La promesa de una nueva Constitución con un origen auténticamente democrático se esfuma delante de nuestros ojos. El proceso constituyente que nació para encauzar un malestar social que demandaba, entre otras cosas, una mayor participación ciudadana parece, a estas alturas, preso de su propio enclaustramiento. De sintonía con la ciudadanía, poco: la soñada Constitución del pueblo habrá nacido, otra vez, entre cuatro paredes.
Basta pensar, por ejemplo, en la escasa consideración que han tenido algunas iniciativas populares de norma, un instrumento interesante para tomar la temperatura ciudadana sobre sus prioridades en diversas iniciativas. Es evidente que la representación política supone una mediación —y, en ese sentido, no es viable incorporar directamente cualquier propuesta— pero resulta llamativo el desprecio de la Convención por iniciativas que concitaban un amplio apoyo y que han sido simplemente ignoradas, como algunas sobre pensiones, el papel de los padres en la educación, el aborto o un sistema político que dé auténticas garantías democráticas. Y resulta aún más llamativo si se compara el apoyo a algunas de esas iniciativas con el que recibieron los mismos convencionales: solo dos de ellos superaron los sesenta mil votos, mientras muchísimos otros no alcanzaron ni siquiera los diez mil.
La desconexión con la ciudadanía se manifiesta también en la falta de sintonía con el clima general que revelaron las elecciones presidenciales y parlamentarias —que apuntaba claramente hacia la moderación— y que reflejan actualmente las encuestas. En otras palabras, no parece haber ninguna disposición a tomarse en serio la demanda de cambios con estabilidad que han expresado de diversos modos los chilenos. Hay mucho de voluntarismo en ese empeño sordo de llevar adelante una agenda de tintes revolucionarios a cualquier precio: la lógica pareciera ser la de aprovechar esta oportunidad única para transformar y concentrar el poder, dejándolo atado a un determinado sector político, al margen de cualquier consecuencia (y del hecho evidente de que sus adversarios también pueden terminar por ocupar esas mismas estructuras de poder).
Mario Góngora diría quizás que se trata de un nuevo intento de planificación global, del mismo empeño —conocido en sucesivas ocasiones— de rediseñar verticalmente una sociedad sin tener en cuenta la cultura popular, los modos de vivir, el sentir real de personas reales que no están para someterse a los experimentos utópicos de nadie, por bienintencionados que sean. Si el proceso constituyente buscaba superar una Constitución nacida entre cuatro paredes, el mero cambio de paredes y de protagonistas no soluciona ese problema de legitimidad (que, dicho sea de paso, en la Constitución del ’80 ya había sido superado con las innumerables reformas al texto original efectuadas por gobiernos democráticos de todo signo). Dejar definitivamente atrás la era de las planificaciones globales suponía abandonar la lógica revanchista, cuestión que ha estado fuera del horizonte de la Convención. Por el contrario, se han repetido los mismos vicios que en teoría se buscaba desterrar: basta pensar, por ejemplo, en cómo se cocinó el acuerdo de las izquierdas (que no tiene nada de “transversal”) en torno a sistema político: entre cuatro paredes, sin actas ni registros. Ni la Comisión Ortúzar, tan detestada por los convencionales, se atrevió a tanto.
Ahora bien, una Constitución gestada de este modo, ¿tiene futuro? ¿Cuánto puede durar? No lo sabemos, pero todo hace pensar que el voluntarismo desconectado de la realidad no tendrá una vida demasiado larga. Es cierto que en el intertanto una Constitución de estas características puede hacer mucho daño y, por este motivo, vale la pena que el texto que se presente sea lo menos destructivo posible. Pero lo que aún no han comprendido muchos convencionales es que la cultura, las instituciones y el sentir de un pueblo no son completamente manipulables: la realidad es rebelde, difícil de someter.
*Francisca Echeverría es investigadora de Signos, Universidad de los Andes.