Dividamos lo que se conoce como “estallido social” en dos “estallidos” distintos: a) el estallido delincuencial anárquico del 18 de octubre del 2019; y b) la súbita irrupción de un descontento social manifestado masiva y pacíficamente el 25 de octubre y en fechas posteriores. Me concentro en lo segundo, y me referiré a ello como “irrupción de descontento social”. 

El objetivo de esta nota es intentar un desafío un tanto ambicioso. A sabiendas que fenómenos sociales como  la “irrupción de descontento social” son fenómenos complejos y, como tal, multicausales, ¿se puede determinar una “causa principal subyacente” en el caso de Chile? Mi respuesta es afirmativa. La construyo por descarte.

La «particularidad» de Chile

Primera reflexión. Si la discriminación socio-económica, cultural y de género, los abusos de autoridad y aquellos derivados de las colusiones entre empresas privadas, la percepción de insuficiente transparencia en los poderes públicos, el desprestigio de las instituciones (incluido los partidos políticos) y las bajas pensiones fueran las causas principales de la “irrupción de descontento social” en Chile, ¿por qué no hay tales “irrupciones” en un sinnúmero de países que comparten tales características, tanto en países en desarrollo como desarrollados? ¿Qué tiene de particular  Chile que hizo que su población reaccione de forma diferente que lo que lo haría la población de otros países sometidas a idénticos estímulos negativos? ¿No será, más bien, que tales estímulos negativos no conforman las causas principales de la irrupción del descontento social en Chile? Me inclino por esto último.

¿Una modernización fracasada?

Segunda reflexión. El proceso de modernización capitalista iniciado en Chile a fines de la década de los años ochenta del siglo XX y consolidado desde el retorno a la democracia (con el expresidente Patricio Aylwin) generó un progreso económico y social inédito en la historia de América Latina, que se tradujo en un mejoramiento de los niveles de consumo para toda la población. En términos de pobreza, esta se redujo (medida bajo metodología actual: pobreza multidimensional) desde 68,5% en 1990 a 8,6% en 2017. Es decir, ¡60 puntos porcentuales en 28 años! Salvo el de China, desconozco un caso tan impresionante de reducción en la pobreza. Alrededor del 70% de dicha enorme reducción de la pobreza se explica por el crecimiento económico, y el 30% restante por los efectos de políticas sociales focalizadas. El ingreso per cápita de Chile se multiplicó 4,2 veces entre 1990 y 2018. A lo anterior habría que agregar una serie de reformas y políticas sectoriales sumamente importantes que también contribuyeron a cambiarle el rostro a Chile en las últimas décadas. Entre estas cabe mencionar la Reforma Procesal Penal en el ámbito de la justicia (ex ministra Soledad Alvear), el Plan Auge en el ámbito de la salud pública, la creación del Servicio Nacional del Consumidor y del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, la política de colaboración público-privada que mejoró notablemente la infraestructura de carreteras y autopistas en Chile, así como la expansión de la red del metro en la Región Metropolitana, la reforma estructural en materia de regulaciones e incentivos en el sector energético (exministro Máximo Pacheco) aunado al significativo crecimiento en la producción de energías renovables no convencionales en Chile; por citar algunas. Durante todo dicho período se mantuvo una estrategia de desarrollo cimentada en una economía social de mercado, crecientemente abierta al comercio internacional.

¿Es esta una modernización capitalista fracasada? Por mucho que durante este período se hayan cometido errores –por omisión o por acción– es evidente que el balance es tremendamente positivo. Es un legado que merece ser reconocido y defendido. De esas tres décadas, 24 años fueron gobiernos de la centro izquierda: la coalición política más estable y exitosa de la historia de Chile.

Resulta patético que (la mayoría de) los mismos que participaron de dicha coalición política hayan ocultado o renegado de tales logros económicos, sociales e institucionales. Esto dejó en perplejidad a la nueva generación que desconocía el punto de partida de la modernización capitalista. Dicho estado de suspensión temporal de juicio informado y reflexivo fue  aprovechado por el PC y el FA para instalar una retórica anti-Concertación -que asimilaron a anti neoliberal-. Lograron instalar, así, una matriz de opinión pública repleta de mitos y falacias que, junto con invisibilizar los aspectos positivos  anteriormente señalados de los últimos 30 años, culpó al “neoliberalismo” de la Concertación de todos los males de Chile y, por supuesto, de la irrupción del descontento social en Chile.

