Agradezco muy verdaderamente estar aquí esta tarde para presentar el nuevo libro de Sergio Muñoz Riveros. Felicitaciones al autor y a Ediciones El Libero por el acierto que significa esta iniciativa.

He sido introducido como Presidente de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile. Es un gran e inmerecido honor para mí presidir esa ilustre corporación, y para ser responsable con ella y su importante misión, debo de inicio poner a resguardo su carácter esencialmente plural, de espíritu crítico, racional y dialogante, siendo así aquello que afirme en esta presentación tan sólo la opinión de uno entre sus 36 miembros y en ningún caso la de la Academia, que tampoco es un espacio para pronunciamientos.

Si en mis palabras se deslizan algunos énfasis atrevidos, atribúyanse pues a mi persona y a mi estilo, con total independencia del mencionado cargo.

Dije que había que felicitar esta iniciativa. Naturalmente que en primer lugar al autor, quien ha hecho con abnegación e inteligencia el esfuerzo de dar las razones para una importante alerta, dos cosas que no siempre van juntas, menos en estos tiempos en que se buscan más los impulsos que las razones, y en que el sesgo de una cultura individualista, que mira primero que todo al beneficio propio, induce al acomodo, y en ningún caso a la alerta por lo que dice relación a las urgencias del bien común.

Sergio Muñoz escribe con impecable claridad, se le lee con agrado y facilidad. Su trabajo es serio, rigurosamente informado, y me atrevería a decir que lo que estampa a partir de la página 119 de su libro, bajo el subtítulo “En tiempos de prueba”, hasta el Epílogo del mismo, es lo más clarividente e interpelante que se haya escrito sobre lo que sucede en Chile de Octubre 2019 hasta hoy. Una lectura obligada para quien quiera o necesite registrar con orden y sentido crítico la vorágine de sucesos que, superponiéndose unos a otros con velocidad vertiginosa, hacen perder a menudo la verdadera dimensión de algunos de estos, la mayor gravedad de unos en relación a otros, la causalidad que los enlaza. No es menor esta consideración, pues mal podemos manejar nuestros pasos en un presente tan confuso, sin ese mapa que pone todas las piezas del proceso –las fríamente calculadas y las múltiples derivadas de la pasión y la violencia desbordada- como un solo conjunto en presencia de nuestros ojos.

Es más, en tiempos en que el hábito de la lectura declina o se la hace sin morosidad, la escritura tersa de nuestro autor tendría que ser aprovechada por padres y profesores para un ejercicio de intelección de los hechos por parte de los más jóvenes. Ello, para practicar el impostergable ejercicio de entender el mundo en que les toca vivir, antes que sea tarde y la intelección de éste quede, ojalá, para aquellos historiadores que respeten la verdad.

Yo no voy a glosar ni adelantar las informaciones que el libro trae, ni como las ordena ni como las analiza. Están todos los que escuchan o leen estas palabras calurosamente invitados a correr el velo de las páginas de “Estado de alerta”, pudiendo yo asegurarles que no perderán su tiempo y que, sobre todo, lo agradecerán.

Quiero detenerme en otros aspectos que me parecen como las premisas de lo que aquí uno lee, es decir, en aquello que se visualiza como el fundamento que permite al autor llegar a donde llega. Hay elementos que apuntan a la experiencia vital de Sergio. Otros, a los que en esa experiencia separa y a la vez une al autor comentado y a quien ha invitado amablemente a comentarlo. Luego, a ciertas apreciaciones complementarias, si se me permite, de aquello que aquí se expresa como las causas que anteceden al proceso en curso. Tres pisos por lo tanto.

No es el análisis de un politólogo ni el de un historiador, sino el de quien ha incursionado modestamente en la filosofía de la historia y en un buen soporte de ésta, como es el periodismo cultural.

Vamos entonces a ello:

Primer piso: Desde luego hay algo que resalta para mi en la seriedad, claridad, rigor informativo, esencialidad de lo que escribe el autor. Y me atrevería a decir que lo que allí yo veo es que este libro nace de un espíritu sufrido, con lo cual no quiero exagerar ni dramatizar, mas sí traer a nuestro recuerdo que el sufrimiento maduramente asumido, y la verdad, se hermanan. Y la escritura de nuestro autor, más allá del ejercicio de verificación empírica, tiene un fuerte halo de verdad.

