Decía Karl Popper: “La creencia en la existencia empírica de conjuntos o colectivos sociales, a la que podríamos llamar colectivismo ingenuo, debe ser remplazada por el requisito de que los fenómenos sociales -inclusive los colectivos- sean analizados en función de los individuos, sus acciones y relaciones entre ellos”.

Somos una sociedad de personas libres, anteriores a la existencia del Estado con derechos inalienables que nadie -especialmente a quien conferimos el monopolio del uso de la fuerza- puede restringir siempre que no dañemos la vida o la libertad de otras personas. Sobre la base de este acuerdo voluntario que fue evolucionando y permitió pasar del tribalismo a la civilización –hoy de más de siete mil millones de personas– es que nos imponemos un Estado y a los actores políticos que lo representan. Es de la esencia de este sistema que no se pueda impedir expresarnos libremente y menos cuando estas restricciones son impuestas por los propios interesados -los políticos o burócratas en ejercicio- quienes están al servicio de las personas, son pagados por ellas y no debieran poder imponer su voluntad en la esfera de la libertad de las personas.

Así lo reconoció inicialmente Estados Unidos, y a poco de sancionar su primera Constitución aprueba en 1791 la Declaración de Derechos conocida como Bill of Rights, cuya Primera Enmienda declara el derecho a la libertad de expresión prohibiendo que el Congreso apruebe cualquier ley que coarte el derecho de cada individuo a expresarse libremente. Esta enmienda ha tenido diversas interpretaciones judiciales. En la más reciente, Mc Cutcheon v. Federal Election Commission (2 de Abril 2014) la Corte sentenció que los límites fijados por la Federal Election Campaign Act (FECA) de 1971 sobre cuánto puede donar una persona a un candidato, a partidos políticos y a comités de acción política combinados respectivamente en un período de dos años conocido como el “ciclo electoral”, violaba la Cláusula de Libertad de Expresión de la Primera Enmienda de la Constitución. El juez John G. Roberts Jr, que expresó la opinión mayoritaria sentenció que “no hay derecho más básico en nuestra democracia que el derecho a participar en la elección de nuestros líderes políticos”(…) “Seguramente muchos ciudadanos estarían encantados de ver menos comerciales sobre los logros de un candidato o de otro atacando a sus adversarios”, escribió, para agregar más adelante: “El dinero en la política puede, a veces, parecer repugnante para muchos, pero también lo son muchos de los actos que tan vigorosamente defiende la Primera Enmienda. Si ella protege la libertad para quemar nuestra bandera, para realizar desfiles nazis y permite protestas en funerales –a pesar de la profunda ofensa que pueden causar tales espectáculos– debe proteger también los discursos o financiamientos privados de campañas sin límites y a favor de cualquier candidato, aún si existiera oposición popular”.

En los últimos tiempos y en concordancia con la creciente interferencia de los gobiernos en la vida de los ciudadanos se ha difundido la idea de parte de los propios interesados -los políticos- que las campañas deben financiarse con fondos públicos y que debe ponerse límites a las donaciones particulares.

Además de la tremenda inmoralidad que significa que los propios interesados en ganar un cargo o banca financien su elección con el dinero de nuestros impuestos o con cargas sin compensación a los medios de comunicación, las leyes de financiamiento público de campañas políticas, al socavar elecciones competitivas dañan la democracia misma. La evidencia demuestra que restringir la cantidad de fondos que se pueden recaudar de los ciudadanos sólo ayuda a los políticos en el cargo, quienes son más conocidos que sus desafiantes porque se convierten en figuras públicas que se adueñan de las acciones hechas con nuestras contribuciones. Estas leyes fomentan también incordios como el de los nueve candidatos de la última elección presidencial de Chile, algunos de los cuales no representaban a nadie.

Ejemplo del cinismo que se esconde tras el falso ideologismo de la lucha contra la corrupción en las campañas políticas es la Enmienda de los Millonarios de la ley McCain-Feingold que levantaba los límites de financiación cuando aparecía un competidor que podía financiarse a sí mismo. Si la esencia de la ley era evitar la presunta corrupción debieron recordar que ésta se deriva de un acuerdo quid pro quo que vincula donaciones con acciones particulares de un político en ejercicio. Quien usa su propio dinero para financiar su campaña no puede ser auto corrompido. Y además los candidatos que emplean su propio dinero reducen su susceptibilidad a las presiones de coacción.

Pero además hay otro tema moral: ¿Por qué obligar a los contribuyentes a financiar con sus recursos a partidos que no quieren financiar? ¿Cómo obligarlos a pagar por las banderitas y panfletos de candidatos que no sólo no votarán sino con quienes están en las antípodas del pensamiento?

Las regulaciones sobre financiamiento de campañas no atacan la corrupción simplemente porque las contribuciones en campaña no corrompen a los políticos. En un artículo de 2003 en el Journal of Economic Perspectives, tres académicos del MIT relevaron más de cuarenta estudios publicados entre 1976 y 2002 y encontraron que en tres de cada cuatro casos las contribuciones de campañas no tuvieron efectos significativos o los tuvieron de signo opuesto. Para corroborarlo hicieron su propio estudio que también concluyó que los votos de los legisladores dependen de sus propias creencias y de las preferencias de sus votantes y de sus partidos (recordemos que en Estados Unidos el sistema electoral es por circunscripción uninominal por lo que la dependencia de los candidatos de sus votantes es determinante). Y en consecuencia las contribuciones en dinero no tenían ningún efecto en la conducta del legislador electo. En lugar de ser contraintuitivo parece lógico que los legisladores no quieran traicionar sus principios políticos o los de su electorado por una contribución de campaña. Después de todo son los votos y no los pesos los que se colocan en las urnas y no tiene mucho sentido contrariar a los votantes por una contribución que sólo puede ser usada para tratar de conquistar nuevamente a esos mismos votos.

Las llamadas reformas al financiamiento de las campañas políticas nos distraen de la verdadera fuente de potencial corrupción -el gobierno ubicuo, aquel que todo lo quiere presenciar y que vive en continua intromisión. Con creciente énfasis en las últimas décadas la mayoría de los gobiernos fomentan la corrupción porque ejercen sus cada vez más vastos poderes sobre todo aspecto de la vida de los individuos. Esto nada tiene que ver con el financiamiento privado de las campañas políticas.

El problema que se está viendo -y quizás esto explique el fallo de la Suprema Corte de EE.UU. de abril pasado- es que los sistemas representativos están sufriendo de la discapacidad que significa un sistema político no competitivo. La política tiene cada vez elecciones menos competitivas y aunque es razonable la reelección, ésta se exacerba con las ventajas del financiamiento público.

Si fueran necesarios cambios en el financiamiento de las campañas lo primero que debería pasar es que los políticos electos sean desvinculados de la redacción de estas regulaciones y de las del sistema electoral. De allí la importancia de defender el derecho inalienable de cada individuo para expresarse y apoyar sin restricciones y con su esfuerzo a quien considere más idóneo para el cargo en el que lo va a representar. No habrá ninguna mejora en la competencia política y calidad de las instituciones democráticas hasta que el zorro deje de ser el guardián del gallinero.

Eleonora Urrutia, abogado, MBA y PhD (c) en Economía.

Abogado, máster en Economía y Ciencias Políticas

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