“Es la batalla de las batallas”, clama Guillermo Teillier, presidente del Partido Comunista, un socio menor en la coalición gobernante. Él sabe sobre batallas por sus años de resistencia armada a Pinochet. Aquella dictadura expiró en 1990, pero su constitución de 1980 sigue vigente. Tellier espera que los votantes la reemplacen el 4 de septiembre. A sus 78 años observa con nostalgia que el plebiscito se realizará en la misma fecha que la elección presidencial en 1970, cuando él votó para convertir a Salvador Allende en el primer jefe de Estado marxista del mundo elegido en las urnas. “Hagamos historia”, alienta el spot televisivo oficial. A lo largo de este país de 19 millones de habitantes, acuñado entre los Andes y el Pacífico en forma de palo de hockey, la izquierda está desplegando sus fuerzas para convencer a las masas de aprobar la consagración de derechos sociales esenciales.
“Derechos que no valdrán ni el papel en el que están escritos”, replican los opositores de derecha. Perciben el documento propuesto como una pesadilla colectivista que coartará la libertad, debilitará el derecho de propiedad y sofocará la iniciativa emprendedora, por lo que será imposible financiar los servicios sociales. Ven en la ecología y el feminismo una mera fachada decorativa para la toma del poder. “Están estableciendo las bases de una dictadura de izquierda”, advierte Axel Kaiser, una figura libertaria.
En medio están los indecisos. Pocos leerán el texto completo, pero están ponderando los pros y los contras de lo que extraen de un debate polarizado. No obstante, antes de que estallara la revolución, se les suponía dormidos.
La violencia engendra servicios públicos
“¡Chile despertó!”. Este mantra retumbaba entre quienes encontraban algo que admirar en la ola de devastación desatada el 18 de octubre de 2019, arrasando con una ciudad tras otra. Los primeros edificios en quemarse fueron las estaciones de metro en la capital, Santiago, dejando un saldo de más de 20 víctimas fatales. La chispa fue un alza en el pasaje de 30 pesos (4 centavos de un dólar), pero, como explicaba otro eslogan, “no son 30 pesos, son 30 años”. Según los rebeldes y sus partidarios intelectuales, a partir de la restauración de la democracia en 1990 la sociedad chilena se había sosegado hasta caer en un coma neoliberal. Finalmente, se ilusionaban medios progresistas en todo el mundo, el pueblo había recuperado su conciencia para enfrentar al fundamentalismo de mercado heredado del régimen militar.
De pronto, la aprobación popular del entonces presidente Sebastián Piñera bajó al 6%. Sólo una semana antes del llamado “estallido social” había descrito a su país como “un verdadero oasis en medio de esta América Latina convulsionada”. A los políticos de centroderecha como él les gustaba pensar que, así como el brutal régimen de Pinochet de 1973 a 1990 había vacunado a la población contra el autoritarismo, el desastroso gobierno de Allende de 1970 a 1973 también la había inmunizado contra el socialismo. Pero la explosión de descontento popular desafiaba la narrativa de Chile como “la Corea del Sur de América Latina”, un milagro de crecimiento alimentado por la libertad económica y la inversión extranjera.
Para los izquierdistas radicales, en cambio, Chile se había convertido en “el Israel de América Latina” (ningún cumplido). Alrededor del globo celebraban los disturbios como la vuelta a casa de un hijo pródigo. Sin afecto por la democracia chilena y el Estado de derecho, romantizaban a la primera línea, las tropas de avanzada en los desmanes, armadas con bombas molotov y aceleradores de combustión. Lo que se salvó del fuego quedó salpicado de graffiti. En cuestión de días, todas las vitrinas estaban tapadas con paneles, y muchas continúan tal cual hasta el día de hoy en centros urbanos desfigurados.