Se generó, así, una profecía autocumplida. El sociólogo Robert K. Merton la define así: “La profecía que se autorrealiza es, al principio, una definición «falsa» de la situación, que despierta un nuevo comportamiento que hace que la falsa concepción original de la situación se vuelva «verdadera»”. Pero dicha profecía autocumplida permeó más bien a una élite. La multiplicidad de causas individuales e identitarias manifestadas el 25 de octubre (y fechas posteriores) así lo indica. De modo que si bien dicho autoengaño colectivo hábilmente inducido explica, en parte, el descontento social manifestado en octubre del 2019, no creo que pueda sindicarse como la “causa principal subyacente” a dicha irrupción de descontento social.

El problema de la desigualdad

Tercera reflexión. Rol de la desigualdad absoluta generacionalmente focalizada. Se ha hablado mucho acerca de un presumible  incremento en  la desigualdad de ingresos en Chile. Si ello se coteja con el comportamiento del índice de Gini en los últimos 30 años, dicha presunción se invalida: entre 1990  y 2020 este índice bajó desde 57,2 a 44,9. Sin embargo, ese indicador de desigualdad tiene dos limitaciones para el tema que nos ocupa. Por una parte, la “irrupción de descontento social” en Chile fue un descontento generacional, concentrado fundamentalmente en aquellos que nacieron a partir de mediados de la década de los ochenta. Y el índice de Gini es un indicador agregado, no focalizado en un grupo etario en particular. Por otra parte, dicho índice mide la desigualdad relativa, no la desigualdad absoluta. La desigualdad relativa permanece constante entre dos puntos del tiempo si el ingreso de todos los segmentos poblacionales crece en igual proporción: por ejemplo, al doble. Pero en ese mismo ejemplo la desigualdad absoluta –es decir, las brechas de ingreso– crece al doble. El comportamiento de la distribución absoluta del ingreso resulta crucial para entender las percepciones individuales comparativas de bienestar -presente y potencialmente alcanzable- entre distintos deciles de ingreso. Y tales percepciones individuales son particularmente importantes para explicar fenómenos políticos y sociales como los ocurridos en Chile. 

¿Qué pasó con la desigualdad absoluta al interior de este grupo etario en Chile? Se incrementó, ostensiblemente y en forma asimétrica. ¿Por qué? ¿En qué se tradujo?   

Expectativas que no se cumplen

Reflexión final. La justificada frustración de expectativas asociadas al rol de la meritocracia. En los últimos 33 años la matrícula total en educación superior en Chile se multiplicó por seis: difícil encontrar otro caso semejante en el mundo. El grueso de dicho incremento se concentró en instituciones de educación superior privadas. Alrededor del 80% de los egresados durante este período correspondió a personas que fueron primera generación en sus familias con educación superior. Surgió, así, una nueva clase media emergente, más ilustrada que las generaciones anteriores. Pero en Chile hay una alta correlación entre nivel socio económico de la familia y calidad de la educación media que reciben sus hijos(as), y entre ello y el rendimiento en las pruebas de selección estandarizadas para ingresar a la educación superior. A su vez, esto último determina -en buena medida– el acceso al grado de calidad académica de la educación superior a recibir.

Para “emparejar la cancha” a nivel de la educación superior se requería reducir significativamente la asimetría de calidad académica entre las instituciones de educación superior. Sin embargo, la clase política cometió un craso error de política pública (lo cual no tiene nada que ver con el modelo de desarrollo chileno): no se preocupó lo debido a objeto  de reducir la ostensible asimetría de calidad entre las instituciones de educación superior chilenas (más bien se preocupó por el tema del “lucro”). En efecto, el sistema de acreditación, sin supervisión alguna (la Superintendencia de Educación Superior se creó recién el 2018), resultó ser un fiasco: lejos de reducir dicha tremenda asimetría de calidad generó incentivos para incrementarla.

