La irrupción de la pandemia de coronavirus le ha dado nueva vida al debate más persistente de los últimos doscientos años, aquel sobre el futuro del capitalismo. Esto se ha repetido cada vez que las sociedades modernas basadas en economías abiertas de mercado han enfrentado grandes conmociones, e incluso las predicciones sobre la inevitable desaparición del capitalismo no han faltado. Las voces que se han hecho escuchar han sido muchas y van desde destacados filósofos, historiadores y economistas hasta importantes líderes políticos, intelectuales públicos de gran peso y connotados activistas de las más variadas causas. El arco de los planteamientos cubre un amplio espectro que abarca desde posiciones libertarias hasta propuestas neocomunistas. Esta gran diversidad de protagonistas y puntos de vista hace difícil la tarea de brindar un panorama relativamente satisfactorio del debate en curso. El intento que aquí se realiza no pretende ser más que una primera aproximación al tema, una guía de lectura que se concentra en protagonistas que, casi sin excepción, se mueven dentro del ámbito de la cultura occidental.

Punto de inflexión

Más allá de las diferencias que separan los puntos de vista que presentaremos a continuación existe una consideración que casi todos comparten: sostener que estamos en presencia de un punto de inflexión en la historia contemporánea, un antes y un después que abre posibilidades inéditas y nos pone ante disyuntivas dramáticas. Esto le da un cierto tono apocalíptico a la discusión, donde distopías y utopías se contraponen drásticamente y la humanidad estaría enfrentando un momento decisivo que vendría a marcar de manera indeleble su futuro. Por ello mismo, los llamados a tomar posición y actuar son a menudo apremiantes. No se trata, en suma, de una sobria discusión académica, por más que muchos académicos participen en ella, sino de un gran debate político donde los matices tienden a desaparecer y las alternativas se presentan como contrapuestos absolutos: “comunismo o barbarie” (Slavoj Žižek), “vigilancia totalitaria o empoderamiento ciudadano” (Yuval Harari), “capitalismo del desastre o New Deal verde” (Naomi Klein), “ruina o revolución” (John Bellamy Foster), para sólo dar algunos ejemplos de un debate que tiende a tener la exaltación propia de tiempos dramáticos.

Para algunos, la irrupción del virus es incluso vista como una especie de deus ex machina que interviene providencialmente para abrir la posibilidad de salvarnos de la catástrofe inminente a la que estaría conduciendo el orden capitalista imperante. Una expresión paradigmática de esta irrupción salvífica de la pandemia nos la da Muhammad Yunus, Premio Nobel de la Paz en 2006:

“El mundo prepandémico estaba lleno de disputas y amenazas de colapso. Hasta que el Covid-19 se dio a conocer, estábamos literalmente contando los días antes de que todo el planeta se hiciese no apto para la existencia humana debido a la catástrofe climática, estábamos ante una amenaza seria de desempleo masivo creada por la inteligencia artificial y la concentración de la riqueza estaba alcanzando niveles explosivos (…) El coronavirus cambió abruptamente el contexto y el balance del mundo. Ha abierto posibilidades audaces que nunca antes habían existido. De pronto, estamos en la tabula rasa, la hoja en blanco (…) Si fallamos en nuestra respuesta a esta crisis y desaprovechamos la oportunidad, estaríamos yendo hacia una calamidad muchas veces peor que la que ha traído el coronavirus.” (Yunus 2020)

Frank Snowden, profesor emérito de la Universidad de Yale y autor de Epidemias y sociedad (2019), propone una visión que se acerca a la de Yunus. En una entrevista reciente dice lo siguiente:

“Creo que las enfermedades epidémicas llevan a los seres humanos a una encrucijada, donde se deben tomar decisiones. Y creo que eso es lo que está sucediendo en este momento (…) La crisis puede persuadir a la gente de que se puede imaginar y crear un mundo diferente, urgentemente. Y que se pueden reimaginar nuestros vínculos de una manera que sean más saludables, más igualitarios, y también que nos puede hacer salvar el planeta. Eso me parece un proyecto emocionante. Y con mucho gusto quisiera ser parte de ese tipo de proyecto.” (Snowden 2020)

Otros, como Steve LeVine (2020), profesor de la Universidad de Georgetown, y Paul Mason (2020), prolífico escritor de orientación socialista, han explorado la idea de un punto de inflexión haciendo un paralelo con la evolución de Europa Occidental a partir de la peste negra de mediados del siglo XIV. Como se sabe, la brusca alteración demográfica que aquella peste causó fue un importante desencadenante del ocaso del sistema feudal, basado en la servidumbre de la gleba, y el sucesivo surgimiento del capitalismo moderno, basado en el trabajo libre asalariado. No fue nada inmediato, pero su significación para el surgimiento de la modernidad y su visión del mundo es innegable. Según estos autores, estaríamos hoy iniciando un proceso similar.

Para otros autores, como argumenta el conocido historiador Niall Ferguson (2020) en torno al repliegue de la globalización, el coronavirus no sería en sí mismo el punto de inflexión, sino un acelerador decisivo de tendencias ya en marcha. Sin embargo, lo importante es que ya sea como catalizador o como desencadenante, la irrupción del Covid-19 es vista como un cambio de época, un turning point decisivo del cual surgirá un mundo diferente al que conocíamos.

El fin del capitalismo

Como nos lo recuerda el reciente libro del politólogo italiano Francesco Boldizzoni Prediciendo el fin del capitalismo: Desventuras intelectuales desde Karl Marx (2020), las profecías sobre el fin del capitalismo son tan antiguas como el capitalismo mismo y a pesar de que hasta ahora ninguna se ha cumplido, seguimos empecinados en buscar augurios de su final inminente. Y estas profecías han provenido incluso de algunos de los partidarios más entusiastas del sistema capitalista. Recordemos, como ejemplo, la tajante respuesta de Joseph Schumpeter en Capitalismo, socialismo y democracia a la pregunta “¿Puede sobrevivir el capitalismo?”: “No, no pienso que pueda” (Schumpeter 2003:61).

