2040 con el triple de presupuesto del que tendrá EEU.U.

Mientras el mundo trata de digerir la guerra comercial, los halcones de EE.UU. van agregando nuevas guerras, empezando con la tecnológica, que coloca a empresas chinas en listas negras, siguiendo con nuevas restricciones para la inversión china en sectores de la economía americana, y estableciendo nuevas restricciones para los estudiantes chinos en las universidades de EE.UU. Y, en paralelo, siguen las amenazas militares, enviando más patrullas navales para evitar que China continúe convirtiendo rocas en disputa en puestos militares que le permiten reclamar derechos de navegación en mares que complican a Japón y Taiwán. Todas estas acciones no solo son coronadas con los famosos y destemplados tweets del Presidente Trump, sino también por acciones concretas de ministros y asesores. Dos semanas atrás, mientras los negociadores estadounidenses y chinos trataban de llegar a un acuerdo comercial, el secretario de Estado Mike Pompeo entregaba un claro y contundente mensaje a Londres: si Huawei construía redes de comunicación 5G en el Reino Unido, podían despedirse de la “relación especial” con EE.UU. Coincidentemente, en una reciente entrevista de Steve Bannon al China Morning Post, el ex jefe estratégico de la Casa Blanca indicó que “es 10 veces más importante acabar con Huawei que llegar a un acuerdo comercial con China”. Huawei es sólo el comienzo de la guerra tecnológica, pues el fin último es evitar que China use las compañías tecnológicas como medios de espionaje e inteligencia. Basta recordar el reciente caso, descubierto en octubre del 2018, en que 30 compañías americanas, incluyendo Amazon, Apple y Dell, fueron atacadas mediante la colocación de microchips en el hardware suministrado por empresas chinas que permitían abrir una “puerta trasera” en las redes para infiltrar y alterar el funcionamiento de los sistemas. Lo que los investigadores descubrieron es que los chips habían sido insertados en las fábricas de los suministradores chinos.

El objetivo estratégico de Trump es restablecer la independencia de EE.UU. de la cadena de suministro china, especialmente en materia de tecnologías.

La prensa y los comentaristas asocian estas acciones inesperadas de Trump, que socavan acuerdos que están a punto de salir del horno, a su temperamento impredecible (o predecible, según sea quien escribe), o a su estilo negociador altamente abrasivo. O, simplemente, a su molestia porque China está asumiendo un claro liderazgo tecnológico en redes de comunicación, trenes de alta velocidad, fabricación de automóviles, e incluso en el desarrollo y fabricación de aviones de pasajeros, tal como lo demostró el reciente lanzamiento de un modelo que será altamente competitivo con los Boeing y Airbus. A estas alturas es poco razonable suponer que las acciones del Presidente de Estados Unidos sólo sean el resultado de su personalidad impetuosa. Por el contrario, más razonable sería pensar que su accionar responde a claras decisiones geopolíticas que superan la guerra comercial. Ante las quejas de fabricantes americanos por los altos aranceles que están afectando la cadena de suministro, el mensaje de Trump es bien claro: traigan la producción de vuelta a EE.UU. El objetivo real no es “traer el trabajo de vuelta a EE.UU.”, algo que tiene poca relevancia en una economía con ínfimo desempleo, sino desacoplar las economías de las dos naciones, con el objetivo estratégico de restablecer la independencia de EE.UU. de la cadena de suministro china, especialmente en materia de tecnologías.

Si bien demócratas y republicanos tienen visiones distintas en muchas cosas, hay una en la que hay coincidencia: hay que parar a China porque se está convirtiendo en una amenaza para la paz mundial. En definitiva, para la Casa Blanca y para el Congreso americano, China no sólo se convirtió en un competidor económico, sino en una inminente amenaza existencial, similar a la que sufrió muchos siglos atrás Esparta ante el creciente poderío de Atenas. Lo que llamamos guerra comercial es en realidad el comienzo de un conflicto imperial, en el cual el imperio dominante quiere evitar a toda costa quedar relegado por un imperio naciente, el que más encima profesa un sistema político que no es democrático.

Muchos analistas internacionales creen que las cifras chinas son peores de lo que publica el gobierno, esto porque sus estadísticas son poco confiables.