El mercado laboral internalizó tales asimetrías de calidad entre estos cientos de miles de jóvenes egresados de las instituciones de educación superior (IES). ¿En qué se tradujo aquello? En impresionantes asimetrías salariales entre dos grupos de jóvenes: por un lado, aquellos egresados de buenas IES (20%) y, por otro, el 80% restante que eran primera generación con educación superior y que tuvieron acceso a IES de inferior calidad.

No pretendo herir susceptibilidades identificando con nombre y apellido las respectivas IES. Pero la información es pública. Considere el lector dos grupos de universidades . Distinga entre ambos grupos sobre la base a diferencias de al menos 180 puntos en puntajes de corte para el ingreso a idénticas carreras. Y compare los sueldos de sus respectivos egresados (al primer año, y al cabo de cuatro años) para diferentes años dentro del período 2010- 2018. ¿Qué encontrará? Diferencias de sueldo entre 60 y 100% (o más) dependiendo de la carrera y el año. En algunos casos los egresados de las universidades de menor calidad tuvieron sueldos no significativamente mayores al sueldo mínimo vigente, quedando en una situación económica precaria, expuesta a retornar a la pobreza. Conclusión similar se obtiene considerando los egresados de la educación técnica, comparando las mejores instituciones (DUOC e INACAP) con el resto de institutos  privados de formación técnica. No es de extrañar, entonces, los bajos salarios promedios de gran parte de la nueva clase media emergente. Por añadidura, el grueso del CAE se concentró en este 80% de jóvenes que terminaron con salarios sustancialmente menores que sus congéneres de generación. Lo cual les redujo aún más sus perfiles de consumo futuro.   

¿Qué implicó esta significativa asimetría de ingresos entre estos dos grupos de jóvenes? La asimetría de oportunidades de bienestar futuro se acrecentó al interior de aquellos(as) con educación superior entre los(as) que fueron primera generación en sus familias con títulos profesionales y técnicos versus el resto, que tuvo acceso a IES de mejor calidad. Cientos de miles de jóvenes con títulos universitarios o técnicos obtenidos durante el período 2010-2018 vieron frustradas sus expectativas de un salto cualitativo en estándares de consumo y bienestar (para ellos y sus padres). Se sintieron engañados por la promesa incumplida del rol de la meritocracia; desilusionados (y algo enrabiados) al constatar  las ostensibles asimetrías de oportunidades futuras entre ellos y el 20% que tuvo acceso a “idénticos” títulos en IES de mayor calidad académica. 

Este fenómeno fue pasado por alto por  las élites pues sus hijos (as) no pasaron por esta experiencia. Esta es, a mi juicio, la causa principal subyacente a la irrupción de descontento social acaecida en Chile. 

Resulta  fundamental tomar conciencia de esto para que no se vuelva a repetir el problema en el futuro. Requiere de una política pública  focalizada en reducir significativamente  la dispersión de calidad académica entre las IES chilenas, internalizando en los perfiles de ingreso a las distintas carreras y programas las asimetrías de preparación en los alumnos. Ello requerirá estándares de acreditación bastante más exigentes que los actuales, aunado a una mayor fiscalización de la Superintendencia de Educación Superior en el ámbito académico, en estrecha coordinación con la Comisión Nacional de Acreditación.

*Hugo Mena K. es PhD Economía, y profesor de la Universidad San Sebastián.

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1 comentario

  1. En síntesis.
    Si generas un «transantiago » en la educación superior y, simultáneamente, le transmites a los jóvenes (i) que no es un transantiago, (ii) las ventajas que tendrán por subirse al carro en términos de movilidad socio-económica y (iii) se lo confirmas ayudándoles a subirse al carro (CAE) , es , simultáneamente, una irresponsabilidad política del tamaño de una catedral y una fuente de frustración para cientos de miles de jóvenes.
    Si usted fuese alguno de estos cientos de miles de jóvenes engañados durante las últimas dos décadas ¿no estaría frustrado? Y si usted fuese la madre o el padre de uno de estos jóvenes que fueron primera generación en su familia con estudios superiores, y usted tenía la esperanza de que su hijo o hija iba a poder contribuir económicamente a sus gastos familiares, ¿no estaría frustrado?

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