En estas vacaciones volví a recorrer Chiloé después de 15 a 20 años. ¡No lo reconocí; qué cambiado está!  Ya no queda casi nada de la vida marítima que lo caracterizaba. Los muelles de muchos pueblos, como Dalcahue (hoy casi ciudades), están desiertos. No llegan más los cientos de lanchas con gente desde las islas a vender sus papas, madera, leña, chanchos, verduras, pescados y mariscos. Tampoco a cargar de vuelta sus sacos con harina y otras mercaderías para sus casas.

Cambió radicalmente el medio de transporte de los chilotes y así su tipo de vida. De lanchas a camionetas, autos y transbordadores. “Extensos tacos en Castro”, era el titular del diario local un día de este verano. Cómo no va a ser así, cuando están pavimentados los caminos hasta los pueblos más pequeños, con sólo10 o 20 casas. Delante de muchas viviendas no sorprende ver dos vehículos: una camioneta para el trabajo y otro más chico que maneja la hija o esposa para ir al trabajo o hacer las compras.

Quien crea que el modelo económico chileno es un completo fracaso, haría bien en dar una vuelta por Chiloé para mirar bien y conversarlo más. Observar, medir y preguntar si ha mejorado la vida de la gente. Contar, por ejemplo, la cantidad de viviendas nuevas, no muy distintas de las de Providencia y Las Condes.

¿Todo ese cambio habría ocurrido sin el actual modelo económico? Probablemente algo, pero ¿cuánto? Tampoco sucedería por casualidad o por el chorreo del enriquecimiento de los millonarios de Santiago ¿Cuánto tendría que ver la política de apertura económica que hizo de Chile un país exportador de alimentos, incluidos ahora los salmones y choritos?  En el visible reemplazo de lanchas por autos, ¿qué influencia tendrían los aranceles bajos para importar vehículos? ¿Y cuánto influirá la magnitud de los fondos destinados por el Estado para pavimentar tantos kilómetros de caminos rurales?  ¿Quién financiaría la construcción de tantas rampas para los transbordadores que atraviesan a las islas cada 10 o 15 minutos?  (Entre paréntesis, los transbordadores son privados y entregan un excelente servicio público – subsidiado para cierta población local. ¿Serían de similar calidad si una ley los obligara a que todos fueran fiscales u operados por una empresa estatal?).

Interesante la experiencia de Chiloé. Tal vez un microcosmos de todo Chile, aunque tal vez con más recursos fiscales por persona. Sorprendente el tamaño y equipamiento de las escuelas públicas y consultorios. La primeras probablemente muy sobredimensionadas en sectores rurales, dado el despoblamiento del campo. Muchas con 7 a 20 estudiantes. Brillan los edificios nuevos de esos servicios, como las Postas, los CESFAM y CECOP. Algunos opinando que reciben buenos servicios de salud (por ejemplo, algunos que encontré  cruzando desde la Isla Lemuy en un furgón que traía a personas para hacerse diálisis a la Isla Grande). Pero otros, como Vicente Bahamondes y su señora en cuyo campito en Aucar acampamos hace más de 40 años, me dice que los edificios son buenos pero la atención “ahí no más”.

Y la moderna industria de salmones y choritos, ¿será una bendición o una maldición, como algunos piensan que es el cobre para Chile entero? Habría que preguntarle a la gente. Percibo que la mayoría de la población local la consideran beneficiosa. Claro que a los que conocimos el encanto del Chiloe rústico de los 70s y hasta los 90s nos parte el corazón ver tantas boyas y jaulas que afean la belleza natural de tantas bahías. También los techos azules inmensos de las bodegas y plantas procesadoras. Pero, ¿será ese motivo suficiente para impedir que se desarrolle esa industria?

El tema de la contaminación ciertamente es muy importante y requiere gran preocupación. Me sorprendió, sin embargo, apreciar que a simple vista parece estar mucho menos contaminado el mar que hace 15 o 20 años atrás. Esto probablemente gracias a la prudente intervención del Estado que prohibió las balsas de plumavit, obliga a las empresas a hacerse cargo de todos sus desechos y a usar tecnologías más limpias. Tal vez en esto también ha influido  la exigencia de los mercados mismos y de los consumidores, así como (espero) la consciencia social de algunos buenos empresarios. El hecho es que las islas se ven más limpias.

La mayoría de la gente local con que conversé agradece los empleos y oportunidades que ofrece la instalación de esas empresas. Incluso encontré personas que retorna a su tierra después de haber emigrado a Magallanes como lo habían hecho  varias generaciones de sus antepasados. Chiloé era tan pobre que miles de chilotes emigraban antes para trabajar de ovejeros en las estancias de la Patagonia o en el carbón de Río Turbio, Argentina (“Nos vamos al turbio”, decían. Parecido a como los haitianos vienen ahora a Chile.

Estas reflexiones están por cierto influenciadas por mi mirada de persona sobre los 70 años. Conversé algo de esto, con una pareja de profesores jóvenes que visitaban Chiloé por primera vez. Me bastó verles la cara de extrañeza cuando les hablaba, para darme cuenta que no tendría cómo explicarles lo que era este lugar en los 70s y 80s, aunque pasara el día conversándoles. Pensé que no era distinto de lo que ocurre con los jóvenes en el país entero a raíz del Estallido Social y las desigualdades.

Así, en estos tiempos en que se pone nuevamente en discusión en Chile el tema de qué modelo económico o estilo de desarrollo consideramos mejor para nuestro país, podríamos aprender mucho estudiando a fondo experiencias regionales como la de Chiloé y algunas otras. Ver las consecuencias que podrían tener algunos de los cambios que se propone al actual modelo. Y sobre todo consultar a la gente a nivel regional de si considera que lo que tenemos hoy presenta tantas deficiencias como se dice. También explicar lo que se pone a riesgo con lo nuevo que se propone. Todo esto con una buena dosis de humildad. No repitamos así la experiencia del Transantiago que tan caro nos ha costado.