Un lúgubre aniversario

Este año se cumple un lúgubre aniversario: los ochenta años del inicio en Moscú de los grandes procesos-espectáculo mediante los cuales Stalin, con el aplauso o el silencio cómplice de los partidos comunistas aliados como el de Chile, aniquiló no solo a una gran parte de la vieja guardia bolchevique sino también a una parte significativa de los sectores dirigentes de la sociedad soviética de entonces. “El Gran Terror” es la denominación que Robert Conquest, el más célebre de los historiadores de la represión estalinista, con toda razón le dio a esta campaña de exterminio masivo sin paralelos precedentes.

El delirio represivo de aquellos años podría fácilmente ser achacado a los rasgos paranoicos del dictador. Sin embargo, en sus formas aberrantes y, no menos, en la elección de sus víctimas así como en las confesiones en las que habitualmente se basaron las sentencias de muerte de los líderes bolcheviques, se encuentran claves importantes para la comprensión del sistema totalitario más acabado que se haya conocido hasta el presente. Por ello mismo, vale la pena recordar estos sórdidos acontecimientos y tratar de entender su significado más profundo.

Los grandes procesos de Moscú

El primero de los grandes procesos celebrados en Moscú se inició el 19 agosto de 1936. Las figuras centrales del mismo fueron dos de los más afamados bolcheviques de la vieja guardia, Lev Kámenev y Grigori Zinóviev, junto a otros catorce destacados líderes comunistas. La planificación de este primer proceso-espectáculo fue cuidadosa y su elemento central fue la confesión de los imputados. Esto era absolutamente esencial para Stalin. Como Simon Sebag Montefiore lo dice en Stalin y la corte del zar rojo: “Stalin seguía cada detalle de los interrogatorios. Los interrogadores de la NKVD (la temida policía política soviética) debían entregarse exclusivamente, en cuerpo y alma, a arrancar las confesiones. Las instrucciones de Stalin a la NKVD fueron características de este terrible proceso: «Móntense en vuestros prisioneros y no se desmonten hasta que hayan confesado».”

Meses de encarcelamiento y presiones sin límite condujeron al fin deseado: quince de los dieciséis imputados confesaron públicamente sus “actividades terroristas” y se declararon cabecillas del “Centro contrarrevolucionario trotskista-zinovievista” que habría planeado los asesinatos de Stalin y otros dirigentes soviéticos de primer rango, como Voroshílov, Zdánov y Kaganóvich. La condena a muerte de todos los acusados se basó, tal como en los juicios venideros, casi exclusivamente en sus propias confesiones.

Luego siguieron dos procesos igualmente espectaculares contra otros bolcheviques destacados. El primero de ellos, celebrado en enero de 1937, contra el “Centro paralelo antisoviético trotskista”, supuestamente encabezado por Karl Radek, Yuri Piátakov y Grigori Sokólnikov, y el segundo, en marzo de 1938, contra el “Bloque antisoviético trotskista-derechista” con el célebre Nikolái Bujarin, a quien Lenin en su momento había llamado “el delfín del partido”, y el ex primer ministro Alexéi Rykov a la cabeza. En este proceso, el más brutal de todos, se inculpó también a quien había sido el primer responsable directo del Gran Terror, Guénrij Yagoda, el cual a comienzos de 1937 había sido substituido como jefe de la policía política por Nikolái Yezhov, quien, a su vez, sería liquidado por órdenes de Stalin en febrero de 1940.

Poco tiempo después tuvo lugar en México el último acto de la tragedia de los grandes conductores del golpe revolucionario bolchevique de octubre de 1917. El sonido seco del piolet del agente de Stalin, Ramón Mercader, cayendo sobre la cabeza de Lev Trotski puso fin, en agosto de 1940, a lo que, a su manera, fue una brillante generación de revolucionarios comunistas. Con la muerte de Trotski solo quedaba en vida un miembro de aquel Politburó que había dirigido al partido bolchevique en octubre de 1917: Stalin. Del resto, solamente uno no había sido asesinado: Lenin.