El comercio fue saqueado, las tiendas demolidas. Los intentos de hacer valer la ley fueron doblegados por lluvias de misiles. De noche se lanzaron bombas incendiarias a las comisarías. Los oficiales sólo tenían balines de goma para responder. Con ellas provocaron graves lesiones oculares en algunos manifestantes, creando mártires por la causa revolucionaria. Activistas acusaron un aparato opresor reminiscente del apogeo de Pinochet. Los videos grabados con teléfono celular mostraban detenciones rudas, pero también agresión demencial de parte de violentistas sin miedo alguno. Asaltados por la turba y devorados por las llamas quedaron hoteles, dependencias públicas, iglesias e incluso hospitales. Con poca anticipación, Chile se retiró como país anfitrión de la conferencia climática COP25 programada para diciembre de 2019.
Por aquel entonces, Gabriel Boric, el actual Presidente de la República, era un parlamentario izquierdista de 33 años. Condenaba expresamente la violencia, pero echaba la culpa principal a un modelo de sociedad desigual e indecente. Se identificaba especialmente con la frustración por “los pitutos”, que en la jerga chilena se refiere a quienes aprovechan su posición para instalar a amigos y familiares en cargos atractivos. Esas prácticas abusivas distaban mucho de cómo él gobernaría, aseguró.
La prensa mundial retrataba la convulsión como furia comprensible por la desigualdad económica. Poca atención se prestaba a políticos viejos y rancios defendiendo su trayectoria durante esos vilipendiados “30 años” a partir de 1990, que no solamente vieron un inédito crecimiento económico, sino también una disminución en la desigualdad con cada generación sucesiva. Pero siendo justo, la demanda de más servicios públicos y menos soluciones de mercado no provenía tan sólo de fanáticos violentos. Era la voluntad del pueblo.
El 25 de octubre, más de un millón de personas marcharon pacíficamente en Santiago. Algunos apoyaron las revueltas, otros sólo esperaban que naciera algo positivo del alboroto. El ambiente era exuberante con una orientación ideológica nebulosa. Los carteles denunciaban la privatización de pensiones, educación, salud y autopistas.
La refundación de Chile
Si una rebelión callejera derrocaba al presidente electo, Chile perdería su brillo y sería un país inestable más de América Latina. Para evitar eso, el 15 de noviembre de 2019 se acordó en el Congreso una hoja de ruta para cambiar la constitución. Al principio, la izquierda dura percibía un intento de desdentar su revolución librada desde las barricadas, así que se opuso. Pero Gabriel Boric dio su apoyo. Los más duros de su sector, incluso de su propio partido, le gritaron traidor. Él insistió en una salida institucional, lo cual terminaría allanándole el camino a la presidencia.
Por supuesto, una constitución no es ninguna varita mágica para materializar costosos servicios públicos. Pero al menos prometía un nuevo amanecer y una ruptura simbólica con el pasado dictatorial. En su versión original, la constitución de Pinochet entregaba más poder a los militares que a los representantes electos. Desde entonces ha sido profundamente enmendada para compatibilizarla con la democracia, pero aparte de su pecado de origen, sus detractores todavía la describen como “camisa de fuerza neoliberal”.
Luego de un retraso por coronavirus, el primer referéndum fue el 25 de octubre de 2020. Por la abrumadora mayoría del 78% quedó aprobado el paso siguiente, la elección de los integrantes de la Convención Constitucional que redactaría la nueva carta magna. Esta se realizó el 15 y 16 de mayo de 2021. Sin embargo, la concurrencia bajó a un escuálido 43%, en parte porque se quedó en casa mucha gente del 22% que había votado para mantener la constitución vigente.
Como una gran innovación, se habían reservado 17 escaños para 10 pueblos originarios cuyos representantes ganaron con un promedio de 2,6 veces menos votos que los demás convencionales electos. Este sistema lo había diseñado el Congreso, y fue aplaudido de izquierda a derecha como un acto valiente de justicia racial. En realidad, fue una cobarde elusión de responsabilidades. La discriminación histórica debió haber influido en los partidos para incluir a más candidatos indígenas, dejando que los votantes los convirtieran en figuras nacionales en base a sus ideas y habilidades. Una democracia saludable se alimenta de la competencia entre visiones y no de los repartos por etnia. Nada indica que la gente de ascendencia amerindia vote muy distinto de otros ciudadanos. Sin embargo, los que son activos en la política étnica interna sí tienden a ser muy de izquierda.
