¿Por qué, si los impuestos son tan buenos y necesarios como aducen los socialistas deben ser “impuestos” con la fuerza de la autoridad? Es cierto que en una minoría de países esto no sucede, los impuestos son pagados sin mayor coerción y por lo mismo su falta de cumplimiento sólo implica penas administrativas. Pero esa no es la realidad en el resto del mundo.

Existe una razón fundamental: los impuestos colisionan con un derecho necesario y muy querido para el hombre, el derecho de propiedad, porque implica privar de su dinero a las personas para financiar gastos de los gobernantes con los que en muchos casos no concuerdan. Y como la propiedad es una condición de la libertad – la existencia de la propiedad o la posibilidad de adquirirla, entre otras cosas sobre bienes físicos, nos hace libres respecto de terceros y en especial respecto del gobierno – privarnos de ella ataca directamente el bien más preciado que tenemos los hombres junto con la vida, esto es, nuestra libertad.

Por ello ya desde la antigüedad los recaudadores eran temidos y despreciados, y sólo podían ejercer su tarea con el respaldo de las legiones y las armas. Al irse conformando los estados modernos, la tarea de cobrar impuestos se fue enmarcando dentro de los principios del Estado de Derecho. Así, los inicios de la participación democrática en Inglaterra estuvieron marcados por la firma de la Carta Magna del rey Juan Sin Tierra, en la que se comprometió a no confiscar los bienes de la nobleza ni al cobro de tasas sin el consentimiento del Consejo del Reino. Este documento más tarde se plasmaría en el lema “No taxation without Representation” – no hay impuestos sin representación de los que los pagan – esgrimido por las Trece Colonias a las autoridades británicas basado en las ideas del Bill of Rights, y luego del precedente del Motín del Té (Boston Tea Party), en el que se lanzó al mar un cargamento de té como protesta de los colonos americanos contra Gran Bretaña, no por la aprobación del Acta del Té que gravaba la importación de distintos productos, sino porque se había hecho sin su aprobación.

Esta tradición fue reforzada por autores como Locke y Montesquieu y aplicada en Estados Unidos con extraordinario éxito, especialmente para mejorar las condiciones de vida de los más necesitados. Fue también seguida en estas latitudes aunque desgraciadamente sólo por un corto período de tiempo. En efecto, en el primer cuarto del siglo XIX las repúblicas latinoamericanas partieron de una visión liberal y democrática de las relaciones de poder. El triunfo contra España era la victoria contra el mercantilismo, el fin de los monopolios y la apoteosis del mercado. En aquellos años fundacionales las elites criollas progresistas, que fueron las que organizaron la revolución contra España, en el terreno económico defendían las ideas de Jacques Turgot y Adam Smith, mientras los reaccionarios se aferraban al mercantilismo típico de las monarquías absolutistas, perfilado en la Francia del siglo XVII por Jean Baptiste Colbert, ministro de Finanzas de Luis XIV, cargo que entonces tenía el más exacto nombre de controlador general. De la misma forma que los estadounidenses pocos años antes de la insurrección contra Inglaterra protestaron contra los impuestos abusivos con rebeliones y actos de desobediencia como la famosa revuelta del té en la Bahía de Boston en 1773, los cubanos en 1720 se insubordinaron en defensa del libre comercio y contra el monopolio del tabaco impuesto por la Corona española, los comuneros paraguayos lo hicieron poco después, y los comuneros colombianos algunas décadas más tarde. En realidad, todos estos episodios del siglo XVIII en demanda de comercio libre y la eliminación de privilegios, aplastados a sangre y fuego por las autoridades coloniales españolas, sirvieron como acicate a las luchas emancipadoras del siglo XIX.