La masificación de la represión

Estos grandes procesos fueron, a su turno, seguidos por un sinfín de “microprocesos” por todos los rincones de Rusia que diezmaron, sin piedad, las huestes del partido afectando, aproximadamente, a unos 850 mil miembros según los cálculos de Leonard Schapiro en su estudio El Partido Comunista de la Unión Soviética. De los 139 miembros titulares o suplentes del Comité Central elegido en el congreso de 1934 un total de 98 fueron ejecutados y de los 1.966 delegados que asistieron a ese congreso 1.108 fueron arrestados y casi todos ellos murieron ejecutados o en los campos de trabajo forzado.

Desde comienzos de 1937 Stalin comenzó a administrar el terror de la misma manera que administraba la economía planificada, es decir, asignando cuotas de “enemigos del pueblo” que cada república de la Unión Soviética debía arrestar, especificando además, con números precisos, cuántos de ellos debían ser condenados a muerte y cuántos debían pasar a engrosar el contingente del sistema de campos de trabajo forzado conocidos como Gulag. Este mismo sistema fue transformado radicalmente en 1937, pasando a ser verdaderos campos de exterminio, donde se obligaba a muchos prisioneros a trabajar hasta morir exhaustos o eran simplemente ejecutados. Al mismo tiempo, muchos de los comandantes de los campos de concentración fueron también víctimas del terror, particularmente en relación con el proceso contra Bujarin en 1938. Pero no se los ejecutó por los crímenes cometidos en los campos que administraban sino por lo contrario, por no haber sido lo suficientemente efectivos en la explotación de aquellos alrededor de siete millones de esclavos que por entonces poblaban el Gulag.

Pero no solo el partido fue severamente purgado. Todas las instancias de poder fueron sometidas a un proceso semejante. Así, por ejemplo, tal como lo escribe el historiador comunista francés Jean Elleinstein en su libro Historia del fenómeno estalinista: “Stalin ataca igualmente al Ejército Rojo. El Ejército Rojo fue literalmente diezmado por la represión […] en total, tres mariscales sobre cinco, trece comandantes de división sobre quince, 57 comandantes de batallón sobre 85, 110 generales de división sobre 195 perecieron víctimas de la represión estalinista.” De esta manera, como lo intuyó Trotski y lo confirmó el líder soviético Nikita Kruschov muchos años después, Stalin creaba las condiciones para la catástrofe de los ejércitos soviéticos ante la ofensiva alemana de 1941.

Lo mismo ocurrió en el ámbito de la vida cultural. Según Elleinstein: “En cuanto a la vida intelectual, la represión no fue menor […] Historiadores y filósofos, biólogos y matemáticos, escritores y artistas perecieron por millares o permanecieron deportados durante largos años.” La represión no solo diezmó a los antiguos militantes e intelectuales rusos sino que también se extendió, con particular saña, a los miles de comunistas extranjeros residentes en la Unión Soviética. Como lo señala el ya citado Jean Elleinstein: “La represión en masa alcanzó igualmente a los comunistas extranjeros presentes en Moscú. Los viejos compañeros de Lenin, el suizo Platten y el polaco Ganetski fueron ejecutados. El partido comunista polaco fue disuelto en 1938. Lo mismo ocurrió con el partido comunista de Ucrania Occidental y con el de Bielorrusia Occidental. La represión también se abatió sobre los dirigentes de los partidos comunistas de Letonia, Estonia y Lituania. Los dirigentes del partido comunista yugoslavo, del partido comunista búlgaro, del chino, coreano, iraní e hindú desaparecieron igualmente.” Y esta enumeración no es de ninguna manera exhaustiva. Los comunistas alemanes refugiados del nazismo sufrieron el mismo destino y el brazo de la purga se extendió incluso por el exterior, llegando, por ejemplo, a la España republicana en guerra civil donde los agentes soviéticos actuaban abiertamente, secuestrando, torturando y asesinando anarquistas, trotskistas, republicanos molestos y, por cierto, comunistas caídos en desgracia.

Robert Conquest hizo, en su obra de 1990 sobre el Gran Terror, un balance del total de sus víctimas durante los años 1937-38:

Arrestos: cerca de 8 millones.

Ejecuciones: cerca de 1,5 millones.

Muertos en el Gulag: cerca de 2 millones.

En prisión a fines de 1938: cerca de 1 millón.

