El triunfo del NO  de 1988 en Chile admite tantas interpretaciones diferentes como personas lo observen  en distintos momentos. Y son todas legítimas, creo yo.  Pero no dan lo mismo: algunas llevan a un presente de posibilidades y unidad. Otras llevan a más divisiones y confrontación.

 

Ese triunfo, entendido especialmente como una salida pacífica de una dictadura fuerte, fue en buena parte consecuencia de lo poderosa que era (y espero que siga siendo) la tradición democrática chilena y del valor que dan nuestros conciudadanos al cumplimiento de la palabra empeñada (o de lo feo que  consideramos  no cumplirla). Digo esto porque a pesar del intento de Pinochet por mantenerse en el poder, no pudo hacerlo en parte por el peso de esa tradición y de ese valor de la palabra. Cerró el Parlamento, intentó erradicar la política, despidió o encarceló a casi todos los funcionarios del gobierno anterior y buscó transformar por completo la sociedad chilena y perpetuarse en el poder. Pero no lo  logró. Porque para justificar el Golpe, Pinochet tuvo que decir que lo hacía para restituir la democracia. Si la tradición chilena hubiera sido una monarquía, hubiera tenido que decir que lo había tenido que hacer para que volviera el rey. Pero no, tuvo que decir que fue para restablecer la democracia; es decir, la elección libre de presidente y parlamento. Y para eso tenía que redactar una constitución. Lo propuso para varios años más, pero lo tuvo que decir. Y otros le empezaron a preguntar: “¿Y cuándo? ¿Cómo?” Así se hizo preso de sus palabras, que todavía no eran ni siquiera una promesa porque no le ponía fecha.

 

Eso podría haber sido intrascendente en otras partes. Pero en un país como Chile, donde importa la palabra empeñada, no lo era. A partir de esa declaración, inicialmente vaga y lejana, cada vez más personas, periodistas, visitas, embajadores extranjeros y posiblemente algunos de  sus propios ministros seguro que le empezaron a preguntar sobre cómo y cuándo se restablecería la democracia. Hasta que al final tuvo que constituir una comisión redactora de una nueva Constitución. Palabras sacan palabras. Los miembros de esa Comisión también empezaron a recibir preguntas incómodas: ¿Cuándo entregarán su primer borrador? ¿Se  llamará a elecciones? ¿Cómo? Y así sucesivamente. De esa manera se fueron imponiendo los plazos, aunque inicialmente fueran tan lejanos que parecían puestos para no cumplirlos.

 

Aquí aparecen otros rasgos positivos de la sociedad chilena, en los cuales se funda la solidez de nuestra institucionalidad. Pinochet no podía nombrar cualquier persona en esa comisión para redactar la constitución. No podía en Chile nombrar sólo militares o parientes. Tuvo que convocar a un ex Presidente para presidirla. Y éste puede haberle puesto algunas condiciones, como poner una fecha de término para su cometido y otras semejantes. Así se fue llegando a que, con el pasar del tiempo, un grupo suficiente de personas con la intención de terminar la dictadura sin violencia, se encontró un día con que la fecha puesta para decidir la elección democrática (o no) de un Presidente estaba sólo a un par de años de distancia.

 

Entonces, después de no poca discusión y de angustiosos dilemas morales personales (“¿estaré traicionando a mis camaradas asesinados al aceptar normas puestas por el dictador?”), prevaleció al fin la opinión de participar en el plebiscito de Pinochet. Fue una apuesta arriesgada. Al inicio las posibilidades de ganar parecían efímeras. Pero asumimos el desafío y nos aplicamos a trabajar para ganar. Y así se logró.

 

¿Qué aprendemos de esto? Considero que, primero, a no mirar tan en menos la fortaleza que representa haber tenido una tradición democrática tan arraigada desde la Independencia. No quiero despreciar el acento que pone gente de izquierda de que la democracia se recobró gracias a la lucha de sus combatientes y a algunos gestos  heroicos. Pero la historia se mueve por mucho más que eso solamente. Lo segundo es que una sociedad que tiene por tradición que la palabra dada por las personas vale es un gran activo positivo para esa sociedad. Y Chile tiene estas dos grandes fortalezas. Me pregunto, ¿no serán ellas bases para fundar nuestra confianza en que podemos avanzar más rápido hoy para reducir nuestras desigualdades sociales y económicas,  y  para convivir mejor y con más respeto mutuo entre nosotros?

 

FOTO:CRISTOBAL ESCOBAR/AGENCIAUNO