Parece que muchos chilenos están creyendo que el país va en un curso inexorable hacia una mediocridad en lo económico social, hacia la polarización política y hacia la violencia, como la mayoría de los países de América Latina. Urge trabajar por corregir esta tendencia. Pero, ¿qué se necesita hacer? Con esa pregunta y algunas primeras propuestas generales terminaba mi última columna. Aquí busco profundizar en esto.

Para escapar de ese camino, considero que necesitamos cinco medidas. Uno, constituir un conglomerado fuerte de partidos políticos de centro, unidos por los propósitos de restituir el diálogo y los acuerdos como modo de convivencia política y de gobernar, el rechazo a la violencia venga de donde venga y la búsqueda de un desarrollo económico con más justicia social. Dos, reformar  el sistema electoral, limitando la perpetuación de dirigentes políticos y parlamentarios en el aparato del Estado y las máquinas para alcanzar y conservar poder en él. Tres, cambiar las formas de conseguir más igualdad económica y social por formas más efectivas y que no impliquen tanto crecimiento del Estado y de programas estatales específicos para múltiples grupos distintos con resultados dudosos y poco evaluados, con un elevado componente de burocracia, rigidez y un contingente de funcionarios públicos trabajando en ellos para conservar sus puestos. Reemplazar eso por un sistema de transferencias directas de ingresos fiscales a cada persona necesitada, ya sea por pobreza extrema, caída inesperada de ingresos por accidentes, enfermedad o vejez. Parte de estas transferencias directas serían pensiones mucho más altas. Tal vez un sistema de impuestos negativos a las personas (o subsidios entregados directamente a cada una), administrados por una especie de SII 2.0, como los surgidos a raíz de la experiencia de la pandemia y el retiro del 10%. Cuarto, perfeccionar sustancialmente los sistemas para evitar la corrupción, empezando por el cierre de esos múltiples programas de gasto público que no cumplen los objetivos que se declararon al crearlos. Y finalmente, conformar una nueva alianza colaborativa pública-privada basada en respeto irrestricto de una competencia honorable y bajo normas realmente transparentes de las transacciones tanto por parte de los agentes públicos como privados. Sanciones penales y ejemplares a los infractores de ambos sectores. Y una búsqueda conjunta activa de restitución de la confianza en los roles del Estado y los empresarios privados.

Sobre la necesidad de un conglomerado de centro, necesitamos hacernos cargo de un fenómeno muy anormal del sistema de gobierno de nuestro país. Cuando en las encuestas se pregunta a las personas si sus opiniones son más cercanas a las definidas como de izquierda o de derecha, una gran mayoría (sobre 60%) se declara que de ni uno ni otro extremo sino que del centro. Cuando se le pregunta lo mismo a los parlamentarios, una pequeña minoría se declara de centro a secas. Tampoco hay partidos que lo hagan. O sea, el centro político tiene votantes (potenciales) pero no tiene partidos que los representen. ¿Por qué? Creo que es en buena medida porque la mayoría de los chilenos no vota y además no saben que la mayoría no vota. En efecto: se dice que Piñera ganó con el 55% de los votos. Sí, de votos emitidos, pero con sólo 27% del electorado. La mitad de éste no ha votado la última década. Con los parlamentarios pasa lo mismo. Entonces con razón se polarizan y bloquean mutuamente las propuestas de la derecha en un período presidencial y de la izquierda en otro. Con Bachelet fue lo mismo: ganó con un menor porcentaje del electorado que Piñera. Urge corregir esto, especialmente con campañas intensivas de educación cívica para que más personas voten responsablemente y con partidos de centro que atraigan a sectores medios a votar por su sector.

Otras necesidades en el ámbito político: mecanismos para dirimir bloqueos y parálisis políticas, como los que nos llevaron a postergar por tanto tiempo la indispensable corrección del sistema de pensiones, por ejemplo mediante plebiscitos. Otra: elecciones generales más distanciadas, tanto de Presidente de la República como de diputados. Por ejemplo, mínimo 5 años con derecho a una y única reelección. Y juntar las tres elecciones: de Presidente, parlamentarios y alcaldes en una sola fecha.

Corregir el  sistema de elección de parlamentarios, y en particular los requisitos para desempeñarse como tal y del número de votos para ser elegidos también parece indispensable. La reforma electoral del ministro Peñailillo se demostró deficiente. Terminamos con un Parlamento menos representativo, más polarizado y menos conducente a un mejor gobierno en su conjunto con el Ejecutivo y el sistema Judicial. Aprovechando un reportaje reciente del diario La Tercera, veo que en última elección de diputados la DC sacó 597.000 votos pero sólo 12 diputados. El Frente Amplio en cambio tuvo apenas más de la mitad de votos (311.000) y eligió el doble de diputados (20). ¿Tanta diferencia? Reviso el PPD y son más votos que el FA (341.00), y menos de la mitad de diputados elegidos (9). Si hubieran sido elegidos con el mismo número de votos que el conjunto de toda lo oposición, esos tres partidos hubieran tenido 19, 10 y 11 diputados, en vez de los 12, 20 y 8 que tienen respectivamente la DC, FA y PPD respectivamente. Como Condorito, “exijo una explicación” y como ciudadano exijo una corrección.

Para limitar la perpetuación de dirigentes, parece indispensable quitar incentivos para que el trabajo político sea una especie de carrera profesional, así como la carrera docente o la militar. La diferencia más perniciosa de la carrera política es que en ésta las personas NO se retiran obligatoriamente a cierta edad, y además NO son transparentes y conocidos los requisitos para ascender. Se asciende a la sombra de padrinos dentro de los partidos políticos, no siempre siquiera conocidos. El resultado es más una oligarquía de caudillos que una democracia de genuinas mayorías.

La primera responsabilidad de quienes deseamos impulsar cambios que nos conduzcan a una economía más justa o equitativa es rehabilitar al Estado como un agente confiable en su capacidad de  producir reformas efectivas y justas. Y para esto necesitamos que quienes asumen como autoridades del Estado lo hagan con una legitimidad incuestionable que últimamente parece haberse perdido. La reforma constitucional la necesitamos para empezar a corregir estas pocas cosas para salir del camino a la mediocridad y a la violencia en que vamos encaminados si no despertamos y nos ponemos a corregir.