Por ello no es de extrañar que en estos tiempos de pandemia global se haya reactivado esta suerte de predicciones. La diferencia es que hoy son pocos los que hablan con la certeza determinista de un Marx o un Schumpeter. Lo que predomina son perspectivas que ven el fin del capitalismo como una opción, y no como una “necesidad histórica”, en el marco de una disyuntiva radical entre la perpetuación de un orden capitalista cada vez más destructivo y su superación.

Uno de los primeros intelectuales públicos que encendió el actual debate sobre el futuro del capitalismo fue el filósofo y crítico cultural esloveno Slavoj Žižek. A mediados de febrero declaró en una columna titulada El fin del mundo tal como lo conocemos que una de las víctimas del coronavirus sería el capitalismo. Usando como imagen la escena final de la película de Quentin Tarantino Kill Bill 2 planteó que el virus le había asestado una serie de golpes letales de efecto retardado al capitalismo y agregó, y esto fue lo que causó más escándalo, que ello podría dar paso al advenimiento de un “comunismo reinventado”:

“El coronavirus también nos obligará a reinventar un comunismo basado en la confianza en el pueblo y la ciencia (…) ¿No indica todo esto con claridad la necesidad urgente de una reorganización de la economía mundial que ya no estará a merced de los mecanismos de mercado? No estamos por supuesto hablando aquí de un comunismo a la vieja usanza, sino de algún tipo de organización mundial que pueda controlar y regular la economía, así como limitar la soberanía de los Estados-nación cuando sea necesario.” (Žižek 2020)

En marzo volvió sobre el tema, pero ahora planteándolo como una opción entre un sistema capitalista brutal, donde sólo los más aptos sobrevivirían, y el comunismo reinventado (Žižek 2020a). Poco después, en una columna titulada Barbarie con rostro humano, le quitó todo aire utópico-romántico a su propuesta comunista:

“No es una visión comunista utópica, es un comunismo impuesto por las necesidades de la mera supervivencia. Es, por desgracia, una versión de lo que en la Unión Soviética en 1918 se llamó ‘comunismo de guerra’.” (Žižek 2020b)

Finalmente, en el capítulo titulado “Comunismo o barbarie, ¡así de simple!” de su libro ¡Pandemia! El Covid-19 sacude al mundo resume su propuesta comunista con tonos bastante grises:

“Aquí es donde entra en juego mi noción de ‘comunismo’ (…) No es una visión de un futuro brillante, sino más bien de un ‘comunismo del desastre’ como antídoto del capitalismo del desastre.” (Žižek 2020c)

Se trata, en resumen, de contraponer dos distopías y elegir la menos mala. Esta forma de plantear las cosas distingue a Žižek del resto de los proponentes del fin o superación del capitalismo, ya sea como necesidad o, sobre todo, como opción. El ejemplo de Naomi Klein es ilustrativo al respecto, contraponiendo de manera extrema la utopía postcapitalista a la distopía capitalista. Como se sabe, la activista canadiense y autora de bestsellers como No Logo (1999) y La doctrina de shock (2007) desarrolla en este último libro la tesis de que el capitalismo contemporáneo impone sus políticas depredadoras utilizando la manipulación de situaciones de gran conmoción o shock colectivo, como las causadas por guerras, colapsos económicos, desastres naturales o ataques terroristas. Esta es la esencia de la “doctrina de shock” que caracteriza lo que Klein denomina “capitalismo del desastre”. Es con esta perspectiva que la activista canadiense analiza la pandemia en curso como una forma extrema de un shock global que permitiría profundizar aún más los rasgos depredadores del orden mundial y dar a luz lo que ha llamado “capitalismo del coronavirus” (Klein 2020a).

Esta es la parte distópica de su diagnóstico, a la cual contrapone su esperanza utópica, un “New Deal verde” de carácter global capaz de superar el capitalismo. A su juicio, el futuro está abierto y tanto la distopía como la utopía son posibles:

“Los shocks y las crisis no siempre siguen el camino de la doctrina de shock. De hecho, es posible que la crisis sea el catalizador de una especie de salto evolutivo (…) Si hay algo que la historia nos enseña, es que los momentos de shock son profundamente volátiles. O perdemos un montón de terreno, nos esquilman las élites y pagamos el precio por décadas, o ganamos victorias progresivas que parecían imposibles sólo unas semanas antes. No es el momento de perder el temple. El futuro estará determinado por quien sea capaz de luchar con más fuerza por las ideas que defiende.” (Klein 2020c)

Por su parte, el periodista español y figura prominente del altermundismo, Ignacio Ramonet, ha escrito un largo ensayo que resume mucho del pensamiento anticapitalista ante la irrupción del coronavirus. El texto se abre con una notable exhibición de pirotecnia apocalíptica (las citas son de Ramonet 2020):

“La humanidad está viviendo -con miedo, sufrimiento y perplejidad- una experiencia inaugural (…) nuestras sociedades siguen temblando sobre sus bases como frente a un cataclismo cósmico (…) Un mundo se derrumba. Cuando todo termine la vida ya no será igual (…) Lo que parecía distópico y propio de dictaduras de ciencia ficción se ha vuelto ‘normal’ (…) El apocalipsis está golpeando a nuestra puerta.”

Luego viene un largo recorrido por diversos temas que van desde el auge de la cibervigilancia hasta las maravillas de Cuba como “superpotencia médica” (desde donde escribe Ramonet). Todo esto sirve como un largo prólogo al urgente llamado a la acción ante un planeta que estaría agonizando:

“Dada la enormidad de lo que está ocurriendo, se avecinan cambios (…) Las incertidumbres son numerosas. Pero está claro que puede ser un momento de rotunda transformación. Las cosas no podrán continuar como estaban. Un gran parte de la humanidad no puede seguir viviendo en un mundo tan injusto, tan desigual y tan ecocida (…) Esta traumática experiencia debe ser utilizada para reformular el contrato social y avanzar hacia más altos niveles de solidaridad comunitaria y mayor integración social (…) Nuestro planeta no puede más. Agoniza. Se nos está muriendo en los brazos (…) Un virus, por perturbador que sea, no sustituye a una revolución.”