Aumento de los prisioneros del Gulag a fines de1938: casi 2 millones.

El terror como sistema

Esa fue la cosecha de horror de las grandes purgas. Nadie, por sorprendente que parezca, ha matado tantos comunistas como los propios comunistas liderados por Stalin. Ahora bien, hay un par de aspectos del Gran Terror que revelan tan profundamente la naturaleza misma del totalitarismo que merecen una atención particular.

El primero puede incluso pasar desapercibido a primera vista. El proceso contra Bujarin y Rykov fue el último de los grandes procesos-espectáculo pero de manera alguna la última de las grandes purgas sangrientas que afectarían al partido. La última gran purga, discreta pero devastadora, fue llevada a cabo a mediados de 1938 y sus víctimas serían elementos típicamente estalinistas, es decir, nuevos comunistas promovidos en la mayoría de los casos a altos cargos, incluyendo tres miembros del Politburó, por el mismo Stalin a partir de 1926. Esto es lo particular y enigmático de esta purga. El que se trata ahora de “su gente” se nota incluso en la manera, totalmente falta de formalidades, con que Stalin los elimina y que contrasta notoriamente con los procesos anteriores. Ya ni siquiera se digna a informar al Politburó y da órdenes de ejecución en masa sin precedentes, como la de ejecutar a 138 altos dirigentes del 28 de julio de 1938.

La pregunta que aquí surge es acerca de la necesidad de Stalin de lanzarse sobre su propia gente de esta manera. Se puede, de cierta forma, entender la virulencia de la acción contra la vieja guardia a fin de no dejar ningún rival que pudiese, en méritos revolucionarios, medirse con él. También se puede llegar a entender el ataque a los militares con la finalidad de debilitar a aquella institución que de alguna manera podría rivalizar con las ambiciones de poder del partido. Incluso se puede encontrar una explicación para la represión de la intelectualidad a partir de los complejos de un hombre, Stalin, evidentemente burdo y penosamente consciente de su limitado bagaje cultural. Pero lo que no encuentra una explicación simple es este ataque a los propios estalinistas, gente sin mayor prestigio ni posibilidad alguna de rivalizar con Stalin.

Se puede siempre cargarle este tipo de hechos “inexplicables” a los rasgos paranoicos que no son difíciles de encontrar en Stalin, pero esto no es sino confesar que se está ante algo que, de verdad, no se entiende. Mi respuesta es que se trata de una forma inusualmente pedagógica de demostrar ante todos y, especialmente, ante la nueva élite que ahora llegaba plenamente al poder, que nadie estaba por sobre el sistema totalitario, que todos estaban amenazados y que “cualquiera puede desaparecer en cualquier momento”, para decirlo con las acertadas palabras de Leonard Schapiro. Se trata de aterrorizar incluso a quienes ejercen el terror. Este es el non plus ultra del totalitarismo.

El misterio de la confesión

El segundo rasgo extraordinariamente esclarecedor sobre la naturaleza del totalitarismo y de sus raíces marxista-leninistas está en las confesiones de los viejos líderes bolcheviques. La necesidad de las mismas desde el punto de vista del sistema no es tan difícil de entender como manifestación última de su poder. Ahora, el hecho de que tantos revolucionarios, endurecidos por una larga lucha y orgullosos de su historia, llegasen no solo a humillarse como lo hicieron sino a autodestruirse moralmente de manera pública es algo que resiste cualquier explicación fácil. Sin embargo, entender este misterio es la clave misma para entender cabalmente la esencia del pensamiento totalitario.

A entender estas confesiones está dedicada la célebre novela de Arthur Koestler El cero y el infinito, cuyo título en inglés, Darkness at Noon, es mucho más expresivo y está inspirado en las poéticas palabras de Milton: “Oh dark, dark, dark, amid the blaze of noon!”. Lo que se trata de entender es esa oscuridad profunda que surge justamente del resplandor del mediodía de la revolución, ese mal aterrador hijo de la voluntad de crear un paraíso sobre la Tierra.