¿El resultado? Las 155 personas a cargo de escribir la nueva constitución estaban años luz a la izquierda de cualquier asamblea electa en la historia de Chile. Los columnistas progresistas del mundo entero se llenaron de alegría y optimismo.
El marcado sesgo ideológico de la Convención Constitucional se dio en un momento de rabieta nacional contra el establishment. Los candidatos de partidos tradicionales, aquellos con experiencia en buscar consensos, fueron desechados en favor de activistas combativos. Apenas llegando al edificio del antiguo Congreso en Santiago, coreaban consignas y colmaron de espíritu revolucionario la sala plenaria. Su primera decisión fue “liberar a los presos políticos”, incluidos los imputados por vandalismo, incendios, saqueos y asaltos. No tenían esa atribución. Pero sí pudieron aprobar un reglamento interno para castigar “toda acción u omisión que justifique, niegue, minimice, haga apología o glorifique” las violaciones de los derechos humanos, no solamente bajo Pinochet, sino también durante la insurrección iniciada el 18 de octubre de 2019. Hasta las democracias más respetables limitan la libertad de expresión, argumentaron convencionales y políticos de izquierda, dando como ejemplo la prohibición de negar el Holocausto en Alemania.
Estallido de la Boricmanía
Cuando Gabriel Boric ganó la segunda vuelta de la elección presidencial el 19 de diciembre de 2021, la revolución parecía haberse institucionalizado. Al tomar el timón, viraría a babor, pero no tanto. Se sumaron socialdemócratas a su coalición, diluyendo la influencia de los comunistas. Boric se etiquetaba como flamante progresista multicolor. No se asemejaría en nada a los tiranosaurios verde olivo de Cuba y Venezuela.
El 11 de marzo de 2022 zarpó su crucero de luna de miel presidencial. Su buque insignia, la Convención Constitucional, había partido ocho meses antes, aunque no precisamente con viento en popa. Costaba explicar por qué el primer día su tripulación abucheó a una orquesta de niños tocando el himno nacional. Luego, su vicepresidente adjunto, catapultado a la fama por su calvicie quimioterapéutica y diagnóstico de cáncer terminal, resultó haber sufrido sólo de sífilis. Su expulsión posterior redujo el número de convencionales a 154.
No obstante, aún tratándose de dos naves separadas, juntos el Galeón Gubernamental y la Fragata Convencional se veían como la invencible Flotilla de la Revolución. Se suponía ampliamente que luego del 78% de apoyo conseguido en el llamado Plebiscito de Entrada el 25 de octubre de 2020, cualquier documento que produjera la Convención al menos obtendría la aprobación del 50% requerido en el Plebiscito de Salida el 4 de septiembre de 2022. “Cualquier resultado es mejor que una constitución escrita por cuatro generales”, comentó despreocupadamente el nuevo mandatario.
Se le perdonó fácilmente su primera promesa rota, la de abolir el Gabinete de la Primera Dama. En los inicios de su campaña electoral había arremetido contra esa institución como un vestigio sexista sin cabida en su visión de una carrera funcionaria basada en el mérito. Ahora que había sido electo, su polola (novia) sí iba a tener su staff remunerado por los contribuyentes para aportar en el ámbito sociocultural, aunque bajo una filosofía totalmente distinta que además le daría al cargo un giro “despersonalizado”.
A estas alturas, Chile estaba entregado a la Boricmanía. Eso sí, los comentaristas convirtieron en cliché una metáfora musical: “Otra cosa es con guitarra”. Ser joven, bailar con los temas de moda y brincar con la guitarra invisible en oposición no garantiza una performance bien entonada al momento de tocar las cuerdas reales en el gobierno, advertían.
Ay, la disonancia no se demoró en rechinar en los oídos chilenos.
Traspiés de principiante
La responsabilidad de mantener el orden público no armoniza bien con la ambivalencia hacia la violencia política. Aún así, la nueva ministra del Interior, Izkia Siches, suponía que algo valía su llamado a la desmilitarización cuando, en uno de sus primeros actos en marzo, ingresó en su caravana pro diálogo a la aguerrida comunidad indígena de Temucuicui. Fue recibida con un tiroteo. Escudándose detrás de los carabineros, declinó formalizar una denuncia y minimizó el episodio como “una protesta, tal como ocurre en muchos lugares de nuestro país”.