Esta aseveración es fácil de verificar si una toma un hecho primordial, relatado aquí por Sergio Muñoz: nos referimos a su camino emprendido cuando era todavía estudiante secundario, o de “humanidades” según se decía entonces. Es decir, su ingreso a la cruda militancia en el partido de Marx y Lenin, camino que durará largos veinte años y que junto a compensaciones intelectuales sufrirá toda especie de pruebas: el rigor de una militancia dura y sin claudicaciones, del estudio y trabajo incondicionales al servicio de la causa; logros en una formación disciplinada y en la vivencia estimulante de una “emoción compartida”, pero también arduas derrotas en el sentido existencial y material del concepto: exilio, villas Grimaldi, el recuerdo de camaradas caídos; sobre todo la prueba de la desilusión ideológica y del rehacerse interiormente.

Yo me atrevería a apreciar en su relato –descartada la connotación religiosa del termino, pues nuestro autor no es religioso- lo que los griegos llamaron “kénosis”, para expresar un total “desasimiento”. Sin el antecedente de una experiencia interior así, no comprendería los resultados de éste y otros escritos de nuestro autor. En la escritura de Sergio, que atraviesa con cuidado situaciones enormemente delicadas, no hay concesiones a la galería o a la mundanidad burguesa, o como quiera ello llamarse. Hay aquí virtud humana. Va a lo que es, con convicción y recato, sin omitir la claridad.

Segundo piso: De la parte final retrocedo ahora a la primera parte del libro (páginas 19 a la 32), testimonio muy notable, relatado en primera persona, con las cualidades de escritura ya subrayadas, donde se describe con realismo y claridad el trasfondo mental que dominó mayoritariamente el interés por las realidades históricas en juego en casi toda nuestra generación –en muchas partes del mundo, en Europa y Latinoamérica, muy fuertemente en Chile- ello en todos los espectros ideológicos y políticos, también en el mío, situado entonces en las antípodas de nuestro autor. La experiencia suya es fuertemente paradigmática y su descripción aparece bajo el subtítulo “Hijastros de Lenin”, aunque hay también luminosas pinceladas de la misma dispersas en otras partes del libro.

“Ingresar a las filas de las Juventudes Comunistas era una especie de bautismo”, nos declara Sergio Muñoz en la primera frase de dicho capítulo. Algo impresionante y de resonancias épicas para jóvenes de 16 o 18 años. Sentían todos que les estaba reservada una alta misión, por la cual se determinaban a un pacto de fraternidad que los unía en cualesquiera fueran las dificultades, con una total subordinación de los intereses personales a los colectivos. Se llegaban a considerar a sí mismos, cuenta, como hechos de otra madera, por lo que a los propios aliados se les miraba con reserva.

El trasfondo pseudo-religioso de esta especie de “conversión” queda patente en estas expresivas líneas: “El descubrimiento del marxismo fue como un relámpago interior. Parecía que se iluminaban por fin las regiones más profundas de la realidad.” Agrega a ello que era un raciocinio compartido entre los jóvenes militantes que “si los comunistas son tratados como los primeros cristianos y soportan pruebas tan duras por sus convicciones, deben tener mucha razón”. El Partido adquiría así, nos relata, una autoridad incontrarrestable que, confiesa nuestro autor, “venía a llenar la necesidad que teníamos, después de alejarnos de las creencias religiosas, de contar con un nuevo centro ordenador de lo bueno y de lo malo”. Este estado de espíritu se constituía, nos explica, en “una especie de armadura para enfrentar cualquier batalla” (…) “la ideología comunista nos inspiraba una mezcla de respeto y temor, un sentimiento parecido al provocado por la religión”.

Diversos críticos del marxismo-leninismo han apuntado a este fenómeno, el de una “religión atea” e incluso el de una inversión materialista de la experiencia judeocristiana, ideada por un filósofo heredero por familia de aquellas culturas, la judía y la luterana, su nombre Karl Marx.  El vívido relato autobiográfico de Sergio Muñoz tiene entre tanto la ventaja de situar nuestros pies en esos barros, que no son exclusivos del comunismo, y en los que yo debo reconocer también rasgos muy notorios en mi juventud.

La secularización de la Europa cristiana y de su prolongaciones geográfico culturales produjo, ya desde el siglo XIX, un reduccionismo que bien podemos identificar con el fenómeno gnóstico, muy común bajo ritos y formatos distintos, en los primeros siglos del cristianismo. Esto ha venido recién a ser puesto en palabras claras y fáciles de inteligir por el Papa Francisco, quien en su primera Exhortación apostólica Evangelii gaudium critica la “fascinación del gnosticismo” y luego dedica amplio espacio a la gnosis como engaño religioso en nuestro tiempo, en su carta Placuit Deo. Se trata, pues, de una cuestión nada menor, también al interior del mundo cristiano.