Demos un último ejemplo del variado espectro de opiniones provenientes de la familia de partidos y movimientos que se definen como anticapitalistas. Se trata del sociólogo marxista norteamericano John Bellamy Foster, editor de la connotada Monthly Review:

“Hoy es común decir en la izquierda que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Como resultado de la crisis climática, el COVID-19 y la crisis financiera en desarrollo, esta idea finalmente ha comenzado a revertirse. De repente se ha vuelto más fácil imaginar el fin del capitalismo que el fin del mundo, y de hecho lo primero seguramente evitará lo segundo. El sistema capitalista ha fallado. Ahora, la humanidad tendrá que avanzar en la lucha para construir un mundo nuevo más sostenible y más igualitario (…) Pero esto no sucederá automáticamente (…) Necesitará una ruptura revolucionaria no solo con el capitalismo en sentido estricto, sino también con toda la estructura del imperialismo, que es el campo en el que opera la acumulación hoy. La sociedad tendrá que ser reconstituida sobre una base radicalmente nueva. La elección que tenemos ante nosotros es cruda: ruina o revolución.” (Foster 2020)

Capitalismo desglobalizado

El diagnóstico acerca del fin del capitalismo, como necesidad u opción, cuenta hoy con un público acotado a los movimientos altermundistas, muy diferente es el caso de las predicciones sobre el fin del capitalismo crecientemente globalizado de las últimas décadas. Por cierto, prácticamente nadie predice o propone un fin total de los intercambios internacionales, es decir, de un cierto nivel globalización, pero se ha universalizado la opinión de que esa globalización funcionará de manera mucho más restringida que la actual y que sus principios rectores se diferenciarán, en medida importante, de los que han regido hasta ahora.

El argumento fundamental es que la pandemia ha mostrado la vulnerabilidad de depender de complejas cadenas globales de producción, abastecimiento y comercialización, así como de las decisiones de países muy distantes no sólo geográficamente, sino también políticamente, como es el caso de la dictadura comunista de China. Hasta ahora se ha hecho un amplio uso de las ventajas comparativas a escala planetaria, con evidentes ganancias productivas y de bienestar, pero ello también ha derivado en altos niveles de exposición a disrupciones en el entramado de la economía global. Esto es lo que la pandemia evidenció y por ello conceptos como vulnerabilidad y resiliencia pasarían a ser claves en la reorganización de la economía mundial que se pronostica.

Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía, ha resumido así estos planteamientos:

“Pienso que esta pandemia acelerará la tendencia hacia la desglobalización que Trump ha estado impulsando. La crítica, por cierto, es que los estándares de vida serán más bajos si no somos capaces de beneficiarnos de las ventajas comparativas. Pero, por otra parte, la pandemia ha ilustrado que la economía de mercado no es muy prudente (…) Pienso que una premisa fundamental de la globalización será fuertemente socavada. Esa premisa es que no teníamos necesidad de ser autosuficientes. No necesitábamos ser autosuficientes en energía ya que contábamos con el mercado global del petróleo. No teníamos que ser autosuficientes alimentariamente porque disponíamos del mercado mundial de alimentos. Ahora la gente va a descubrir que sí, que existe el mercado global, excepto cuando lo necesitamos… excepto cuando hay una pandemia. Por ello habrá una reorganización de la economía con los países buscando alcanzar al menos un mínimo de autosuficiencia (…) Resiliencia era un término que no usábamos frecuentemente antes de la pandemia. Ahora, todos estamos usando la palabra resiliencia.” (Stiglitz 2020)

En el mismo sentido, el filósofo político británico John Gray publicó en abril un texto titulado Por qué esta crisis es un punto de inflexión en la historia cuyo inicio sintetiza la visión que hoy tiende a predominar sobre el futuro del orden mundial capitalista:

“La era del apogeo de la globalización ha llegado a su fin. Un sistema económico basado en la producción a escala mundial y en largas cadenas de abastecimiento se está transformando en otro menos interconectado, y un modo de vida impulsado por la movilidad incesante tiembla y se detiene. Nuestra vida va a estar más limitada físicamente y va a ser más virtual que antes. Está naciendo un mundo más fragmentado que, en cierto modo, puede ser más resiliente.” (Gray 2020)

Gray desarrolla además una amplia crítica del liberalismo:

“El capitalismo liberal está en quiebra (…) en la práctica, el liberalismo era un experimento de disolución de todas las fuentes tradicionales de cohesión social y legitimidad política, y su sustitución por la promesa de un aumento del nivel material de vida. Ahora este experimento ha llegado a su fin (…) quienes creen que la autonomía personal es la necesidad humana más profunda revelan su ignorancia en psicología, empezando por la suya propia. Prácticamente para cualquiera, la seguridad y la pertenencia son igual de importantes, y a veces más. El liberalismo, en efecto, ha sido una negación sistemática de este hecho.” (Gray 2020)

Estas consideraciones engarzan con una corriente crítica de la globalización que ha venido cobrando cada vez más prominencia, especialmente desde la crisis financiera de 2008-2009 y el subsiguiente auge de movimientos y líderes políticos, con Donald Trump como exponente paradigmático, de tintes nacionalistas que proponen un cierto “desenganche” de la globalización, demandando la protección o la renacionalización de diversas actividades económicas. Desde las obras señeras de Robert Reich (1993) y Christopher Lasch (1996) hasta las intervenciones más recientes de Charles Murray (2013), Robert Putnam (2015), Jonathan Heidt (2016), David Goodhart (2017), Simon Collier (2018) y Anne Case y Angus Deaton (2020), se ha señalado con preocupación el impacto disolvente de la globalización capitalista sobre la comunidad nacional, con sus perdedores y ganadores, y la peligrosa separación de las élites globalizadas de sus pueblos aún dependientes de lo local y lo nacional. Ello estaría en la base de las reacciones nacionalistas y populistas, una especie de nueva “rebelión de las masas”, que tanto ímpetu han tomado recientemente. En esta perspectiva, la pandemia le vendría a dar un impulso decisivo a estas reacciones, imponiendo la defensa y cohesión de la nación, complementada con un cierto regionalismo, como base del orden capitalista futuro.

