La diáspora, un fenómeno originalmente protagonizado por grupos étnicos y religiosos, se expandió para dar paso a dispersiones de población que, por razones que trascienden la raza o la religión, deciden dejar su lugar de origen para trasladarse a otro que les permita una mayor protección y desarrollo.

Si bien el término se concibió a propósito de la dispersión del pueblo judío fuera de Israel, su evolución ha permitido que en la actualidad englobe toda clase de flujos migratorios. La última diáspora reconocida a nivel internacional es la del pueblo venezolano, cuyas tasas de migración aumentaron exponencialmente a partir del año 2001.

La historia es conocida: la ascensión al poder de un régimen totalitario o una mala administración estatal terminan por impactar directamente en las condiciones de vida de los ciudadanos, en algunos casos de manera fatídica, como sucedió con Venezuela y los interminables problemas de abastecimiento que afectan a su población. Bastaría recordar la criticada estrategia del gobierno de Maduro, en que proponía la crianza de conejos domésticos para combatir el hambre que azotaba a los venezolanos en circunstancias que el origen del problema fue precisamente el fracaso de las políticas del régimen bolivariano.

¿Será que en Chile podemos acercarnos a un fenómeno de este tipo? Podría parecer alarmista y exagerado proponer a los chilenos como el próximo flujo migratorio de grandes magnitudes que afecte la región, pero no resulta del todo inverosímil si se consideran algunos antecedentes post “estallido social”. Tras más de 16 años, el dólar alcanzó uno de sus máximos históricos en nuestro país, a lo cual se suma la depreciación de nuestra moneda local y la fuga silenciosa de capitales. Son los mismos expertos quienes reconocen que muchos de los grandes patrimonios han decidido cambiar su domicilio tributario ante la incertidumbre que azota el mercado nacional.

Ahora bien, no solo quienes se encuentran en el mayor percentil de la población han tomado esta decisión, sino que las asesorías para el retiro de capitales aumentan de manera casi transversal, pues por poco que sea el patrimonio, no se considera sensato exponerlo a las posibilidades de pérdida que algunos prevén para este año en Chile.

No obstante, la preocupación trasciende a la dimensión exclusivamente económica y patrimonial, pues de seguir la violencia y la incertidumbre, ya no se tratará solo de una fuga de capitales, sino que podríamos enfrentarnos a una huída de liderazgos, tanto intelectuales como políticos. Basta pensar que hoy en nuestro país no solo el clima político se encuentra amenazado. También están afectadas casas de estudio y centros de investigación.

No es difícil de imaginar el escenario en que un profesor de alguna de las universidades ubicadas en pleno centro de Santiago y cercanas a la Alameda –una de las principales arterias viales– tenga que desarrollar su trabajo en torno al ruido de las manifestaciones y el olor de las lacrimógenas. Sin duda no parece el mejor clima de estudio, y lamentablemente no resulta del todo inverosímil en nuestro contexto nacional.

Por otro lado, hubiera parecido inimaginable si hace 5 años hubiésemos decidido llegar a la casa de un magistrado para impugnar alguna de sus decisiones, o si recibiéramos amenazas de muerte cada vez que nuestra opinión no agradara al resto.

Ante esta y muchas otras situaciones que frecuentemente acontecen durante los últimos meses, no debería sorprendernos si muchos chilenos deciden dejar el país en busca de mejores oportunidades y, por sobre todo, de un clima donde la violencia no sea una amenaza constante ante cada opinión emitida, o donde la economía o los estudios no se vean azotados por la incertidumbre, lo cual lamentablemente se ha vuelto un tópico desde el pasado 18 de octubre en Chile.

Todavía es tiempo para revertir la situación, pero eso requiere mucho trabajo y capacidad de aislar y derrotar la violencia, así como de iniciar una recuperación pronta en el país