Mientras para algunos la consigna es “abajo el modelo”, para otros el objetivo consiste en “defender el proyecto más exitoso de nuestra historia”. A un año del 18 de octubre las lecturas sobre lo ocurrido son múltiples; la posibilidad de un diagnóstico acabado, difícil, y la necesidad de comprender algo de nuestra crisis, imperiosa.

Es frecuente que la discusión sobre el Chile actual se mueva entre dos polos: por una parte, la idea de que necesitamos más mercado y “libertad” y, por otra, la convicción de que la solución a nuestros problemas es más Estado y “derechos sociales”. Pero esta visión dicotómica es engañosa. Ignora un factor fundamental que han identificado lúcidos pensadores chilenos desde hace décadas y al que quizás no hemos prestado suficiente atención: el modo en que comprendemos el desarrollo. Para esos autores, lo que ha guiado la acción política en nuestra historia reciente ha sido una visión tecnocrática del progreso y esto no ha sido inocuo.

En efecto, la noción de “desarrollo” que perseguimos y que repetimos casi como mantra parece consistir fundamentalmente en alcanzar un cierto estándar en indicadores internacionales, para compararnos con otros países a los que aspiramos a alcanzar. Tenemos la ilusión de que progresar es ser europeos, obtener un buen desempeño en parámetros medibles, y que éstos son fruto directo de los mecanismos de mercado o de la acción estatal. Perseguimos un estándar de vida homogéneo que nos permitiría ser Estocolmo o Melbourne en Vallenar o Puerto Montt. Queremos escapar de América Latina a punta de políticas públicas.

Ahora bien, ¿no hay algo de miopía en la idea de que lo único valioso, lo único que constituye “desarrollo”, son determinados indicadores económicos o resultados educacionales en pruebas estandarizadas? Pedro Morandé ha alertado sobre los riesgos de una noción de progreso planteada de este modo, de espaldas a la identidad cultural de los pueblos, de su modo de vivir. También Mario Góngora detectó ese empeño modernizador que no tiene en cuenta la idiosincrasia local, que intenta partir desde cero y tiende a arrasar con las formas de vida. Es posible reconocer los avances de las últimas décadas y a la vez comprender que, pese a pretender garantizar un cierto nivel de vida a todos, nuestro modo de concebir el desarrollo paradójicamente tiende a ignorar al sujeto real y su forma de vivir y convivir, lo que se presta para revanchismos culturales. Sin ser nostálgicos del Chile de los ’60 -que tenía sus propios problemas, también a partir de una visión tecnocrática del progreso-, estos autores invitan a cuestionarnos la idea de desarrollo que perseguimos como meta nacional. Pensemos, por ejemplo, en las políticas de vivienda que propician el aislamiento de grandes grupos sociales en los márgenes de las ciudades o la pérdida de sus redes de apoyo: difícilmente se concilia esa idea de “solución habitacional” con un auténtico desarrollo humano.

¿Qué tiene que ver esto con el 18 de octubre? Me temo que mucho. Sin perjuicio del nivel de organización que exista tras la violencia, lo que hemos visto también parece responder a este modo de concebir el desarrollo que ha desatendido la realidad social sobre la que se inserta y que no se ha preocupado por preservar las formas de asociación que hacen posible la convivencia democrática. Basta mirar, por ejemplo, la fisonomía de quienes han protagonizado la revuelta: no es difícil encontrar un profundo desarraigo, familias fragmentadas, ausencia de vínculos y de cuestiones comunes en las cuales reconocerse.

¿Quiere decir esto que necesitamos demoler lo construido durante las últimas décadas? En absoluto. Tal vez lo que necesitamos es cambiar el ángulo desde el que pensamos el país, comprender que la batalla no se juega tanto en el trade-off Estado/mercado como en la posibilidad de explorar otra idea de desarrollo, libre de la estrechez de los indicadores técnicos que dejan fuera aspectos importantes de la realidad. Lo anterior nos enfrenta a preguntas incómodas, pero imprescindibles: ¿qué quiere decir realmente “desarrollo humano”? ¿Qué lugar ocupa la persona singular en nuestra vida común? ¿En qué consiste nuestro “vivir juntos”? ¿Cómo debiera ser una política abierta a la realidad cultural del país? Son preguntas difíciles, para las que quizás aún no tenemos respuesta, pero que no podremos esquivar si queremos superar realmente nuestra crisis. Al menos podemos partir por formularlas.

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