Sin embargo, el gobierno ha ido cambiando de melodía, admitiendo que la causa indígena a veces es invocada como cortina de humo para actividades criminales que perjudican más que ayudan a las personas indígenas. En mayo finalmente se resignó a declarar un estado de emergencia en la zona conflictiva, recurriendo al apoyo de la oposición para contrarrestar las objeciones de su propio sector. Paradójicamente, esta medida dejará de existir si la nueva constitución entra en vigor.
Un género orquestal que provoca más mofas que aplausos son los espectáculos neopuritanos propios de la cultura de la cancelación que profesa la juventud en el poder. La indignación feminista hundió la nominación para un cargo regional de Fernando Monsalve, quien quedó como babosa, confesando su misoginia por haber posteado en Facebook, diez años atrás, que “están todas ricas acá en la Avenida del Mar”, ilustrado con un trasero femenino de magníficas proporciones.
De verdad que la izquierda latinoamericana de mente moderna ha superado el tóxico machismo-leninismo de la vieja guardia. El Hombre Nuevo tiene una moralidad más elevada que la que jamás se imaginó el Che. Pero Aníbal Navarrete no dio el ancho, y así perdió la oportunidad de servir como jefe local de educación. El que hubiera enseñado a sus alumnos de séptimo que vandalizar una estación de metro es un acto justificado de protesta, eso no importaba. Cayó en desgracia por unos chistes sobre homosexuales de hace diez años que fueron desenterrados de Twitter. También la gente común y corriente los consideraba indignos de un educador, pero era por escribir el verbo “hacer” sin h.
Haciendo seguimiento a la solemne promesa de acabar con el nepotismo, la prensa ha escudriñado en los numerosos nombramientos para embajadas y otros organismos oficiales. Al contrario de los pronunciamientos meritocráticos del presidente antes de su elección, se ha batido un nuevo récord de cargos lucrativos conferidos a amigos y familiares de políticos y figuras mediáticas.
A finales de junio se desveló la versión renovada del Gabinete de la Primera Dama. Sus competencias habían sido expandidas, sobrepasando las de algunos ministerios. En cuanto al compromiso de despersonalización, quedó rebautizado con el nombre de la Primera Polola “Gabinete Irina Karamanos”, el que incluso se había registrado como dominio web ya en marzo. El festín de memes burlones por las redes sociales duró un solo día antes de que se volviera a cambiar el nombre, pero el daño ya estaba hecho.
Así, mientras los beatos millennials se han mostrado al menos tan proclives a la debilidad humana como sus antecesores boomers, los grandes retos que importan a los votantes siguen sin abordarse: delincuencia en alza, fuerte inflación, bajas pensiones e inmigración descontrolada. A una semana de asumir la presidencia, el 50% aprobaba y el 20% desaprobaba el desempeño de Boric. Hasta ahí llegó la luna de miel. Tocó fondo a principios de julio, cuando las cifras mostraban un 33% de aprobación y 62% de desaprobación. Peor aún para el proyecto revolucionario: en las numerosas encuestas sobre el Plebiscito de Salida, el “Apruebo” languidece entre 5 y 18 puntos detrás del “Rechazo”, quedando tan sólo un 10-15% de indecisos.
¡Ahora sí que Chile despertó! Entre las payasadas de la Convención Constitucional y las torpezas de la administración de Boric, el despertador político ha sacudido a la nación de su trance revolucionario.
De camisa de fuerza a cinturón de castidad
En un acto solemne el pasado 4 de julio, la edición definitiva de la propuesta de constitución fue entregada por la presidenta de la Convención Constitucional al Presidente de la República. A la ceremonia asistieron numerosos dignatarios, pero ninguno de los cuatro expresidentes que encarnaban aquellos “30 años” supuestamente terribles. Para los devotos a la Revolución de Octubre eso habría sido una farsa, algo así como Lenin acogiendo al Zar. Decidieron que el reglamento COVID impedía ampliar el aforo a cuatro viejos más. Ante el escándalo por lo absurdo del pretexto, las invitaciones fueron finalmente enviadas. Pero ahora sus excelencias ofendidas se turnaron para excusarse, aunque se prevé que una de ellas, la actual Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, hará campaña a favor de la nueva constitución.
