“Estamos en un punto en que la tecnología nos ha adelantado”, afirmó, hace unas semanas atrás, el líder de innovación de la empresa Microsoft Ibérica, David Hurtado, en una entrevista en el diario de El Mercurio. En ella, el empresario se refiere al impacto que ha provocado en la industria digital un tipo de inteligencia artificial conversacional, llamada Azure OpenAI, que la empresa Microsoft utiliza ya hace dos años. Al respecto, comenta que esta nueva tecnología no sólo es capaz de responder bien a unas cuantas preguntas fijas, sino que es capaz de mantener una conversación con el cliente, conocerlo y darle una solución que puede razonar y explicar. Por ejemplo, si el cliente quiere viajar, el sistema inteligente le hace unas cuantas preguntas y luego le entrega un itinerario en el que a través de un buen razonamiento le aconseja que países le conviene visitar y en qué orden. Y también lo puede aconsejar en asuntos de negocios, como sugerir qué créditos bancarios son mejores que otros, etc.
Sin duda alguna, estás máquinas inteligentes nos causan admiración, en especial a quienes no nacimos en la era digital, porque reconocemos que el desarrollo de este tipo de tecnología facilita el trabajo y la vida en general, en sus aspectos de eficiencia, rendimiento, ahorro de tiempo, para que de este modo, por fortuna, dispongamos de libertad para dedicarnos a los asuntos propiamente humanos, que nos interesan de verdad porque tienen relación con lo creativo, lo lúdico y con el cultivo de nuestras relaciones interpersonales.
Sin embargo, si bien estas nuevas herramientas nos pueden aliviar de todo ese aspecto monótono del trabajo, tales como liberarnos de la tarea de acumular y ordenar volúmenes extensos de información, eso no significa que de hecho estemos disponibles para esas actividades propiamente humanas, ya que muchos de nosotros tendremos que superar con dificultad el no dejarnos seducir por la eficiencia y poder de estas máquinas y en definitiva, el evitar convertirnos, poco a poco, en esclavos de éstas. Heidegger, unos de los pensadores más importantes del siglo XX, anunció de manera anticipada el reto que iba a significar para la humanidad el desarrollo veloz de la tecnología. Al respecto, Heidegger, comenta: “Lo verdaderamente inquietante, con todo, no es que el mundo se tecnifique enteramente. Mucho más inquietante es que el ser humano no esté preparado para esta transformación universal, que aún no logremos enfrentar meditativamente lo que propiamente se avecina en esta época.”
Esta reflexión nos interpela del siguiente modo: ¿Estamos preparados para la transformación universal que implica la era digital, la era de la inteligencia artificial?
Habitualmente escuchamos que lo más peligroso de estas máquinas es que progresivamente sustituyan al ser humano en todos los oficios y ocupaciones que solía saber hacer sólo él y nadie más. Sin embargo, ese temor se funda, a mi juicio, en que hace tiempo dejamos de pensar de manera reflexiva, tal como nos enseña Heidegger, porque le hemos atribuido mucha importancia al pensamiento calculador, el cual es idóneo para la productividad y para la ejecución de sistemas matemáticos y lógicos, pero a la vez hemos subestimado el valor del pensamiento reflexivo, el cual nos ayuda a discernir acerca del sentido y las implicancias éticas del uso de ciertas técnicas en la vida humana en su totalidad.
Pues bien, este desprecio al pensamiento reflexivo, casi entero voluntario, nos trae como consecuencia una profunda desorientación, porque no comprendemos quiénes somos, no entendemos de dónde venimos y hacia dónde vamos, no comprendemos la peculiaridad de nuestra inteligencia y naturaleza humana. Si realmente comprendiéramos la grandeza de nuestra inteligencia humana jamás llamaríamos a una máquina inteligente, por muy hechizados que estemos frente los múltiples razonamientos lógicos que ella pueda ejecutar. En definitiva, la verdadera inquietud no reside en el poder de estas tecnologías, de hecho, dependemos de ellas, lo que preocupa es que no exista una cultura humanista que se encuentre a la altura de este adelantamiento tecnológico.
El escritor inglés, de origen japonés, Kazuo Ishiguro, escribe en su novela de ciencia ficción “Klara y el Sol, la historia de Klara, un robot inteligente, experta en cuidado de niños, cuyo trabajo consiste en acompañar a una niña llamada Josie, quien padece una extraña y grave enfermedad y cuya madre trabaja extensas horas al día. La madre de Josie le confía a este ser artificial la misión de imitar la conducta de su hija de la manera más perfecta posible, como ser capaz de asimilar los impulsos y deseos más íntimos de Josie, para que de este modo pueda sustituirla en el momento en que muera.
