De una o varias plumadas, algunos desahucian las viejas doctrinas políticas que han movido la historia, en Chile y en el mundo. Incluso exponentes de relieve de los partidos, o parlamentarios elegidos precisamente en nombre de esos principios doctrinarios, exhiben desdén, o a lo menos escepticismo, hacia esos tildados “caducos” pensamientos. ¿En nombre de cuál novedosa postura levantan actas de extinción del doctrinarismo político? En nombre del progresismo, a menudo indeterminado, pero que suena bien.

Sobre el progresismo usado a pito y flauta, vale la pena una breve reflexión. Es un término que se asemeja cada vez más a un soporte político multiuso, que justifica abandono de partidos y curiosas nuevas alianzas políticas, flexibles y funcionales a la coyuntura electoral. Es una palabra que Unamuno llamó “chibolete”, es decir, una palabra que una vez pronunciada no necesita definición posterior, y que a fuerza de repetirla indefinidamente se acerca al vacío conceptual; en este caso, a un absorbente y exclusivo enfrentamiento a la tradición, buena o mala que ésta sea (léase el discurso contra los “carcamales”). Somos progresistas, exclaman algunos creyendo estar en Tierra Santa: los demás somos conservadores de derecha o de la Concertación. Extrañamente, la misma manía iluminista de las viejas vanguardias.

Ciertamente, existe un progresismo concebido como opción por lo nuevo, por aquello que innova o renueva, que se opone al conservadurismo basado en la defensa de privilegios e intolerables discriminaciones. Progresistas con doctrinas (Progresismo con Progreso, socialcristianismo; Ciudadanos, liberalismo) comparten esa visión con progresistas difuminados, agrupados en torno a repentinas inspiraciones de líderes desgajados de partidos (PRO) que crean a su vez partidos de bolsillo.

Existe también un cierto progresismo que parece medirse sólo en el terreno valórico, moralista. Se mueve sólo en torno a la aversión por el pasado, personificado por la centroizquierda histórica (los “carcamales”) sobrevolando los hechos que esos gobiernos realizaron; es decir, la contundencia de las más importantes reformas del Chile moderno. Pero no, para estos nuevos o remozados progresistas, esos progresos no existen, se parte de cero, se descubre el agua caliente.

En los recriminados 30 años se han producido los avances más sustantivos de la historia moderna de Chile. Si ello no es progreso, deberíamos debatir más seriamente acerca de este término tan ondeado en las plazas, titulares y redes, tan empleado por figuras que de los matinales saltan a la política y que, a falta de historia personal, levantan los estandartes de un progresismo impreciso, colindante con el populismo a buen mercado.

Seamos claros, la era de las ideología pétreas, ancladas a otros tiempos y circunstancias, gérmenes de funestos fanatismos y totalitarismos, ya pasó. Pueden subsistir en la eterna y comprensible nostalgia humana, que en tiempos como los de ahora ayudan a soportar la incerteza del futuro. Pero de allí a saltar de proyectos políticamente bien estructurados y viables (por último, sensatos), a un archipiélago de propuestas que sólo se olfatean y que son útiles en el discurso electoral, hay un espacio que la gente seria no debería acoger ni tomar en cuenta a la hora de sufragar.

Este tipo de progresismo nos parece más una camisa de fuerza que una real alternativa de transitar por un progreso continuo, sostenible y fundado en los grandes principios que han edificado, para bien, la historia humana.

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