Capitalismo libertario

A comienzos de marzo la revista estadounidense The Atlantic publicó una crónica con este llamativo título: “There Are No Libertarians in an Epidemic” (“En una epidemia no hay libertarios”) aludiendo a las amplias medidas intervencionistas tomadas por el gobierno de Estados Unidos y al hecho indesmentible de que estamos viviendo tiempos sólo comparables con las grandes guerras en cuanto al incremento de la presencia del Estado.

Las respuestas libertarias no se han dejado esperar (Boehm 2020, Yost 2020, Tanner 2020) cuestionando, en primer lugar, que Trump sea un libertario (“es simplemente absurdo referirse a Donald Trump como un libertario” nos dice por ejemplo Zachary Yost) y desarrollando una defensa cerrada de la globalización, los mercados libres y el capitalismo en general. Su propuesta para el futuro es más libertad y menos regulaciones económicas, más intercambios libres a nivel mundial y un Estado limitado que se concentre en lo que genuinamente debería hacer y se repliegue de aquellos ámbitos donde su intervención es perniciosa. Veamos cómo se articula este discurso que rema contra la corriente proestatista predominante.

En primer lugar, los libertarios parten de una visión positiva del mundo actual que se puede resumir, parafraseando una conocida sentencia de Barack Obama, de la siguiente manera: “Si tuvieras que elegir cualquier momento en la historia de la humanidad para vivir una pandemia global, serías increíblemente loco si no eligieses el momento actual” (Boehm 2020). Las enormes mejoras del estándar de vida a escala planetaria, especialmente en términos de reducción de la pobreza y mejoramiento de las condiciones sanitarias que se han logrado gracias al desarrollo promovido por la reciente globalización capitalista, han puesto a la humanidad en condiciones históricamente insuperadas para resistir la enfermedad con menores pérdidas de vidas humanas y menos sufrimiento (al respecto véase el connotado historiador económico Joel Mokyr, 2020).

Luego se argumenta que si bien la globalización facilita la rápida difusión de las enfermedades virales también crea las mejores condiciones posibles para encontrar respuestas a las mismas. Lo que por tanto habría que fomentar son aún mayores intercambios globales y el libre despliegue de toda la capacidad creativa que puede promover un sistema económico descentralizado, libre y que genera fuertes incentivos a la innovación como el capitalismo globalizado. La historia habría demostrado de manera abrumadora que no existe ningún sistema económico no sólo tan eficiente, sino con tal capacidad adaptativa frente a nuevos desafíos como el actual. En suma, como dice Robert Colvile, director del Centro de Estudios Políticos de Londres:

“La lección de esta crisis no es que el mercado libre debiera ser corregido. Sigue siendo la mejor herramienta que tenemos para generar prosperidad. Dejemos de lado la obsesión acerca de qué tipo de capitalismo quisiéramos tener después de la crisis y estemos agradecidos por el simple hecho de tenerlo.” (Colvile 2020)

Además, las pérdidas de bienestar y vidas humanas que una reversión duradera o incluso temporal del proceso de globalización traería aparejadas serían, como lo han indicado diversos estudios, mucho mayores que cualquier impacto directo de la pandemia (Sly 2020 y Sumner et al. 2020). Por ello mismo, los libertarios tienden a ser muy cautelosos o incluso a oponerse a las cuarentenas y otras medidas que interrumpen la marcha normal de la economía, lo que, curiosamente, ha convertido a uno de los países con una de las cargas tributarias más altas del mundo, Suecia, en una especie de panacea libertaria (Norberg 2020 y 2020a).

Esto no significa que los libertarios quieran volver al status quo ante, en especial en los países más desarrollados. A su juicio, el coronavirus ha puesto en evidencia las debilidades no del mercado sino del Estado, su sobreexpansión e incapacidad para atender a sus funciones fundamentales, y eso debe ser corregido. Como argumenta el historiador alemán y columnista de Forbes, Rainer Zitelmann:

“En realidad, por supuesto, la crisis del corona no expone los fracasos del mercado, sino del Estado. Donde el Estado debería ser fuerte, por ejemplo en la protección frente a los desastres y la preparación para enfrentar las pandemias, ha mostrado ser incompetente, desprevenido y débil en la mayoría de los países (…) Este es el problema fundamental justo ahora: el Estado es extremadamente débil donde debería ser fuerte y muy fuerte donde debería ser débil.” (Zitelmann 2020)

En el mismo sentido ha argumentado Martin Rohnheimer, sacerdote de origen suizo y profesor de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz en Roma. En un texto publicado en el Neue Zürcher Zeitung bajo el título de “El nuevo comienzo es una verdadera oportunidad” este exponente del catolicismo libertario dice lo siguiente:

“Tal vez lo que ha pasado nos puede ayudar a empezar pensar en la dirección de un repliegue del gobierno (…) A los políticos y a los funcionarios les encanta diseñar programas para estimular la economía y están siempre buscando oportunidades para poner sus manos encima del ‘gran dinero’. Eso les da -en el corto plazo- trabajo, ingresos y prestigio. Sin embargo, lo que nos sacará de la miseria son aquellas fuerzas que siempre han sido las responsables por nuestra prosperidad, pero que están constantemente bajo ataque: los emprendedores, los inversores, las actividades con fines de lucro y por ello innovativas o, en suma, el capitalismo y la economía de mercado.” (Rohnheimer 2020)