Ishiguro, a través de esta novela, nos arroja preguntas que preparan el camino para educar nuestra humanidad en esta nueva era, tales como: ¿Crees en el corazón humano? ¿Crees que existe algo que hace que cada uno de nosotros seamos especiales e individuales? ¿Se puede descifrar el corazón humano? ¿Qué es lo que nos define propiamente como personas?
Paradojalmente, el reto de la inteligencia artificial no reside en un asunto científico- tecnológico, sino en uno de orden ético-filosófico. A mayor progreso en la inteligencia artificial, mayor debería ser nuestra audacia en saber responder con alturas de miras las preguntas de Ishiguro, pero esa responsabilidad corresponde principalmente a la educación, a todas las instituciones que se dedican a la formación integral de las personas.
Responder a tales interrogantes implica un desafío aún más rico que solamente introducir la filosofía como una asignatura más dentro del currículum escolar y universitario. El formular estas preguntas implica, esencialmente, un cambio radical en nuestra manera de mirar al ser humano, porque es a través de este gesto corporal donde le expresamos al otro su dignidad y el amor que le profesamos. Ahora bien, dicha mirada, a su vez, depende de la comprensión íntima que elaboramos del ser humano.
En efecto, quienes se dedican profesionalmente al arte de educar, saben por experiencia que el educando no se conforma con la transmisión de ciertos conocimientos, ni se deleita con sólo retenerlos en su memoria, sino que anhela, principalmente, descubrir dentro de sí mismo el sentido que aquéllos tienen para su vida. Pues bien, esta comprensión del ser humano como un buscador de sentido, como alguien que anhela dirigir su vida hacia un propósito y dirección, resulta clave para preparar con determinación a la nueva generación para un recto uso de las nuevas tecnologías.
¡Cuán sólida y firme sería nuestra tierra chilena y qué verdadero aporte para el mundo entero, si la primera meta de la educación fuera formar hombres y mujeres con una profunda conciencia de sí mismos y gracias a ello se reconocieran como personas intrínsecamente inteligentes, capaces de buscar el sentido y la finalidad de todo cuanto conocen, pero fundamentalmente de su propia existencia! Esa formación si calara en los huesos de cada chileno, no solamente los ayudaría a superar las pobrezas materiales y sicológicas que aquejan a muchos de ellos, sino que permitiría a Chile mostrar al mundo entero un camino desde el cual enfrentar una cultura totalmente tecnificada, que tiende a situar los productos de la técnica por encima del valor subjetivo y creativo del trabajo humano.
Lo que importa verdaderamente es que nuestra gente, en especial la juventud, se empapen hasta la médula de su ser de que el progreso del país depende esencialmente de que ellas puedan desplegar su capacidad creativa, posean una mayor capacidad de decisión, aunque ello implique equivocarse, porque está demostrado que lo que posibilita conducir mejor a los seres humanos hacia su crecimiento y, así, a una nación entera, es que ellas experimenten en carne y hueso que son seres inteligentes, es decir, que son capaces de interpretar por dentro las situaciones que les toca vivir y luego optar por lo que es mejor en esas o tales circunstancias.
De hecho, la palabra inteligencia procede del verbo latino intelligere que significa leer por dentro, seleccionar y discernir. De manera que nuestra relación con la tecnología, por muy compleja y delicada que sea, debe tener como prioridad el conservar nuestra independencia y soberanía, en el sentido que somos nosotros quienes establezcamos las reglas del juego frente a los objetos técnicos y no al revés, porque somos los únicos capaces de interpretar por dentro la realidad, mientras que un robot, aunque ejecute funciones matemáticas perfectas y proceda en sus operaciones con una lógica brillante, jamás podrá discernir, ya que lo artificial es incapaz de interioridad.
Esta falta de interioridad del robot se hace evidente cuando escuchamos su voz monótona, carente de tonalidad que no invita a la reflexión, sino que sólo es útil para ejecutar procedimientos.
Finalmente, una vez que el acento de la educación está puesto principalmente en potenciar la inteligencia y la creatividad de las personas, una vez que establezca como prioridad humanizarlas y hacerlas sentir como seres con capacidad de discernimiento, ellas sabrán utilizar estas herramientas que ofrece la tecnología para su propio bien y sabrán actuar con mayor astucia y serenidad con respecto al poder que brindan estas herramientas, sin que abdiquen a su libertad, ni tampoco desconozcan su fragilidad ante una técnica que hace tiempo se desligó del control humano.