El Presidente Piñera, en un diálogo sobre libertad y democracia con el Nobel Mario Vargas Llosa y el político venezolano exiliado Antonio Ledezma, sostuvo que la próxima elección presidencial de Venezuela será “fraudulenta” y que Chile “no la va a reconocer”. Eso es lo más tajante que ha sido un gobernante chileno en los casi 20 años de revolución bolivariana y marca una toma de posición a la que cuatro administraciones anteriores —incluyendo la de Piñera I— le habían sacado el cuerpo, hasta ahora: la inapelable condena del fracasado proceso chavista, devenido en dictadura bajo el mando de Nicolás Maduro.

No es poca cosa, porque implica abandonar una política exterior  de hipócrita (pero segura) ambigüedad respecto del régimen venezolano —“No es democracia, pero tampoco es dictadura”—, para adoptar otra de crítica asertiva. El tránsito del doble estándar a la honestidad intelectual. Este cambio de actitud no por tardío es menos correcto y necesario, ya que representa la mínima coherencia entre los valores democráticos que Chile asegura defender y las consecuencias que se derivan de ello. Es decir, entre la prédica y la práctica.

Esto marca una toma de posición a la que cuatro administraciones anteriores —incluyendo la de Piñera I— le habían sacado el cuerpo, hasta ahora: la inapelable condena del fracasado proceso chavista, devenido en dictadura bajo el mando de Nicolás Maduro».

La verdad es que las elecciones venezolanas son fraudulentas hace un buen rato. Aunque el gobierno de Caracas siempre apunta al alto número de procesos electorales como evidencia de compromiso democrático, la mayoría no pasa el test de blancura. No basta con convocar a las urnas para obtener patente democrática, esa es la parte fácil.

Antes de la elección, los registros de votantes deben ser transparentes y estar más allá de toda duda; el diseño de los distritos electorales no puede obedecer a intereses políticos; las condiciones para competir deben ser las mismas para todos; el financiamiento de las campañas debe ser conocido; el gobierno no puede intervenir ni hacer propaganda a favor o en contra de ningún candidato; los medios de comunicación privados y estatales deben conceder igual espacio a todos los competidores; el discurso político debe ceñirse a ciertos estándares de respeto y buena convivencia; debe haber instancias de debate público entre los candidatos.

En cuanto al día mismo de la elección, los locales de votación deben funcionar en los horarios y lugares anunciados, no en otros; debe haber certeza de que el voto es efectivamente secreto y no será usado como instrumento de presión; nadie puede hacer propaganda electoral; no se puede amenazar ni alentar a los electores dentro o fuera del recinto de votación; las autoridades no deben manifestar preferencias; los cuerpos de seguridad y las FFAA deben dar garantías de imparcialidad y orden; debe permitirse la presencia de observadores independientes y de los partidos en el conteo de votos; el sistema de conteo debe tener credibilidad ante la ciudadanía; los resultados deben anunciarse sin dilación y en forma oficial… y respetarse, gane quien gane.

Por muchos años nada de eso se ha cumplido en comicios venezolanos para alcaldes, gobernadores, parlamentarios, Asamblea Constituyente y Presidente. Elecciones, sí. ¿Democráticas? Para nada.

Siendo francos, dejar los rodeos diplomáticos con Caracas no tiene hoy los costos que tenía en tiempos de Hugo Chávez, cuando ningún líder latinoamericano —salvo excepciones como el colombiano Álvaro Uribe— se atrevía a cruzarse en la mira del comandante y su aplanadora retórica, y cuando el socialismo del siglo XXI aún lucía el (engañoso) brillo de la novedad y la (dudosa) promesa de un futuro posible. Cuando la bonanza fiscal del petróleo a 100, 120 o 150 dólares el barril permitía mantener la ficción del éxito bolivariano a punta de discursos incendiarios, marxismo reciclado y gasto público a destajo (de “gasto social” tenía muy poco), a pesar de que todos los indicadores pasaban inexorablemente de graves a alarmantes.

En buena hora que más líderes de la región le rayen la cancha el gobierno de Maduro. Quizás no baste para desactivar la profunda crisis que sufre el país, pero es algo que los venezolanos han echado en falta por largo tiempo».

La demagogia agresiva del líder venezolano, la fuerza de sus petrodólares y la aparente gravitación geopolítica de su iniciativa del ALBA (hoy difunta), inhibieron (¿amedrentaron?) o cooptaron a muchos líderes de la región. No ayudó que durante los 10 años que José Miguel Insulza fue su secretario general, la OEA consistentemente torpedeara cualquier intento por llamar al orden al gobernante bolivariano, mucho más por exigirle condiciones o adherir a reglas básicas, ni siquiera cuando los organismos de la propia OEA denunciaban regularmente ataques contra el Estado de derecho, las instituciones democráticas, los derechos humanos y la paz social en ese país.

Pero si bien Chávez logró a duras penas preservar la fachada de una revolución en marcha, con su sucesor la ilusión revolucionaria se estrelló definitivamente contra las crudas realidades del fracaso económico, el colapso social y el naufragio democrático. Basta ver las noticias; a estas alturas, nada se salva. El régimen chavista es un muerto caminando, aunque nadie sabe cuándo ni cómo será el funeral.

Por eso, en buena hora que más líderes de la región le rayen la cancha el gobierno de Maduro. Quizás no baste para desactivar la profunda crisis que sufre el país, pero es algo que los venezolanos han echado en falta por largo tiempo. Ellos han visto derrumbarse la democracia y la prosperidad de su país ante la mirada casi siempre impávida de sus vecinos. Peor, ante un silencio muy parecido a la complicidad.

Por otra parte, el actual secretario general de la OEA, Luis Almagro, ha asumido un liderazgo que da cobertura diplomática para reconocer que el chavismo ha perdido toda legitimidad, por lo que ya es hora de buscar formas —pacíficas, democráticas, respetuosas de la soberanía— de impulsar una transición política en ese país.

La elección presidencial del 20 de mayo, donde ni siquiera habrá un candidato de la oposición,  será fraudulenta, sin lugar dudas, y hay que decirlo con todas sus letras. Pero aun así tendrá lugar y el gobierno celebrará el triunfo de Nicolás Maduro. En ese momento, el desafío para los líderes de América Latina —Piñera entre ellos— será respaldar sus firmes palabras con firmes acciones.

 

Marcel Oppliger, periodista, autor de “La revolución fallida: Un viaje a la Venezuela de Hugo Chávez”