Por ello, este profesor de filosofía política y crítico del Papa Francisco describe sus ilusiones acerca del mundo futuro de una forma que, a mi juicio, resume bien las esperanzas libertarias:

“Ojalá que el mundo post coronavirus sea diferente al que hemos conocido hasta ahora: más capitalista, más amistoso para con los emprendedores y más innovador. Si esto ocurre, sin duda no le traerá más igualdad al mundo, pero si le traerá menos pobreza y le permitirá a más y más personas disfrutar de un nivel decente de prosperidad.” (Rohnheimer 2020)

Capitalismo socialdemócrata

El altermundismo anticapitalista y el libertarianismo procapitalista son dos extremos de un debate cuyo cauce principal está representado por pensadores y líderes políticos que ven como deseable y necesaria una fuerte corrección del sistema capitalista a través de diversas intervenciones del Estado. Para ellos, la crisis actual es una oportunidad que puede acelerar el paso a un capitalismo más regulado, humano y compasivo. En este sentido, Francis Fukuyama responde a una pregunta sobre si cree que la pandemia tiene un lado bueno de la siguiente manera:

“Creo que sí. Ha sacado a muchos países democráticos de la complacencia y ha expuesto la necesidad de más y mejor salud pública, de más inversiones en servicios sociales. Esto es evidente en Estados Unidos, el país rico que nunca ha tenido una sanidad universal robusta. Así que en esta crisis hay oportunidades y dificultades.” (Fukuyama 2020)

Esta orientación puede ser designada “capitalismo socialdemócrata” ya que se inspira en la forma de la socialdemocracia, en especial la nórdica y la alemana, de relacionarse con un sistema capitalista que se considera insustituible para crear riqueza, pero, a su vez, amenazante para la cohesión social y la igualdad básica que esta presupone si se lo deja actuar libremente.

Esta orientación tiene en el punto de mira lo que designa como “capitalismo neoliberal” y/o “globalización neoliberal”, es decir, el desarrollo que el sistema capitalista habría iniciado en los años 80 del siglo pasado y cuyas característica serían la libre movilidad internacional del capital y las empresas, la concentración de los beneficios del progreso en pocas manos (el 1% más rico al que alude Thomas Piketty, los “ultra ricos” en la terminología de Bernie Sanders o los “super ricos” de nuestros debates políticos) y el desmantelamientos de las redes de protección social asociadas al Estado de bienestar.

. Allí se describe el desarrollo del capitalismo estadounidense durante las últimas décadas con una imagen que muchos otros críticos querrían generalizar a todo el sistema capitalista actual: “Se dice que Robin Hood les robaba a los ricos en beneficio de los pobres. Lo que está ocurriendo actualmente en Estados Unidos es lo inverso: de los pobres a los ricos, lo que podríamos llamar una redistribución al estilo sheriff de Nottingham.” (Case y Deaton 2020: 11)

Dentro de este campo, las opiniones varían de acuerdo con el grado y la amplitud de las medidas intervencionistas y redistributivas que se consideran necesarias, pero también respecto de la manera en que se ve al sistema capitalista, ya sea como un mal necesario o como una maravillosa fuerza progresiva que debemos cuidar de sus propios excesos para que no se autodestruya.

Como un ejemplo de esta última perspectiva podemos mencionar Muertes por desesperación y el futuro del capitalismo (2020), el libro más reciente del Premio Nobel de Economía Angus Deaton, escrito en conjunto con Anne Case, su esposa y profesora emérita de la Universidad de Princeton. Allí podemos leer lo siguiente:

“Creemos que el capitalismo es una fuerza inmensamente poderosa para generar el progreso y el bien, pero es necesario que esté al servicio de la gente y no que la gente lo sirva a él. El capitalismo necesita ser monitoreado y regulado de mejor manera, y no reemplazado por alguna fantástica utopía socialista en la que el Estado toma el control de la economía. La democracia puede estar a la altura de ese desafío. El Estado puede hacer más de lo que hace y hacerlo bien, pero estamos plenamente conscientes de los riesgos del gobierno y del peligro de un gobierno más grande que puede implicar mayor búsqueda de rentas e incluso más desigualdad.” (Case y Deaton 2020)

Por ello mismo, las reformas que lpos autores proponen -como una nueva regulación de los gobiernos corporativos o un seguro universal de salud (ver también Case y Deaton 2020a)- son básicamente promercado y no antimercado, buscan potenciar la capacidad del capitalismo de generar bienestar en vez de restringirla o sustituirla.

Este diagnóstico es ampliamente compartido por quienes proponen diversas intervenciones correctivas al sistema económico imperante y es la base del así llamado “capitalismo progresivo”, popularizado en Estados Unidos por Ro Khanna, congresista demócrata y estrecho colaborador de Bernie Sanders, y ampliamente desarrollado por Joseph Stiglitz (Stiglitz 2019, 2019a, 2019b y 2020).

Sus puntos fundamentales, tal como los expone Stiglitz en los textos referidos, nos proporcionan lo que, a mi parecer, es un buen resumen de este tipo de enfoques:

El enemigo es, como ya se apuntó, el capitalismo neoliberal, implantado en Estados Unidos y difundido a nivel global a partir de la presidencia de Ronald Reagan. Una nueva constelación de poder inclinó entonces la balanza en favor del gran capital y su libre movilidad, creando un sistema que genera desigualdades, favorece la captura de rentas, concentra los ingresos en favor de los más ricos, golpea a las clases medias, destruye la igualdad de oportunidades y debilita el potencial de crecimiento económico. Esto, fuera de depredar la naturaleza y el medio ambiente.