Mucho más tarde comenzaron graves desvíos de los valores y principios señalados permitiendo que el gobierno se engrosara a niveles inauditos, y para financiar los consecuentes gastos públicos astronómicos se recurriera a presiones impositivas insoportables, a métodos que atacan principios centenarios de legitimidad y regulaciones asfixiantes, cuando no a robos legales llamados inflación. En este contexto el cobro de impuestos avanza por el otro extremo, tratando de escurrirse de los principios del Estado de Derecho. La autoridad tributaria, incluso de jerarquía administrativa menor, tiene amplias facultades de interpretación de las leyes que tienden a ser generales y confusas, lo que quita la certeza jurídica que debe imperar en las obligaciones del ciudadano. No pocas veces, incluso, estas interpretaciones son retroactivas, haciendo aún más efímera la neutralidad y predictibilidad de la norma. Se imponen los usos, ya no sólo de las multas y penas pecuniarias, sino de las amenazas a la libertad. Se cae con facilidad en que el fin justifica los medios y se atropellan en aras de una mayor recaudación, derechos tan elementales como el de la privacidad y la presunción de inocencia, o se acepta el delito de parte de un gobierno, como en el caso de un robo de bases de datos bancarias, con tal de poder inculpar a terceros y recaudar algo más.

Este avasallamiento de los derechos de los ciudadanos marca una tendencia que ocurre, pero no es privativa, de Chile. Incluso Estados Unidos aunque más tardíamente también se ha deslizado por la misma pendiente. Sabemos que los gobiernos socialistas abusan de sus ciudadanos, pero menos conocido es el hecho que estos gobiernos pretenden actuar bajo el imperio de la ley y que a la gente la castigan por haber cometido supuestos delitos. Suelen promulgar miles de nuevas leyes y regulaciones cubriendo casi toda actividad humana; regulaciones de tal complejidad que nadie puede saber si está faltando a una de ellas; cualquiera puede ser encontrado culpable de algo demoliéndose principios básicos del Estado de Derecho. En Estados Unidos las reglas del impuesto sobre la renta sobrepasan las 10 mil páginas. Millones de individuos y empresas que tienen la mejor intención de cumplir con la ley pueden ser atacados por un agente fiscal por interpretar una ley o regulación de manera diferente a la suya. Cualquiera puede ser multado y hasta encarcelado, dependiendo del carácter vengativo de los funcionarios que le toquen. Que la ignorancia de las leyes no es excusa de su incumplimiento era algo muy razonable cuando Moisés bajó de la montaña con las Tablas de la Ley de 10 Mandamientos pero no la maraña que ni sus autores se molestan en comprender. Jefferson ya había advertido que «Cuando el gobierno teme a la gente hay libertad y cuando la gente teme al gobierno hay tiranía». Pareciera que por ese sendero resbaladizo nos deslizamos.

Las razones de la destrucción de los gobiernos de los principios más básicos del Estado de Derecho en pos de una mayor recaudación – aún sabiendo que lleva implícita el germen de la destrucción de la sociedad – son básicamente dos. La primera es la avidez creciente de recursos de parte de los gobiernos, incapaces de hacer la tarea que los individuos hacen todos los días, esto es, tratar de lograr más con menos y priorizar en función de recursos escasos. Pero quizás lo más importante es que los propios gobiernos, conocedores del rechazo que muchas de sus acciones generan, han diseñado sistemas de impuestos que les permite ocultar lo que cobran y lo que cuestan, disfrazando su accionar del ciudadano común y escondiéndose detrás de instituciones como las empresas a las que transforma en sus recaudadores forzosos, alejándolas de los fines para los que fueron creadas e incluso entorpeciendo esta tarea. No es casual que en Chile se prohíba a las empresas informar el monto del impuesto que el comprador paga en el precio final de un producto y que una consecuencia de ello sea que las personas mayoritariamente crean que no pagan impuestos.

Sin embargo, ninguna necesidad fiscal ni maquiavélica razón de estado debiera ser superior a los avances conseguidos por el hombre sobre el poder totalitario de déspotas y tiranos. La mayor parte de la vida, la humanidad estuvo sometida a una constante transgresión de los derechos individuales a causa del interés de unos pocos que detentaban el poder e imponían fuerza y tributos especiales para establecer su dominación. No fue sino hasta el siglo XVIII que quedaron firmes los principios básicos de respeto de la dignidad del hombre de parte de los gobernantes. Entre ellos, y en relación con los tributos, tres cobran relevancia especial porque están siendo horadados, parafraseando a Ovidio, como la gota a la piedra, pero en este caso tanto por su fuerza como por su constancia.

