Hace pocas noches, y apenas superado un tremendo insomnio –secuela de un programa político–, mi amigo Intuito Grillo me sorprendió interrogándome sobre qué entendía yo por “justicia social”. La pregunta me cayó como un martillazo en la cabeza y entre sueños le respondí que entendía que era una antigua consigna política utilizada por ideologías totalitarias. Me replicó inquiriéndome si acaso había notado que la canción estaba de nuevo en el aire, pero que ahora la entonaban moros y hasta uno que otro cristiano. También indicó indignado que habría sido  invocada como fundamento a la reciente e insólita declaración de la Villa San Luis como monumento nacional, “con la bendición del mismísimo Ministerio de Educación de la República”, sentenció con triste ironía.

Por alguna extraña razón, el episodio de la villa me recordó la película Los Pájaros, de Hitchcock. Por lo mismo, a esas alturas yo ya estaba como lechuza a medianoche. Decidí entonces seguir el juego de Intuito y le pregunté qué entendía él sobre el significado de la expresión.

Partió por decirme que lo de la justicia con el adjetivo “social” le olía a otro fraude del lenguaje, tan fraude como el otrora invocado “pecado social”; que él simplemente no entendía a quienes sostienen que la justicia fuese un concepto que pudiese aplicarle a grupos. Son las personas e individuos con sus nombres y apellidos quienes ejecutan actos o se comportan de formas que puedan ser juzgadas como justas o injustas, y son también esas mismas personas las que deben responder por sus actos.

Me propuso que –para no enredarnos buscando algún significado donde no lo hay– conviniéramos que cuando un político muestra compromiso con la “justicia social” es porque tiene la disposición de quitar a unos para dar a otros. Luego de una pausa me miró fijamente y señaló con convicción que tal propósito sería además imposible de realizar, pues omite que el funcionamiento espontáneo de una sociedad libre y moderna, al utilizar una vasta cantidad de conocimiento (disperso en infinidad de personas), supera largamente las capacidades de cualquier mente humana. Intentar materializar tal anhelo de “justicia” sustituyendo al mercado por burócratas solo representaría un acto de fútil arrogancia. Me instó leer a F. A. Hayek para profundizar en esta idea y con particular vehemencia me recomendó su libro Democracia, justicia y socialismo.

Ya empezaba a temer que se me elevara demasiado mi amigo el Grillo, por lo que a objeto de aterrizar un poco más la discusión le pedí que me describiera las principales corrientes de opinión que promovían la “justica social” y el tipo de política que proponían.

Fue como desatar un vendaval: ¡tan chico, y qué vozarrón demostró tener el Grillo! Hinchó su pecho y con tono severo sentenció que, siguiendo al filósofo objetivista D. Kelley, se identificarían principalmente dos corrientes de opinión (y, presumiblemente también, combinaciones de ellas): una conformada por aquellos que promueven los derechos sociales y otra integrada por quienes buscan la igualdad. Los primeros buscan garantizar derechos universales en ámbitos tales como la salud, alimentación, educación, vivienda, etc.; una suerte de mínimo absoluto (sujeto a los avatares de los mercados políticos). Garantizados tales derechos se admitirían diferencias. A los segundos les preocupan principalmente las diferencias, por lo que ponen el énfasis en la redistribución del ingreso, incluso sin importar que el promedio logrado ex post sea inferior al de una situación sin intervención.

Dijo a continuación Intuito: “Como espero que comprendas más adelante, conforme a esta visión, una lectura cuidadosa de ambas posturas permitiría deducir que ellas –consciente o inconscientemente– no buscarían tanto dar prioridad a los más necesitados, como sí limitar a los más capaces”. Luego de una pausa exclamó: “¿Acaso la justicia social se reduciría entonces a la consigna tristemente célebre del patín?”.

Debo reconocer la sorpresa que me produjo Intuito con tal afirmación. Estaba ansioso por conocer la lógica de su deducción, y así se lo hice saber.