Primitivamente, en los primeros siglos de esta era, la gnosis se hacía presente como una doctrina iniciática, destinada a ser revelada a una élite de escogidos. Los gnósticos cristianos –combatidos por los primeros padres de la Iglesia, en particular Irineo de Lyon- reclamaban ser “testigos especiales” de Cristo, con acceso directo al conocimiento de lo divino a través de la gnosis o experimentación introspectiva, por la cual se podía llegar al conocimiento de verdades trascendentales. La gnosis era, pues, la forma suprema de conocimiento, solamente al alcance de los iniciados.

La “fascinación del gnosticismo” a la cual se ha referido el Papa Francisco puede ser modernamente distinta en sus rituales, pero epistemológica e ideológicamente es muy parecida.

¡Qué distinto, desde luego, todo esto, de aquello que la tierna Violeta Parra declaró un día a Soublette: “¡A Cristo no me lo saca del corazón ni el Comité Central del Partido Comunista!” Expresión que nos ilumina al respecto y nos sumerge –más allá de cualquier ideología- en el  “sustrato cristiano” del continente latinoamericano,  según lo denominara Puebla.[1]

En los años sesenta, mientras en las Juventudes Comunistas en que militaba Sergio Muñoz Riveros se veía el mundo con esa mirada que él nos ha descrito –“un relámpago interior que iluminaba las regiones más profundas de la realidad”- y se la adscribía a modelos concretos, que también nos relata con pormenores, como la visión modelar que ejercía la Rusia soviética, la personalidad de Lenin y la severa austeridad de sus costumbres  (que se prohibía hasta de escuchar música para no reblandecer el espíritu de lucha), algo con parecidos sorprendentes sucedía en la vereda de enfrente.

Él tuvo que luchar, nos relata, para autoafirmar su gnosis atea –ese relámpago interior- contra algo importante como era el factor católico de su familia. Otros muchos, como quien habla, navegando a esa misma edad en aguas pipiolas que no exigían dar cuenta de nada salvo de los malos modales, caminábamos muy desinhibidamente, a través de amigos, hacia maestros que invocando las misma epopeyas que apasionaban a las Juventudes Comunistas, como nos relata el autor, las de la Guerra  Civil española, adheríamos en cambio al espíritu de la Cruzada, como se llamaba el de la causa franquista. Frente a Dolores Ibarruri, la Pasionaria, se erguían con admiración figuras como Calvo Sotelo y Primo de Rivera, asimismo los jóvenes fusilados en Paracuellos de Jarama y, por cierto, con mucho fundamento, los miles de mártires, sobre 10 mil religiosos y una quincena de obispos.

Es interesante observar las universales repercusiones de esa trágica contienda, que dejó un millón de muertos, antecesora de la 2ª Guerra Mundial, en la perspectiva que venimos abordando. Desde el catolicismo francés, muy representado por figuras como Jacques Maritain y alineado con la República española, hasta el ambiente de la Acción Católica en Chile donde, nos cuenta William Thayer, el Padre Hurtado eludía que se discutiera sobre el tema, por el daño interno que provocaban las divisiones.

Creo que, a la luz de cómo transcurren los hechos en las décadas siguientes –considerado el auge de la Guerra Fría, la crisis de los misiles soviéticos en Cuba, lo cual coincide con la apertura del Concilio Vaticano II, a lo que agregaría la ulterior evolución del referido régimen franquista- comienza a delinearse entonces una forma distinta de ver el mundo que tendrá inmensos efectos. Aunque prevalezca hasta 1982 la “doctrina Brezhnev” (la común alianza en defensa de la revolución), en los años sesenta se hace presente el antiestalinismo y los primeros signos de deshielo en la URSS -que no necesariamente coincide con lo que sucede en Chile y en esta Latinoamérica a la que mira Cuba- y la reacción católica ante los antiguos modelos es anuncio de un cambio que se prepara, con la constitución conciliar Gaudium et spes, para mirar ya hacia el fin del    siglo XX y todo su indecible y vertiginoso acontecer.  La crisis del postconcilio, que tanto ruido y confusión produce, puede también ser vista  como el estertor de esos seductores relámpagos interiores de que habló nuestro autor por experiencia propia, es decir, de secularismos religiosos o formas de gnosis prevalecientes también a este lado de la vereda, el católico, que por derecha e izquierda se hacen guerra.