Un primer principio es el de la autonomía de los países. Así como son elementos esenciales del balance político la división, descentralización y desconcentración del poder hacia distintos organismos y niveles de gobierno, es igualmente importante que existan opciones de países como destino para un futuro mejor. No hay en estos días ejemplos más contundentes de la importancia de contar con alternativas que las trágicas fotos de los refugiados de Siria y Eritrea en las costas europeas. Pero ese mismo reclamo que se hace a Europa de recibir refugiados es el que se olvida cuando se atacan los mal llamados “paraísos fiscales”. Un límite fundamental al poder del gobierno es la movilidad dada por la posibilidad de elegir una jurisdicción de residencia incentivada por mejores servicios o por mejores sistemas tributarios. La competencia fiscal, que es lo que fomentan los mal llamados paraísos fiscales, permite disciplinar a los gobiernos cuya tendencia es cobrar mucho y de manera oculta.

Cuando se aduce que por vía de la existencia de países con bajo nivel impositivo se llegaría a un nivel impositivo con tendencia a cero, o se está engañando a la gente o no se han estudiado los números. Suiza es el país que más competencia fiscal presenta, con cantones que cobran desde 11% al 33% de impuesto a la renta personal. Sin embargo existe hace más de 700 años, goza de una estabilidad política y fiscal envidiable y la gente de un nivel de vida casi único en el mundo.

La razón principal para combatir la existencia de los paraísos tributarios es que los gobiernos no quieren enfrentar a sus ciudadanos y cambiar la estructura tributaria, básicamente moderar el impuesto a la renta a los capitales móviles que operan a nivel global, porque quieren seguir escondiéndose detrás de las empresas y que ellas pongan la cara en su lugar. Anular la soberanía tributaria de los países puede ser la excusa perfecta para intentar seguir engañando a los contribuyentes y decir que son otros los que pagan. ¿Por qué no aumentar el IVA en sus propios países o a la propiedad o cualquier otro impuesto alternativo? Se empeñan en atacar el impuesto a la renta porque es el tributo en el que no deben poner la cara y logran vender la idea que unos pocos pagan el gasto de muchos.

En este clima de populismo tributario y dogmatismo intervencionista, se traduce tax haven como paraíso fiscal cuando significa refugio fiscal. Como el propio término indica, la principal misión de estas demarcaciones es ofrecer otra opción a los contribuyentes. Paradójicamente estos países no sólo atraen a los inversores por su régimen fiscal sino que también ofrecen una combinación de estabilidad política, seguridad legal y calidad de servicio que los hace altamente atractivos.

A menudo estos lugares se nos presentan como pequeñas naciones en las que la ilegalidad está a la orden del día. Nada más lejos de la realidad. Muchos de estos países tienen un nivel de vida y un grado de desarrollo humano idéntico o superior al de los países de la OCDE. Este grado de desarrollo se debe principalmente a una política económica liberal, basada en pilares como el respeto a la propiedad privada, el gobierno reducido, la justicia eficaz y la facilidad para emprender. Los escépticos no necesitan irse fuera de Europa para comprobarlo. Mónaco, Suiza, Luxemburgo, Andorra o Liechtenstein están en la lista. O las Islas Caimán, que es el territorio con mejor nivel de vida de toda la región Caribe.

Otro principio de derecho que los gobiernos se están pasando a llevar en aras de recaudar más a cualquier precio es el expresado por la frase latina Nullum crimen, nulla poena sine praevia lege, que se traduce como «Ningún delito, ninguna pena sin ley previa», utilizada en derecho penal para expresar el principio que para que una conducta sea calificada como delito, debe estar establecida como tal y con anterioridad a la realización de esa conducta y para que una pena pueda ser impuesta sobre el actor en un caso determinado es necesario que la legislación vigente la establezca como sanción al delito cometido. Hoy en cambio nos estamos acostumbrando a confundir evasión fiscal con la elusión fiscal y aceptamos que se castigue sin que exista delito previamente tipificado. Olvidamos que mientras que la evasión hace referencia a un acto ilegal, la elusión es compatible con las leyes vigentes. Hablar de elusión fiscal es cumplir la ley considerando los efectos tributarios de hacerlo. Es el equivalente en el tránsito a dar una vuelta más larga para evitar un semáforo rojo. Que la autoridad pretenda castigarnos por usar un recurso fiscal legal es como pretender que paremos en una esquina que no tiene semáforo ni señal de pare y si no lo hacemos sacarnos por ello una multa. Si quiere que paremos, entonces debe aprobar la colocación del semáforo o de la señal de tránsito. Una mera expresión de deseo o el uso de la fuerza sin la ley que lo respalde es abuso de poder.

