Originalmente iba a llamar esta columna “los míseros con plata”, pero al final decidí llamarla de otra manera, porque me parece, o digamos que quiero creer, que el tema que voy a tratar probablemente se relacione más con falta de empatía que con la miseria que es capaz de mostrar el ser humano. No solo de aquellos que tienen plata, sino de aquellos que pudiendo asumir un costo, no lo hacen.

El caso es el siguiente. En el barrio alto se suelen contratar los servicios de piscineros y jardineros, que suelen cobrar entre 20 y 30 mil pesos mensuales los primeros, atendiendo unas 90 piscinas, y entre 40 y 50 mil pesos mensuales los segundos, atendiendo unos 20 jardines, en promedio. En platas, estos proveedores de servicios generan entre 1,5 y 2 millones mensuales, cifras con las cuales cubren sus gastos, ayudantes y necesidades personales. Pues bien, desde que comenzó la pandemia, una gran cantidad de familias suspendió el pago de estos servicios. En un pequeño sondeo realizado, que obviamente dista mucho de ser un estudio serio, solo una cuarta parte de los clientes siguieron pagando a sus piscineros y jardineros. Pero, por conversaciones del tipo aquí y allá, este porcentaje pareciera ser bastante representativo. Y, aunque no lo fuera, las conclusiones que pueden extraerse siguen siendo relevantes para expresar, de alguna manera, una forma de actuar que genera rabia e indignación.

En términos económicos la decisión de dejar de pagar un servicio no prestado es bien lógica. Sin embargo, desde una perspectiva social y ética, conviene preguntarse si esa decisión es correcta. La respuesta depende de otra pregunta: ¿por qué dejó de venir el piscinero o el jardinero? En condiciones normales, si simplemente desaparece, obviamente uno deja de pagar porque no hay razón para seguir haciéndolo. Pero si dejó de venir por razones de fuerza mayor, en este caso, por la pandemia, pero también podría ser por una enfermedad, ¿corresponde dejar de pagar?

Es indudable que estos emprendedores que proveen un servicio que ayuda a que la calidad de vida de los que los contratan sea mejor, dependen para su subsistencia de las platas que reciben. La interrupción súbita del pago, que obviamente no puede reemplazarse en forma inmediata con otros clientes, genera un problema de subsistencia para el emprendedor y su familia. Se podrá argumentar que esa es la ley de la vida, y que así funcionan los negocios. Correcto, pero no es menos cierto que las decisiones económicas y de negocio, aunque sean legales y entendibles, también deben pasar por un cedazo ético y de responsabilidad social. Sin ir más lejos, es lo que toda la sociedad le está exigiendo a las empresas: que no solo velen por los intereses de sus accionistas, sino también por los de la sociedad. Si como sociedad exigimos eso a las instituciones, también debemos exigírselo a las personas.

También se puede argumentar que el efecto económico de la pandemia obliga a achicar nuestros gastos. Es cierto, pero todo es relativo, porque 50.000 pesos mensuales, que solo deberán pagarse por un servicio no prestado durante 3 a 5 meses, no es una cifra relevante para los que viven en esas casas donde los jardineros y piscineros prestan sus servicios.

Un comportamiento similar se da cuando los socios de un club despotrican por tener que seguir pagando la membresía trimestral a pesar de no haberlo podido usar durante la pandemia. Es razonable esperar que los clubes ajusten los gastos evitables y posibles, pero no es razonable que dejen de pagar el sueldo y los ingresos variables (propinas) de las personas que trabajan en la institución. Podrá discutirse si se paga el 70 o el 100% del sueldo y/o ingreso variable, pero no debiera siquiera evaluarse la posibilidad de no pagar nada.

No solo se trata de solidaridad, o de una pandemia que requiere una actitud especial. Sino también de sentido común. Porque son las actitudes abusivas, en el amplio sentido de la palabra, las que contribuyeron a que una parte de la sociedad, incluyendo a muchos de los hijos de los que viven en el barrio alto, terminara apoyando un estallido social entendible que derivó en una violencia absolutamente injustificable. Con actitudes como las de dejar de pagar al jardinero o al piscinero, o pretender dejar de pagar una membresía que afecta el pago de los sueldos en un club por el solo hecho de que no se pudo hacer uso de sus servicios, terminaremos desembocando en un callejón de resentimiento. Como bien dice el dicho, seguiremos sembrando vientos para luego cosechar tormentas.