En el personaje central de la novela, Rubashov, se mezclan las características de varios líderes bolcheviques que fueron víctimas de la violencia estalinista, especialmente Bujarin, Trotski y Radek. Su tesis central –también conocida como “teoría de la confesión”– es que las confesiones encuentran su explicación fundamental en aquel complejo de ideas que forma la esencia del marxismo revolucionario, particularmente su deslumbrante idea de la revolución redentora encarnada por el partido, frente a la cual el revolucionario debe entender su insignificancia y preguntarse siempre, ante cada paso que deba dar, no por lo bueno en el sentido moral sino por lo que, en ese momento específico, favorece aquella gran causa que le da sentido a su vida. Es por ello que mentir o decir la verdad, usar los métodos parlamentarios o el terror, salvar o sacrificar una o muchas vidas, confesar los crímenes más inverosímiles o no, todo ello debe juzgarse no con el rasero de la moral normal sino en función de su utilidad revolucionaria. Y es justamente a partir de este razonamiento que los interrogadores pueden convencer a sus víctimas de que, para ser fieles a sus vidas como revolucionarios, deben ahora mentir y humillarse a sí mismos ya que es justamente eso lo que la revolución y el partido exigen de ellos en ese minuto. Y ellos mismos lo entenderán así a partir de aquella lógica con ayuda de la cual siempre habían vivido y actuado. Lo que ahora harían consigo mismos no es sino lo que siempre habían hecho, es simplemente su vida de revolucionarios puesta en una encrucijada especialmente peculiar que exige de ellos, para no autodestruirse como revolucionarios ante sí mismos, que se destruyan moralmente ante el mundo. Por ello harán lo que harán y lo harán convencidos de que algún día la historia los justificará.

Pocos han, como Koestler, resumido tan certeramente la esencia del pensamiento totalitario que hace desaparecer al individuo ante sí mismo, que lo subsume mentalmente en algo superior, en un destino colectivo que le da sentido a su vida y, por ello mismo, tiene derecho a exigirle que la sacrifique en aras de la causa, como un último servicio a la misma. Esto mismo lo planteó, paralelamente a Koestler, quien fuese jefe del Servicio de Espionaje Militar Soviético para Europa Occidental, el general Walter Krivitski, que había roto con el régimen soviético en 1937. Así escribe en su libro Fui un agente de Stalin: “¿Cómo se obtenían las confesiones? […] Un mundo perplejo observaba, pasmado, como los constructores del gobierno soviético se culpaban a sí mismos por crímenes que nunca cometieron […] Desde entonces el mundo occidental mira las confesiones como un enigma.” Y luego da la siguiente explicación a este enigma: “Si bien muchos factores contribuyeron a quebrar a esos hombres hasta el punto de hacer tales confesiones, ellos las hicieron, a la postre, con la sincera convicción de que ése era el último servicio que podían prestar al partido y a la revolución. Sacrificaban el honor y la vida para defender al odiado régimen de Stalin porque éste seguía representando aún el único y débil destello de esperanza de un mundo mejor, a cuyo logro habían consagrado la juventud de sus vidas.”

Sobre lo mismo ha razonado con profundidad el ya citado Robert Conquest, que dedica todo un capítulo de El Gran Terror al “problema de la confesión”, tratando de darle una explicación a partir de lo que él llama “la mente de partido” (the party mind). Ahora bien, lo que Koestler, Krivitski y Conquest han dicho no es, en el fondo, sino un desarrollo de lo que uno de los principales acusados de los procesos-espectáculo dijo en una célebre carta enviada al mismo Stalin desde la cárcel en la que esperaba su triste fin. Se trata de la carta del 10 de diciembre de 1937 de Nikolái Bujarin a Iosif Vissarionovich (Stalin): “Por dios, no creas que te estoy reprochando nada, ni siquiera en lo más profundo de mi conciencia. No nací ayer. Soy perfectamente consciente de que los grandes planes, las grandes ideas y los grandes intereses deben anteponerse a todo lo demás y sé que sería mezquino por mi parte situar la cuestión de mi propia persona a la par de las tareas universales e históricas que reposan, ante todo, sobre tus hombros.”