Pero quizás no exista un principio que nos sea más querido en lo personal – y que está siendo atacado por la autoridad con tremenda fuerza – que el derecho a nuestra privacidad. Como escribiera hace pocos días José Joaquín Brunner en el Foro Líbero, “Construimos nuestra biografía, nuestra identidad y nuestra conciencia guardando para nosotros una parte de lo que pensamos, soñamos, hacemos. No decimos al otro, por próximo que esté a nosotros, todo lo que de él o ella sentimos, sabemos o intuimos…”. Si así obramos con quien tenemos más cerca, ¿qué decir del pudor que sentimos de revelar información a terceros desconocidos que, además, pueden usar datos de nuestra vida privada contra nosotros mismos? De esto hablamos cuando hablamos de secreto bancario. No es casual que según el Financial Secrecy Index la demarcación que trata los datos financieros de sus inversores con más celo es el pequeño estado de Delaware, en EEUU, seguido de Londres y Luxemburgo. Son jurisdicciones serias. ¿Será que merece la pena proteger el secreto bancario? Cada vez que realizamos una operación financiera confiamos a las entidades involucradas una serie de datos personales que, por razones de seguridad, privacidad, discreción, prudencia, no queremos publicar. Pero sobre todo el secreto bancario ayuda a protegernos de los excesos gubernamentales. Contrario sensu en no pocos casos cabría argumentar que, lejos de ser instituciones transparentes y abiertas, gran parte de los gobiernos se caracterizan por su opacidad, por lo que la legitimidad de estos argumentos es, al menos, cuestionable. De hecho, parece más razonable que la petición de transparencia y rendición de cuentas se aplique a los gobiernos antes que a los hombres.

No se trata de proteger criminales. La mayoría de los refugios fiscales han suscrito todo tipo de acuerdos con los gobiernos occidentales para compartir cierta información – incluso de sus propios ciudadanos – en casos judiciales extremos (terrorismo, drogas, tráfico de personas) siempre que se respeten principios básicos del estado de derecho (debida defensa en juicio, juez ajeno al proceso, ley previa al hecho de la condena). Sin embargo, exigir que se suspenda el secreto bancario no solamente resulta imperialista y agresivo para países soberanos que han escrito lo contrario, sino que también anula otro mecanismo de limitación del poder, abriendo las puertas a un Gran Hermano estatal que controlaría aún más la privacidad de las personas.

Finalmente la existencia de jurisdicciones autónomas que todavía respetan principios de legalidad y privacidad en materia tributaria resulta un mecanismo de escape frente a gobiernos tiránicos. Un buen ejemplo lo tenemos en Latinoamérica, donde Panamá sirve de refugio a contribuyentes venezolanos o ecuatorianos que necesitan protegerse ante los abusos contra la propiedad de los gobiernos del socialismo del siglo XXI y una situación similar ocurre en Uruguay, donde miles de contribuyentes argentinos han depositado desde hace décadas sus ahorros como medida defensiva ante los excesos habituales de la casta peronista.

Desde el punto de vista de la discusión de políticas públicas es siempre enriquecedor ir más allá de la corriente. Por ello deberíamos cuidarnos de caer en lo políticamente correcto y considerar, sin más, que todo vale para cobrar impuestos. Los socialistas, en particular los de inclinación más totalitaria, han logrado imponer en un amplio sector de nuestra sociedad que es moralmente bueno que el gobierno cobre impuestos a cualquier costo y costa. Sin embargo, quienes entendemos que el ejercicio de la libertad lleva a dar lo mejor de cada uno y que el individuo que voluntariamente se acoge a unas normas colectivas para el gobierno de las cosas debe permanecer inalterablemente individual, creemos que lo verdaderamente moral es defender los principios de autonomía, legalidad y privacidad de las personas y de los países que con tanto tiempo, esfuerzo y sangre logramos conseguir.

Abogado, máster en Economía y Ciencias Políticas

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