La pregunta del millón es si este conflicto imperial podrá detener el desarrollo chino. Pareciera que sí, cuando vemos que los aranceles y la lista negra ya está afectando las ventas de las fábricas chinas, y la reciente decisión de empresas de telecomunicaciones del Reino Unido, Japón y Estados Unidos decidieron suspender la venta de los teléfonos de Huawei, cancelando no sólo los lanzamientos de nuevos productos de esa firma, sino también el desarrollo de redes 5G. También pareciera que se está logrando el objetivo cuando se analizan algunos indicadores claves, como por ejemplo el crecimiento del tercer trimestre del año pasado (6,5%), que fue el más bajo desde 2009. Si bien sigue siendo un crecimiento elevado para estándares mundiales, hay una clara señal que la economía local se está desacelerando fuertemente. Y esto se verifica cuando se observan las ventas de autos en el 2018, que cayeron por primera vez en dos décadas, o una fuerte caída en las importaciones de diciembre, seguidas por ventas minoristas que exhibieron en abril el crecimiento más lento desde mayo del 2003. A pesar de los estímulos desplegados por el gobierno para estimular la economía, tales como rebaja de impuestos y una política monetaria laxa, la bolsa china viene cayendo desde su peak del 2018.

Mas aún, muchos analistas internacionales creen que las cifras chinas son peores de lo que publica el gobierno, esto porque sus estadísticas son poco confiables. Por ejemplo, según el gobierno chino, las deudas impagas sólo representan el 2% de las deudas totales, pero según Charlene Chu, senior partner en Autonomous Research (una de las entidades más expertas en deudas chinas), las deudas impagas chinas alcanzan en realidad al 24% de las deudas totales. Como comparación, la crisis asiática de 1997 ocurrió cuando las deudas impagas en Indonesia, Corea del Sur y Tailandia llegaron al 33% de sus respectivas cartera. En dichos países, el costo de la reparación del sistema financiero fue enorme: a Corea del Sur le costó el 31% de su producto bruto, y a Indonesia el 57%. Si se aplicara esa regla a China, sin lugar a dudas el crecimiento de China sufriría un fuerte deterioro por muchos años. Si miramos la deuda total china, en el 2008 esta ascendía al 140% de su producto interno, mientras que en la actualidad ya supera el 253%. No hay economía emergente, desde los años 90, que haya tenido semejante expansión en su deuda sin que haya pasado por alguna calamidad financiera.

Es cierto que el sistema político chino permite “manejar” mejor las potenciales crisis, como por ejemplo cuando intervino la bolsa y cerró el egreso de divisas en el 2015. Es por ello que nadie espera una crisis repentina, sino más bien una crisis lenta difícil de notar, pero que al final del día tendrá efectos mas devastadores para China que la generada a EE.UU. en el 2008. En estricto rigor, EE.UU. no necesita que el crecimiento chino caiga a cero, sino que simplemente se sitúe lo mas cerca posible del crecimiento americano, como para mantener el statu quo. Debilitando económicamente a China, y apoyando los movimientos independistas de Taiwan, Xinjiang, Tibet y Hong Kong, podrían debilitar el liderazgo de Xi Jinping y mantener a Beijing preocupada por controlar la estabilidad doméstica, tanto en lo económico como en lo político.

La gran pregunta es: ¿cuál será el efecto mundial que traería aparejada una crisis china? Todo indica que una ralentización china afectaría más al mundo emergente que le exporta commodities, a Alemania que es un gran proveedor de tecnología para China y menos a Estados Unidos. En el caso particular de este último, su economía está bullante, el desempleo está en niveles récord por lo bajo,  y China no representa un mercado importante, pues apenas exporta 180 billones de dólares anuales, en gran medida compuesto por cereales y gas natural. Alguna que otra empresa americana podrá sufrir un boicot de consumidores chinos, pero las tecnológicas como Google, Facebook y Amazon podrían verse fuertemente beneficiadas si las tecnológicas chinas -no sólo Huawei, sino otras como Alibaba y Wechat- ven frenada su expansión global como consecuencia de ser colocadas en listas negras. Podría suponerse que el costo que pueda tener un conflicto imperial para EE.UU. y Europa sea potencialmente menor al costo que podría tener para el mundo el desarrollo imperial de China. Sin embargo, también es altamente probable que las consecuencias del menor intercambio global, y los efectos políticos que el conflicto traiga aparejado, tenga un enorme impacto en la economía global. Como toda guerra, se sabe donde comienza pero no donde termina.

En resumen, todo indica que hemos ingresado a un estado de conflicto imperial, o a una nueva guerra fría, que no va a terminar con acuerdos comerciales puntuales, sino que va a continuar con claras acciones tendientes a ralentizar el crecimiento chino. En ese escenario, más vale que Chile se prepare bien, porque cuando los elefantes pelean, quienes sufren son las hormigas.