Frente a ello, se propone “un nuevo pacto social, un nuevo equilibrio entre el mercado, el Estado y la sociedad civil”, cuyo norte fundamental sea la transición hacia una “economía verde” y la reducción de la desigualdad. Para lograr estos objetivos se requiere, fuera de un movimiento “progresista” que los impulse, “reescribir las reglas de funcionamiento de la economía”, apostar por políticas redistributivas y potenciar tanto la intervención del Estado como sus inversiones en servicios básicos, educación e infraestructura (los entrecomillados vienen de Stiglitz 2019b).

Dentro del “campo socialdemócrata” existen muchas otras propuestas, acercándose algunas al programa anticapitalista de la izquierda radical, como los impuestos expropiatorios a la fortuna, la renta básica universal permanente, la fijación de precios y la nacionalización, total o parcial, de industrias básicas y servicios estratégicos. Sobre ello las ilustraciones sobran en Chile y en muchos otros países.

Capitalismo iliberal

Entre los textos más debatidos sobre el futuro del capitalismo está el que publicó, en marzo de este año, el filósofo y crítico del capitalismo contemporáneo Byung-Chul Han con el título de La emergencia viral y el mundo de mañana. Este profesor de la Universidad de las Artes de Berlín de origen coreano es autor libros de gran impacto como La sociedad del cansancio (2010) y Psicopolítica: Neoliberalismo y nuevas técnicas de poder (2014), cuyos planteamientos en parte se retoman en el ensayo sobre el impacto de la pandemia.

Lo que causó más conmoción fue la afirmación de Han de que “el Estado policial digital” de China y, más general, los países asiáticos que forman parte del ámbito cultural confuciano-colectivista estaban mostrando su superioridad para enfrentar la pandemia en relación a las sociedades de tradición liberal-individualista de una Europa (y una América podríamos hoy agregar) sumida en el fracaso y la desesperación. Por ello mismo, Han augura que el gran ganador del drama global que estamos contemplando podría ser el capitalismo autoritario chino.

Revisemos los argumentos de Han (las citas son de Han 2020):

“El coronavirus está poniendo a prueba nuestro sistema. Al parecer, Asia tiene mejor controlada la pandemia que Europa (…) Incluso China, el país de origen de la pandemia, la tiene ya bastante controlada (…) Europa está fracasando. Las cifras de infectados aumentan exponencialmente (…) En comparación con Europa, ¿qué ventajas ofrece el sistema de Asia que resulten eficientes para combatir la pandemia? Estados asiáticos como Japón, Corea, China, Hong Kong, Taiwán o Singapur tienen una mentalidad autoritaria, que viene de su tradición cultural (confucianismo). Las personas son menos renuentes y más obedientes que en Europa. También confían más en el Estado. Y no sólo en China, sino también en Corea o en Japón la vida cotidiana está organizada mucho más estrictamente que en Europa. Sobre todo, para enfrentarse al virus los asiáticos apuestan fuertemente por la vigilancia digital. Sospechan que en el big data podría encerrarse un potencial enorme para defenderse de la pandemia. Se podría decir que en Asia las epidemias no las combaten solo los virólogos y epidemiólogos, sino sobre todo también los informáticos y los especialistas en macrodatos. Un cambio de paradigma del que Europa todavía no se ha enterado.”

Luego se desarrolla esta temática a lo largo del texto, afirmando, por ejemplo, que:

“Ni en China ni en otros Estados asiáticos como Corea del Sur, Hong Kong, Singapur, Taiwán o Japón existe una conciencia crítica ante la vigilancia digital o el big data. La digitalización directamente los embriaga. Eso obedece también a un motivo cultural. En Asia impera el colectivismo. No hay un individualismo acentuado.”

En este contexto, China recibe especial atención como el arquetipo del nuevo “capitalismo iliberal” de la era digital (uso esta expresión de manera análoga a la de “democracia iliberal” que propuso Fareed Zakaria en un célebre ensayo de 1997). Su descripción es francamente aterradora y comparando el 1984 de Orwell queda como una distopía bastante primitiva:

“China ha introducido un sistema de crédito social inimaginable para los europeos, que permite una valoración o una evaluación exhaustiva de los ciudadanos. Cada ciudadano debe ser evaluado consecuentemente en su conducta social. En China no hay ningún momento de la vida cotidiana que no esté sometido a observación. Se controla cada clic, cada compra, cada contacto, cada actividad en las redes sociales (…) En China es posible esta vigilancia social porque existe un intercambio irrestricto de datos entre los proveedores de Internet y telefonía móvil y las autoridades. Prácticamente no existe la protección de datos. En el vocabulario de los chinos no aparece el término ‘esfera privada’.”

Es justamente este gran aparato de vigilancia y represión totalitaria, montado durante largos años por el Partido Comunista y respaldado por las tradiciones culturales ya esbozadas, el que le ha dado su carta de triunfo a la dictadura China:

“Toda la infraestructura para la vigilancia digital ha resultado ser ahora sumamente eficaz para contener la epidemia. Cuando alguien sale de la estación de Pekín es captado automáticamente por una cámara que mide su temperatura corporal. Si la temperatura es preocupante todas las personas que iban sentadas en el mismo vagón reciben una notificación en sus teléfonos celulares. No en vano el sistema sabe quién iba sentado dónde en el tren.”

Otros países integrantes de la órbita cultural confuciana también han desarrollado poderosos medios digitales de vigilancia y control de la pandemia impensables en Europa o América, mostrando así que lo que ocurre en China no es sino una manifestación extrema de sociedades que se rigen por patrones culturales muy alejados de los nuestros.

Luego viene el momento decisivo del ensayo, en el que Han, polemizando directamente con Slavoj Žižek, dice lo siguiente:

“Žižek afirma que el virus ha asestado al capitalismo un golpe mortal, y evoca un oscuro comunismo. Cree incluso que el virus podría hacer caer el régimen chino. Žižek se equivoca. Nada de eso sucederá. China podrá vender ahora su Estado policial digital como un modelo de éxito contra la pandemia. China exhibirá la superioridad de su sistema aún con más orgullo. Y tras la pandemia, el capitalismo continuará aún con más pujanza (…) Ojalá que tras la conmoción que ha causado este virus no llegue a Europa un régimen policial digital como el chino. Si llegara a suceder eso, como teme Giorgio Agamben, el estado de excepción pasaría a ser la situación normal. Entonces el virus habría logrado lo que ni siquiera el terrorismo islámico consiguió del todo.”