¿Será posible revertir a la opinión pública? Queda un mes para captar las simpatías. Aprovechando el Poder Ejecutivo, se regalará dinero a los votantes más necesitados. Boric repetirá su fórmula exitosa entre la primera y la segunda vuelta de la elección presidencial, reorientándose hacia el centro y hablando en nombre del pueblo contra la derecha pinochetista y los empresarios. Ya visitó al expresidente Ricardo Lagos, un socialdemócrata a quien antes le había increpado ser el “generador del malestar en Chile”. Esta vez fue para decirle a Lagos que, en realidad, esos 30 años no habían sido tan malos, sólo que la vieja y mala constitución había impedido que fueran mejores.
Un poquito de moderación podría hacer maravillas. Por ejemplo, el preámbulo de la nueva carta fundamental iba a ser una oda a la revolución. Locuciones como “con la fuerza de la juventud” fueron escritas para rendir homenaje a los luchadores de la primera línea. Sin embargo, estremecida por las encuestas cada vez más adversas, la Convención desechó esas estrofas justo antes del plazo final. Algunos convencionales mantienen su optimismo de que, ahora con sus propias copias en mano, la gente dejará de creer las tergiversaciones y mentiras de los medios derechistas, e irá en masa por el Apruebo. ¿Qué es lo que dice el documento? Su tenor general es una estatización masiva en el suministro de servicios y, sobre todo, en la imposición de un nuevo orden moral de cuotas étnicas y de género por doquier. El requisito de que cada artículo sea respaldado por dos tercios de los convencionales ha moderado levemente el radicalismo económico, pero quedó estampado a lo largo del texto el sello resplandeciente de la nueva ideología woke de los Estados Unidos. Si la constitución vigente es una camisa de fuerza neoliberal, su reemplazo habrá de ser un cinturón de castidad identitario. Existirá una llave para quienes se exciten con la “igualdad sustantiva” por la “equidad horizontal”, pero nada de sexo libre entre dominantes y dominados.
Un país sexistahablante
“Nosotras y nosotros”, empieza la nueva constitución, que no quedó menos verbosa por someterse a la ingeniería sociolingüística que hace falta al comprender que la gramática del español es sexista. Lenguaje inclusivo se llama el dialecto. No logra reformar lo irreformable, pero salva a los herederos del idioma de Cervantes de hablar como sexistas, a costo de hablar como idiotas. Su aplicación consistente elude a todas y todos las y los políticas y políticos. Claramente, la única forma de resolver esto habría sido con el radicalismo auténtico de abolir el español.
No será tan fácil liberar a la sociedad del sexismo, pero sí es posible hacerlo del género gramatical e incluso de los pronombres con género al adoptar el mapudungún, “lengua de la tierra”. Lo domina un número decreciente de los mapuches, que son alrededor del 80% del aproximadamente 12% de chilenos autoidentificados como pertenecientes a un pueblo originario. Es poético, ingenioso, expresivo, pero la Convención sólo lo usó para murmurar fórmulas rituales. Por mucho que se haya acusado de “maximalismo” e “indigenismo” a esos revolucionarios salvajes de la Convención, según el Artículo 12.1 “su idioma oficial es el castellano”, por lo que la conversación en Chile seguirá enmarcada en la lengua estructuralmente sexista del colonizador.
Eso sí, los escaños en la Convención quedaron repartidos entre igual número de hombres y mujeres. Así fue diseñado de antemano, votara como votara la gente. Estupefactos quedaron tanto feministas como machistas cuando, luego del conteo, el algoritmo paritario ordenó a 11 mujeres a entregar sus escaños a hombres con menos votos, en algunos casos con menos de la mitad de los votos. Otros 5 escaños fueron redistribuidos en sentido contrario, sumando un total de 16 perdedores con la sensación de haber sido engañados, más 16 ganadores con el mal sabor de burlarse de la voluntad popular.