Bujarin desarrollará plenamente este razonamiento en su última declaración ante el tribunal que pronto lo sentenciaría a muerte: “Ahora quiero hablar de mí mismo, de los motivos que me llevaron a arrepentirme. Ciertamente, hay que decir que las pruebas de mi culpabilidad juegan también un importante papel. Durante tres meses permanecí encerrado en mis negativas. Después inicié el camino de la confesión. ¿Por qué? El motivo estriba en que, durante mi encarcelamiento, pasé revista a todo mi pasado. En el momento en que uno se pregunta: Si mueres, ¿en nombre de qué morirás?, aparece de repente y con sorprendente claridad un abismo profundamente oscuro. No había nada por lo que mereciese la pena morir, si pretendía hacerlo sin confesar mis errores. Por el contrario, todos los hechos positivos que resplandecían en la Unión Soviética tomaban proporciones diferentes en mi conciencia. Esto fue lo que en definitiva me desarmó, lo que me obligó a doblar mis rodillas ante el partido y ante el país.”

Junto a estas reflexiones, Bujarin desarrolla en esa última declaración un análisis de una profundidad extraordinaria acerca del logro más siniestro del sistema totalitario: su capacidad de contaminar el medio ambiente mental de un pueblo hasta crear un desdoblamiento psíquico que debilita interiormente toda voluntad de resistencia. Se trata de la esencia misma del Estado totalitario, cuya lucha fundamental es por el dominio absoluto de las mentes mediante la imposición de una visión o forma de ver el mundo que adquiere, por su constante y apabullante repetición, tal realidad que termina haciendo que todo aquel que no la comparta o que simplemente la ponga en duda se convierta en un perturbado mental no solo ante el mundo circundante sino, muchas veces, ante sí mismo.

Estas son las notables palabras de Bujarin: “Me parece verosímil pensar que cada uno de los que estamos ahora sentados en este banquillo de los acusados tenía un extraño desdoblamiento de conciencia […] Lo que constituye el poder del Estado proletario no es solamente el haber aplastado a las bandas contrarrevolucionarias, sino también el haber descompuesto interiormente a sus enemigos, el haber desorganizado su voluntad. Esto no ocurre en ningún otro sitio […] en nuestro país, el adversario, el enemigo, posee al mismo tiempo esa doble conciencia, esa conciencia desdoblada. Y me parece que esto es lo que hay que comprender ante todo.”

Con este análisis, Bujarin tocaba la esencia misma del dominio totalitario que ha logrado sus fines últimos, aquella esencia que ya el año 1921 había sido denunciada por los marineros de la base naval de Kronstadt, que se habían sublevado contra la dictadura comunista dirigida en ese entonces por Lenin y Trotski: “Pero lo más bajo y criminal de todo es la esclavitud moral instaurada por los comunistas: ellos han incluso metido sus manos en el mundo espiritual de los trabajadores obligándolos a pensar a su manera.”

Los cómplices

Una de las cosas que, en perspectiva, más asombra ante la brutalidad sin límites que la revolución comunista soviética ejerció desde su inicio y que llegó a su culminación bajo la égida de Stalin, es la cantidad innumerable de cómplices voluntarios que encontró por doquier. Las loas a Stalin fueron interminables entre los militantes de los partidos comunistas pro soviéticos, como el chileno, pero también en toda esa periferia de intelectuales y artistas que tanto hicieron para esconder o justificar los crímenes llevados a cabo en nombre del comunismo. Los que así lo hacían sabían del precio terrible de la revolución de Lenin y Stalin en términos de vidas humanas aniquiladas o devastadas. La información al respecto abundaba ya entonces. Tal vez no conocían todos los detalles o la extensión exacta de la barbarie, pero eso no era para ellos lo importante. Imbuidos de la misma filosofía mesiánica de la historia que inspiraba a Lenin, Trotski, Stalin y a sus bolcheviques, veían la violencia ejercida como un costo necesario para poder realizar la obra de liberación de la humanidad que, según ellos, la Unión Soviética había iniciado. El fin majestuoso justificaba así cualquier medio. Después de todo, habían aprendido de sus clásicos que “la violencia es la partera de la historia” y por ello es que tantos pudieron decir con el Canto General de Neruda:

Stalin alza, limpia, construye, fortifica

preserva, mira, protege, alimenta,

pero también castiga.

Y esto es cuanto quería deciros, camaradas:

hace falta el castigo.

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