Hace una semana, justo cuando la luz se escapa y las sombras se dejan caer, un hombre transitaba a la eternidad a la orilla del mar. La tarde de ese viernes 13 de agosto falleció Alejandro Guzmán Brito, después de una vida dedicada al derecho.

Escribir sobre un hombre de excepción se hace difícil, pues en el caso de don Alejandro son muchas y muy variadas las vertientes de su quehacer, que volcó en un número no despreciable de proyectos de distinta índole. Como jurista en el más acabado sentido del término, nunca quedó circunscrito al gabinete de trabajo o al aula, sino que su actividad lo llevó a impulsar con decisión muchas iniciativas hasta lograrlas: era un hombre de acción.

Nacido en marzo de 1945, estudió en el colegio Rubén Castro en Viña del Mar, y luego siguió la carrera de Derecho en la Universidad Católica de Valparaíso (1965-1970), de donde no saldría más, y en la cual hizo una carrera académica completa, hasta ser nombrado profesor emérito en años recientes. La impronta de don Alejandro en la Facultad de Derecho de esa casa de estudios superiores ha sido importante, como que fue director y decano de ella por largos períodos. No solo dictó clases, sino que fundó y dirigió revistas —la Revista de Estudios Histórico-Jurídicos (1976) es la más importante del país en su especialidad y quizás dentro de toda América—, organizó seminarios y congresos, nacionales e internacionales, se preocupó de su biblioteca, e incluso de trabajar en variados cuerpos normativos internos que la organizaron. Su dedicación a la academia desbordó su alma mater, pues fue catedrático, profesor titular de Derecho Romano, de la Universidad de Chile desde 1974, así como prorector (1986-1989) y luego rector por un corto período (1989) de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación. También mantuvo activa vinculación con otras instituciones, como la Universidad Diego Portales, a través de la Fundación Fueyo.

Estudió el doctorado en la Universidad de Navarra (1971-1973), distinguiéndose en forma excepcional; su tesis doctoral Tres estudios en torno al nombramiento de tutor en el derecho romano (1974), calificada con summa cum laude, fue dirigida por Álvaro D’Ors, de quien fuera su discípulo, y a quien siempre recordaba con especial cariño.

Integró numerosas instituciones científicas en el mundo en Chile y el mundo: en 1982 se incorporó a la Academia Chilena de la Historia, del Instituto de Chile, como académico de número, y como tal fue correspondiente de la Real Academia de la Historia de España (1984). En Argentina fue aceptado como miembro correspondiente del Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho de Buenos Aires (1983), y de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, Argentina (1987). Formó parte del Instituto Internacional de Derecho Indiano, cabiéndole la responsabilidad de organizar su VXI Congreso, que se celebró en Santiago en 2008, cuyas actas se publicaron en dos tomos y en las cuales el mismo fungió como editor académico.

Su quehacer no solo se concentró en el derecho romano —donde se le considera un romanista excepcional y de prestigio internacional—, materia en la cual su texto Derecho Privado Romano (1996) en dos gruesos volúmenes, y que ha merecido nuevas ediciones, está reputado como el mejor en lengua española.  También se dedicó con especial acierto a la historia del derecho, con líneas de investigación en la historia iberoamericana del proceso de codificación, tema en el cual tomó a todo un continente como provincia suya. Para el caso de Chile, y con toda responsabilidad, se puede afirmar que no hay especialista vivo en la materia que lo supere. La coronación de esta preocupación suya la marcó la celebración del sesquicentenario de la promulgación del Código Civil de la República, en 2005, para lo cual encabezó el congreso internacional que entonces se organizó y que fue inaugurado por el Presidente de la República, Ricardo Lagos. Uno de sus primeros libros al respecto, Andrés Bello codificador. Historia de la codificación del derecho civil en Chile (Santiago, 1982) en dos volúmenes, constituye la piedra sillar de estos estudios modernos, y su solidez es tal, que podrán hacérsele correcciones puntuales o agregársele alguno que otro nuevo antecedente —nada perfecto ha salido jamás de las manos del hombre—, pero no superárselo. Por esta vía también llegó a estudiar a Andrés Bello, en particular dentro de la esfera jurídica, convirtiéndose con el tiempo en un especialista también en esto, en un ‘bellista’. Dos trabajos merecen destacarse en esto, su biografía breve y bien ceñida da datos para un público general, y que apareciera en uno de los volúmenes de Chilenos del Bicentenario, editados por El Mercurio y la Universidad San Sebastián (2010), y su Vida y obra de Andrés Bello, especialmente considerado como jurista, con dos ediciones, una en Navarra (2008) y otra nacional (Globo Editores, 2009).

Otro perfil algo más desconocido suyo es el que lo caracteriza como un intelectual, como una persona a la que le importa lo que ocurre en el país, en lo público, y por lo tanto tiene algo que decir al respecto. En este ámbito, que claramente se distingue de su producción científica, las derivaciones temáticas que escogió casi siempre coincidieron con una perspectiva jurídica, reforzada con una postura política implícita de carácter conservadora, la cual nunca buscó ni deseó soslayar. Sus colaboraciones tienen valor porque resultan del ejercicio intelectual honesto y del peso reconocido de su preparación académica. La antigua auctoritas romana que se hace carne en Guzmán Brito en su vasta obra jurídica, en esta esfera de su quehacer también se impone, malgré tout. Sobresalen entre todas sus columnas periodísticas, aparecidas fundamentalmente en El Mercurio de Valparaíso, así como en el de Santiago, las dedicadas a asuntos de política contingente, que ve desde lo alto, sin bajar al llano de lo cotidiano, pero sobre todo hace hincapié en el buen uso del lenguaje y la correcta acepción de los términos. No hay que olvidar que como jurista Guzmán Brito gustó investigar acerca del amplio tema de la interpretación del derecho, y con ello la preocupación por la lengua resulta natural. En consonancia con lo anterior, quizás su más logrado trabajo de historia del derecho —cien por ciento puro, sin concesiones a otras áreas del conocimiento que lo apoyen—, sea precisamente el que dedicó a la Historia de la interpretación de las normas en el derecho romano (2000), un auténtico modelo a seguir, tanto en su concepción como en el tratamiento de la materia.

Trabajó también en el campo de la dogmática jurídica en el Derecho Civil, con múltiples artículos y ponencias en congresos y encuentros; quizás de sus libros más importantes sean el dedicado al Derecho Privado Constitucional de Chile (2001), donde aborda un tema muy poco tratado, buscando darle cierta sistematicidad a la materia, y el que estudia Las reglas del Código Civil de Chile sobre interpretación de las leyes (2007), con dos ediciones.

Digamos al concluir, que fundó en 1976, junto a otros destacados profesores de la época, entre ellos Alamiro de Ávila Martel, la Sociedad Chilena de Historia del Derecho y Derecho Romano, de la que fuera su presidente hasta el momento mismo de su muerte. A través de esa organización buscó no solo mantener ambas disciplinas vigentes, proyectándolas en los estudios universitarios, sino que promoviéndolas como esencialmente formativas para el abogado, sin las cuales la calidad científica de la enseñanza del derecho se reciente.

El jurista ha desaparecido, pero no así su ejemplo y legado, que recién comienzan a aquilatarse, y que las generaciones por venir habrán de apreciar en su justa medida. Enseñó a auténticas legiones de alumnos, formó a muchos discípulos que continuarán su escuela, y forjó amistades, que como la mía, durarán lo que dure mi propio recuerdo.

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