Tercer piso: Cuidando no alejarnos de lo que nuestro autor describe, apunto a un hecho que relaciona lo recién dicho con el “impacto de la derrota”, como lo llama, que golpea al joven Sergio Muñoz en 1964, cuando Eduardo Frei Montalva vence a Salvador Allende por mayoría absoluta en las elecciones presidenciales. Me refiero a aquello que, al tenor de lo antes señalado, ahora aparecía a luz, pero que germinaba en   Chile ya desde 1940, cuando Eduardo Frei Montalva escribe su libro “Política y Espíritu” y Gabriela Mistral (faltaban cinco años para que se le otorgara el Premio Nobel de Literatura) redacta para éste un hermoso Prólogo. Llama Gabriela a la “unidad nacional” y  lamenta ella nuestros extravíos. Luego, refiriéndose a un conocido autor francés en las cercanías de Maritain, Charles Peguy, se queja:

“Usted sabe, amigo Frei, que esos hombres no los produce la confusión de los pueblos nuevos ni el desorden de la democracias improvisadas. (…) Nosotros quemamos la(s) etapa(s) y somos pobres de una pobreza particular y mala: la de carecer de ciertas experiencias profundas; nuestra edad media primitiva –la india- la renegamos; el Medievo español apenas lo conocimos, pues de golpe y porrazo caímos en el bric-à-brac de las democracias fabricadas como los carros Fords o el jabón Palmolive. (…) ¡Menuda pretensión, ser un moderno sin haber sido ni clásico ni medieval!”

Esos esfuerzos y la convocatoria de esta poeta extraordinaria daría sus frutos 24 años después; frutos que, creo adivinar, hoy asumiría Sergio Muñoz, pero que entonces le supieron a derrota.

Pienso hace tiempo que, a diferencia de lo que postula Mario Vargas Llosa en su última novela “Tiempos recios”, no fue la odisea del presidente liberal Jacobo Arbens, de Guatemala, en lucha contra la CIA y la United Fruits que lo derrocan en 1954, el modelo de reforma que hizo falta a Latinoamérica para aislar a la revolución castrista. El viento más fuerte que podía con eso y que en palabras de Gabriela Mistral quiso dar voz al continente, venía no del norte sino del sur. Era el de esa corriente cultural que despertó San Alberto Hurtado dando a conocer en nuestra patria la hasta entonces completamente ignorada doctrina social de la Iglesia, lo cual, sin imaginárselo, transformó a la DC en el gran partido de la clase media chilena, antes identificada con el centrista Partido Radical. Fue una gran ilusión en la vida de la Mistral postular dicho viento como la voz que necesitaba ya entonces Latinoamerica, pero que en su conjunto jamás encontró. Gracias a Dios no con Castro, pero tampoco con Perón ni con Haya de la Torre.

¿Qué pasó luego? Me remito a una conversación con mi fallecido amigo William Thayer. “No te puedes imaginar –me dijo una tarde estando solos- lo que fue vivir ese contraste histórico: en 1964 triunfábamos por mayoría absoluta, controlábamos el Parlamento, nuestro ícono intelectual Jacques Maritain era señalado al cierre oficial del Concilio como el intelectual católico más autorizado en el mundo y… al cabo de cinco años, ¡no quedaba nada en pie!”. Después de dos años como Ministro del Trabajo y dos en Justicia, antes de trasladarse a la rectoría de la Universidad de Valdivia -en aquella misma conversación me lo contó Don Willie- compartió también largamente con el Presidente Frei Montalva la gran preocupación que a ambos embargaba sobre el futuro. Coincidentemente, en una de aquellas conocidas entrevistas televisivas tituladas “In Memoriam”, el expresidente señala su gran desazón recordando cómo a la altura de 1968, algo así como ese “relámpago interior” que hemos comentado, irrumpía incontenible en el espíritu de muchos de su sector y el rumbo cambiaba hacia el desastre.

¿Era necesario, por ejemplo, que el anunciado y por cierto inevitable término de “tres siglos del Chile hacendal” –como acertadamente ha llamado Alfredo Jocelyn Holt el contexto histórico del campo chileno entonces- fuese activado en clave lucha de clases? ¿Cuál es el significado profundo de lo que sigue muy luego, los mil días de Allende? Por muy interesante y tentador que fuese entrar en ello, explicando mis coincidencias y discrepancias con el estimado autor, sería ello abusar de la paciencia de quienes nos acompañan. Puede quedar para otra oportunidad.