Sugirió partir por la corriente de los derechos. Me señaló que cabía hacer una distinción crucial al hablar de derechos; que los que aquí se discuten –aquellos con apellido social– trascienden largamente a los derechos tradicionales liberales que nos son más familiares. Estos últimos (derecho a la vida, libertad y propiedad) son derechos a la acción, pero no se dan garantías de éxito en su ejercicio y “no” representan una limitación al ejercicio de los mismos de parte de nuestros semejantes. En evidente contraposición, señaló, estarían los “derechos sociales”. Esto es, aquellos que  garantizarían la posesión graciosa de ciertos activos y del consumo de bienes y servicios predeterminados sin hacer ni haber hecho, literalmente, nada. Naturalmente ello necesariamente requeriría una obligación para otros porque los bienes no se crean de la nada. Raya para la suma, la doctrina de los derechos sociales sostendría entonces que las necesidades de unos representarían necesariamente una obligación para otros. Luego agregó que tal doctrina, sin embargo, omite el carácter voluntario de nuestras decisiones de producción. Si yo trabajo y soy muy productivo, pago impuestos para mantener a otros, pero también puedo decidir trabajar menos o incluso no trabajar. Es decir, se trataría de una obligación condicional. Quienes pueden o están en condiciones de generar riqueza y beneficio a la sociedad toda, solo pueden hacerlo bajo condición de compartir su particular ganancia con otros. De lo anterior cabría interpretar que, ya sea consciente o inconscientemente, la doctrina de los derechos sociales no pone el énfasis en privilegiar a los desvalidos, pero sí de limitar a los más capaces.

Le pregunté entonces: “¿Y qué hay de la otra corriente, aquella que promociona la igualdad?”.

Con un modo más pausado, pero no menos entusiasta, dijo: “Tal corriente invocaría la igualdad como un ideal de justicia. Supone que la sociedad en que vivimos es un todo del que cada uno de nosotros nos beneficiamos y que por ello debemos compartir su producto equitativamente, lo que, conforme a esa visión,  significaría igualitariamente”.

Mientras Intuito hablaba me acordaba de mi niñez, en la que era usual que nuestra madre nos dijera a mí y a mis hermanos que a todos nos tocaría por igual. Pensé también de inmediato que en aquel entonces yo solo consumía y nada producía ni aportaba.

Intuito interrumpió mis reflexiones al continuar su exposición: “Pero esa perspectiva de distribución igualitaria supone que las contribuciones de quienes participan no son determinables, o que son innominadas o anónimas. Ignora que son los individuos en la sociedad quienes en virtud de los estímulos a que están sujetos –precisamente por vía de las señales del sistema de precios e interactuando libremente– actúan en consecuencia y producen los bienes y servicios que demandamos y consumimos diariamente. La contribución de cada cual es, en la práctica, perfectamente identificable; tan identificable que se lleva a cabo descentralizada, continua y persistentemente”.

Prosiguió: “De hecho, tan evidente es lo anterior que incluso los igualitaristas han terminado por reconocer el rol clave que cabe a los incentivos en una sociedad moderna para generar riqueza y por consiguiente prosperidad para todos. Por lo mismo, se admitiría la imposibilidad de lograr una justicia redistributiva que procure la igualdad. Es simple: si la madre no dispone de comida, no hay nada que repartir a los hijos”.

Continuó entonces Intuito: “Ahora entran en escena los componedores. Había que tener un planteamiento alternativo, y el más socorrido es aquel asociado a John Rawls, quien postuló que las diferencias eran aceptables solo si favorecen a todos”. Me miró, y dijo: “¿Qué te parece la Chilenita?”.

Señaló entonces que ya no se trataba de justicia; ¿o acaso existe la justicia a medias, o con Chilenitas? Ahora la redistribución tomaba el ropaje de una obligación entre los individuos de la sociedad. Pero con ello volvíamos a la misma paradoja que afecta la corriente que promueve los derechos sociales. Citando textualmente a Kelley, dijo: “Quienes son productivos solo pueden disponer de los frutos de su esfuerzo con la condición de que beneficie a los demás. No hay obligación de producir, de crear ni de generar ingreso, pero si lo hacemos aparecen las necesidades ajenas como limitación de nuestros actos. En otras palabras, toda forma de justicia social se apoya en el supuesto de que la capacidad individual es un activo social”.

Entonces el Grillo suspiró y murmuró, apesadumbrado: “A fin de cuentas, ¿qué de bueno o virtuoso podría provenir de lo que llaman justicia social si no es más que un impuesto al uso del talento y un subsidio a la holganza?”.

Ya me comenzaba a doler la cabeza con tan tétricas conclusiones. Nuevamente asomó en mi mente la película de los pájaros, pero con los cuervos ya en un estado de preocupante agresividad. Me tomé un analgésico, me despedí de Intuito e intenté retomar el sueño.

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