La perspectiva sombría del pensador coreano-alemán confluye con una larga serie de voces que ven desarrollarse al alero de virus formas inusitadas de control cibernético que amenazan los fundamentos de la sociedad libre en los países occidentales. El pensador italiano mencionado por Han, Giorgio Agamben, es un ejemplo de ello. Este estudioso del estado de excepción (Agamben 2004) escribió ya en febrero sobre lo que consideraba “frenéticas, irracionales y del todo injustificadas medidas de emergencia para una supuesta epidemia debida al coronavirus” y explicaba así esas medidas:

“En primer lugar, se manifiesta una vez más la creciente tendencia a utilizar el estado de excepción como un paradigma normal de gobierno (…) El otro factor, no menos inquietante, es el estado de temor que en los últimos años se ha extendido de manera evidente en las conciencias de los individuos y que se traduce en una verdadera necesidad de estados de pánico colectivo, a los que la epidemia vuelve a ofrecer el pretexto ideal. Así, en un perverso círculo vicioso, la limitación de la libertad impuesta por los gobiernos es aceptada en nombre de un deseo de seguridad que ha sido inducido por los mismos gobiernos que ahora intervienen para satisfacerlo.” (Agamben 2020)

Otra voz que apunta hacia una preocupación similar es la de una de las estrellas más renombradas de nuestro firmamento mediático-intelectual, Yuval Noah Harari. En un largo artículo publicado en marzo en el Financial Times, el autor de De animales a dioses y de Homo Deus nos pone ante un escenario con alternativas dramáticas (las citas son de Harari 2020):

“La humanidad se enfrenta a una crisis mundial. Quizá la mayor crisis de nuestra generación. Las decisiones que tomen los ciudadanos y los gobiernos en las próximas semanas moldearán el mundo durante los próximos años (…) En este momento de crisis, nos enfrentamos a dos elecciones particularmente importantes. La primera es entre vigilancia totalitaria y empoderamiento ciudadano. La segunda es entre aislamiento nacionalista y solidaridad mundial.”

Es sobre la primera de estas elecciones que nos detendremos aquí. Después de decirnos que “por primera vez en la historia humana, la tecnología hace posible vigilar a todo el mundo todo el tiempo” y destacar la potencia controladora del régimen chino, el texto de Harari continúa así:

“Cabría argumentar que todo esto no tiene nada de nuevo. En los últimos años, los gobiernos y las empresas han recurrido a tecnologías cada vez más sofisticadas para rastrear, vigilar y manipular a las personas. Sin embargo, si no tenemos cuidado la epidemia podría marcar un importante hito en la historia de la vigilancia. No sólo porque cabe la posibilidad de que normalice el despliegue de los instrumentos de vigilancia masiva en países que hasta ahora los habían rechazado, sino también porque supone una drástica transición de una vigilancia ‘epidérmica’ a una vigilancia ‘hipodérmica’. Hasta la fecha, cuando tocábamos la pantalla del celular y clicábamos sobre un enlace, el gobierno quería saber sobre qué clicaba exactamente nuestro dedo. Sin embargo, con el coronavirus, el objeto de atención se desplaza. El gobierno quiere saber ahora la temperatura del dedo y la presión sanguínea bajo la piel.”

A continuación, Harari nos advierte del peligro inminente de que lo que se ha presentado como un estado de excepción se transforme en una nueva normalidad:

“Es posible, por supuesto, defender la vigilancia biométrica como medida temporal adoptada durante un estado de emergencia. Una medida que desaparecería una vez concluida la emergencia. Sin embargo, las medidas temporales tienen la desagradable costumbre de durar más que las emergencias (…) Incluso cuando las infecciones por coronavirus se reduzcan a cero, algunos gobiernos ávidos de datos podrían argumentar que necesitan mantener los sistemas de vigilancia biométrica porque temen una segunda oleada de la epidemia, o porque una nueva cepa de ébola se está extiendo por el África central, o porque… ya ven por dónde va la cosa. En los últimos años se está librando una gran batalla en torno a nuestra intimidad. La crisis del coronavirus podría ser el punto de inflexión en ella. Porque, cuando a la gente se le da a elegir entre la intimidad y la salud, suele elegir la salud.”

En suma, lo que según estos autores está en juego no es el capitalismo en sí, sino su forma y, además, su relación con las libertades básicas y la democracia. Como bien sabemos hoy, el capitalismo más avanzado puede perfectamente coexistir con un régimen liberticida. Sin embargo, hasta hace no mucho imperaba la idea de que todas las sociedades capitalistas debían evolucionar hacia una democracia liberal en la medida en que su bienestar aumentaba, surgiendo así amplias clases medias y desarrollándose entre su población tanto las capacidades como la voluntad de alcanzar mayores niveles de libertad y participación política. En la actualidad, este tipo de expectativas no parece ser más que una ilusión anacrónica.

Reflexiones conclusivas sobre el futuro del capitalismo

Hemos recorrido un amplio espectro de puntos de vista sobre la pandemia y el futuro del capitalismo. En su gran mayoría, se trata de interpretaciones que tienen una clara intencionalidad política y nos urgen a intervenir en un momento que se presenta como crucial para el futuro de la humanidad. Todo parece nuevo bajo el sol, pero en verdad nada lo es. Los viejos relatos se visten con ropas nuevas para seguir luchando por nuestro intelecto y nuestra voluntad. Así se forja el porvenir en momentos críticos como el que vivimos. Como escribió Milton Friedman en el prefacio de 1982 a Capitalismo y libertad:

“Sólo una crisis –real o percibida como tal– produce un cambio verdadero. Cuando la crisis ocurre, las acciones que se emprenden dependen de las ideas circundantes.”