Sergio Muñoz Riveros propone en la parte final de su libro un “Pacto por la República” y da buenas y urgentes razones para que sea así. Ponerse de acuerdo para terminar con la insoportable y muy peligrosa levedad del ser que domina la política y desafía al Estado de Derecho es una conclusión para su libro que hace real sentido.

Como en esta recta final, y no sólo en ella, se menciona el consistente esfuerzo del expresidente Ricardo Lagos en el ámbito constitucional, no puede uno, a la par, dejar de plantearse aquí la pregunta de qué pasó en el partido del expresidente Allende, el Partido Socialista, para en lugar de abrir sus puertas en la pasada disputa presidencial a la figura que más consenso ha alcanzado en su historia –precisamente Ricardo Lagos- se las cerrase en pro de la insignificancia. Esta pregunta, ineludible a vista de lo acontecido durante estos cuatro años, levanta, a mi por lo menos, una fuerte inquietud acerca de viabilidad y posibilidad de ese deseable y urgente Pacto por la República.

¿No son vientos de esa naturaleza los que trajeron estas tempestades?

Cual es el trasfondo antropológico-cultural que nos muestra la política hoy es algo que no podemos dejar de medir en aras de lograr lo posible.

“La ideología (comunista) nos inspiraba una mezcla de respeto y temor, un sentimiento parecido al provocado por la religión”, ha confesado nuestro autor, recordamos antes. ¿Dónde hoy se halla esto?

No me parece extravagante preguntarse si acaso no entramos –en medio de esto que algunos llaman “crisis epocal”– en ese fenómeno típicamente moderno que preveía el mayor escritor alemán del siglo XX, Ernst Jünger, a quien tuve oportunidad de entrevistar todavía en 1993, cuando cumplió él 95 años: la planetarización de Occidente (y no sólo) a través de la técnica, que lo moldea según sus necesidades dando cumplimiento a la profecía de Nietzsche, que hacía coincidir el fin de la metafísica con el comienzo del nihilismo universal, primer escalón en el ascenso de la voluntad de poder. El completo opacamiento actual de la “auctoritas” a favor de la “potestas”, pienso yo, pareciera hablar de ello.

Nuestro gran historiador Mario Góngora, por allá en 1966, bucendo en la ideología del “desarrollismo”, actual entonces y después, concluía en forma muy semejante que se avanzaba en una expresión más del utopismo que nos envolvía, emparentado con el abandono de la conciencia histórica[2], situación, decía, que empuja a “vivir al día”: una versión de la Massenaufklaerung que podía acarrear “la destrucción del alma”, advertía.

Preocupémonos pues del alma. Bien hace Sergio en decirnos que la cima de la humanidad es la compasión y en citar al gran Octavio Paz para recordarnos que la sustancia de lo humano es la comunión que mantenemos con los demás. Muchas gracias.

[1] En 1978 la Conferencia Episcopal Latinoamericana en México, Puebla de los Ángeles.

[2] Sobre el tema de la conciencia histórica y sus proyecciones juzgo oportuno traer a colación este pensamiento del filósofo ruso Nikolai Berdiaev expresado en su libro El sentido de la historia. Exiliado en Francia, junto con Mounier y Maritain, Berdiaev fue uno de los inspiradores de la célebre revista Esprit : “Una de las falsedades de la conciencia contemporánea es su actitud antihistórica, anárquica y rebelde al proceso histórico a través del cual los individuos, las personas, sintiéndose distanciados, separados y aislados de todo lo que es historia, se sublevan contra el proceso histórico mismo, como si se tratase de algo que los oprime. Pero, en definitiva, esta actitud no es libre, sino esclava, porque el que se subleva y rebela contra el grandioso contenido divino y humano de la historia no lo reconoce como suyo, como algo que se manifiesta en su propia intimidad, sino como algo que le viene impuesto desde fuera. Esta postura rebelde y anárquica se funda en una actitud espiritual servil y no en la libertad de espíritu. Y sólo es libre de espíritu aquel que ha cesado de considerar la historia como algo que le es impuesto desde el exterior y ha comenzado a contemplarla como un acontecimiento interior de la realidad espiritual, como su propia libertad”. (Citado en el ensayo Filosofía de la historia en Christopher Dawson, por Jaime Antúnez Aldunate, Ediciones Encuentro, Madrid, 2007, pág. 82)

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