El tono es, en general, exaltado, a menudo apocalíptico, lo que no es sorprendente pensando en el contexto. Cuando todo parece estremecerse, todo también parece posible. Esto no es, en realidad, nada inédito: las utopías más potentes de la historia nunca nacieron en días tranquilos y menos aún en tiempos felices, aquellos que Hegel, no sin razón, llamó las páginas en blanco de la historia universal.

El lector no partisano puede quedar sorprendido, incluso abrumado, por la unilateralidad y certidumbre profética de muchas de las opiniones recién reseñadas. Sin embargo, al contemplar estas opiniones dentro del conjunto de voces aquí referidas aparecen como partes de un proceso colectivo de reflexión que hoy es extraordinariamente necesario. Esta ha sido la finalidad de este trabajo: dar luces que cada uno sabrá combinar a su manera para orientarse en este tiempo que parece oscilar, usando unas célebres palabras de Dickens, entre el invierno de la desesperación y la primavera de la esperanza.

Sin embargo, sería mezquino cerrar este recorrido sin aportar algunas reflexiones propias sobre las materias en cuestión. Lo haré en forma de breves comentarios a los puntos temáticos en que se ha dividido la presente exposición.

  1. La consideración de la pandemia como un punto de inflexión, es decir, como un corte histórico radical, tiene la fuerza sugestiva del momento dramático que estamos viviendo, pero probablemente, y por esa misma razón, sea una exageración. Esto no quiere decir que no se vayan a producir cambios significativos y adaptaciones importantes a escenarios de mayor vulnerabilidad. Sin embargo, nada apunta hacia la apertura de una fase histórica radicalmente distinta, en particular en cuanto a sus fundamentos económicos. Más aún, en un mundo que será considerablemente más pobre será aún más imperioso contar con la insuperable capacidad del capitalismo para generar bienestar y progreso. Recuperar lo perdido y llegar pronto a superarlo será el norte inmediato de la humanidad y la respuesta a ese desafío se llamará capitalismo. Por ello, lo más probable es que el mundo postpandémico sea aún más capitalista que el de antes.
  2. Lo anterior contradice tajantemente la idea del fin del capitalismo. La proyección de un mañana utópico surgiendo de una especie de apocalipsis siempre ha sido atractiva. Sin embargo, la debacle de los socialismos reales ha dejado vacías las promesas mesiánicas y hoy sólo quedan los deseos de “otro mundo” de contornos extremadamente difusos. Así y todo, no hay que minimizar el impacto político de la porfiada presencia de la idea del fin inminente del mundo existente que en la pandemia actual puede encontrar un motivo de una fuerza sugestiva difícilmente superable.
  3. La idea de un capitalismo desglobalizado recoge la nueva sensibilidad ante una serie de aspectos problemáticos de la globalización, ya sea por su impacto sobre la cohesión de las comunidades nacionales, por la vulnerabilidad de las cadenas de abastecimiento o por la dependencia de una potencia poco confiable como la China comunista. Esto llevará, sin duda, a una reestructuración de la economía mundial que promueva una mayor autosuficiencia en ciertos ámbitos estratégicos, pero ello difícilmente impedirá el avance de la economía globalizada en las demás áreas. Así, lo más probable es que tengamos, simultáneamente, más y menos globalización, siempre que los populismos nacionalistas en ascenso no terminen, como ocurrió en la primera mitad del siglo pasado, dinamitando los fundamentos de la economía mundial.
  4. La perspectiva de un capitalismo libertario se apoya en el enorme progreso alcanzado hasta ahora por la globalización capitalista, pero su debilidad es, a mi juicio, el no hacerse cargo de la otra cara de la medalla, de los que pierden en la célebre “destrucción creativa” de Schumpeter, además de atribuirle, de manera simplista, todos los problemas existentes a un exceso de Estado. Su melodía tiende, por ello, a ser monótona y maniquea. Parece, en realidad, una copia invertida de la de sus antagonistas. Para éstos, todos los problemas provienen del mercado y todas las soluciones del Estado, mientras que los libertarios acostumbran a decir exactamente lo contrario. Esta es la razón por la que son malos defensores del sistema capitalista: no advierten sus defectos y la necesidad de ir corrigiéndolo para enfrentar sus propias deficiencias.
  5. La visión de un capitalismo socialdemócrata tiene mucho del futuro a su favor siempre que mantenga su fe en el capitalismo como motor insustituible del progreso y no se deje cautivar por la hybris anticapitalista de la izquierda radical. Sus propuestas sobre la construcción de redes de protección social más amplias y en favor de un mayor esfuerzo redistributivo orientado a incrementar la igualdad de oportunidades no sólo son razonables, sino imprescindibles para darle mayor estabilidad social al sistema capitalista y potenciar su capacidad creativa.
  6. El desafío más difícil que enfrenta un orden capitalista de cuño liberal-democrático proviene del capitalismo iliberal que China representa en su versión más decantada. Este desafío se ve fortalecido por las tendencias en su propio seno proclives a un recorte permanente de libertades a fin de protegernos ante todo tipo de amenazas, reales o imaginarias. El equilibrio entre libertad y seguridad siempre ha sido delicado, y cuando la supervivencia está en juego es la libertad la que, casi sin excepción, sale perdiendo.

En suma, no es la existencia del capitalismo lo que estará en juego en el mundo postpandémico, sino las formas que adoptará. Serán tiempos desafiantes para quienes defendemos la sociedad abierta y democrática, que demandarán una gran capacidad de aunar fuerzas en torno a estos ideales y darle a nuestro modelo de capitalismo más empuje innovativo y competitivo, sin descuidar la imperiosa necesidad de construir una sociedad más solidaria e inclusiva.