Muchos observadores se limitaron a calcular el resultado neto del equipo femenino quedando con seis jugadoras menos a raíz de una regla hecha para favorecerlas a ellas y no a ellos. ¿Aquello demostró a la Convención Constitucional que la lucha cultural se había ganado y que las cuotas de género ya no serían necesarias? ¡Para nada! Al contrario, los creadores del nuevo orden social pasaron de desmantelar a pulverizar el patriarcado, decidiendo que la cuota de mujeres podría ser desde un 50 hasta un 100%. He aquí el Artículo 6.2. en su totalidad:
“Todos los órganos colegiados del Estado, los autónomos constitucionales, los superiores y directivos de la Administración, así como los directorios de las empresas públicas y semipúblicas, deberán tener una composición paritaria que asegure que, al menos, el cincuenta por ciento de sus integrantes sean mujeres” (mis cursivas).
El Artículo 49.2 ordena al Estado que proceda a “la redistribución de los trabajos domésticos y de cuidados” y que promueva “la corresponsabilidad social y de género.” Estas cláusulas le otorgarán su recurso constitucional igualitario al hombre con una mujer perezosa. Pero no si ella lo golpea. Los Artículos 27.1 y 312.4. protegen a niñas, mujeres y disidencias sexuales como víctimas de la violencia de género, sin mencionar a los varones heterosexuales. Menos mal que se eliminarán los estereotipos de género. El Artículo 343j lo hace en el sistema de justicia y el Artículo 40 en la vida sexual de las personas.
Diversidad del Rechazo
“Hay mil razones para decir no,” rezaba la campaña de los demócratas previa al plebiscito de 1988 que condujo al derrocamiento de Pinochet. Hoy se está desempolvando aquel lema para reciclarlo. La vasta constitución de 2022, compuesta de 388 artículos, tiene algo objetable para todos los gustos.
Los cristianos votarán contra el aborto legal y el requisito de que “las agrupaciones religiosas y espirituales” respeten los “principios que esta Constitución establece” (67.4). Los propietarios de bienes inmuebles se opondrán a ser expropiados al “justo precio” en vez del valor de mercado al que se indemniza en la actualidad (78.4). Los asalariados, que hoy cotizan un 7% para elegir su propio seguro de salud, discreparán de tener que pagarlo aparte si desean mantener un servicio privado. La alternativa es pasarse al sistema público, cuyas largas listas de espera no desaparecerán de un plumazo, ni siquiera uno del calibre del Artículo 44.1: “Toda persona tiene derecho a la salud y al bienestar integral, incluyendo sus dimensiones física y mental”.
Los versados en Derecho están alarmados por el establecimiento de un Consejo de Justicia, también conformado con cuoteo étnico y de género bajo control de los políticos. Este singular organismo dispondrá de poderes supremos para nombrar, evaluar, disciplinar y despedir a los jueces, quienes darán sus veredictos conforme no solamente a la ley, sino también a la “perspectiva de género” (312) y a “un enfoque interseccional” (311).
Pero tal vez la razón más potente para que los votantes queden menos en vez de más propensos a aprobar la constitución luego de leerla por su propia cuenta es que, al igual que las constituciones de Bolivia y Ecuador, reclasifica la república como plurinacional. “¿Qué significa eso?” preguntan muchos chilenos con aprensión.
Segregación racial electoral
Por muy rígidas que sean las cuotas de género, no impiden que un hombre vote por una mujer o al revés. El concepto plurinacional, en cambio, obliga al ciudadano a escoger entre candidatos de su propia raza, etnia o “nación”.
¿Cómo se define eso? No es por territorio, como es el caso de la autonomía de Escocia y Cataluña, por ejemplo, sino por ascendencia. Un gran caudal de sangre amerindia corre por las venas de la población general. Al sur del río Biobío, los mapuches, “la gente de la tierra”, resistieron con más fuerza y firmeza que ningún otro pueblo nativo de América Latina, primero contra la colonia, luego contra la república, hasta caer víctimas de un genocidio para despojarlos de sus tierras, la eufemísticamente llamada “Pacificación” de 1861 a 1883. También los chilenos de estirpe inmigrante se enorgullecen de los numerosos héroes mapuches de la historia, y algunos incluso se autoidentifican como mapuches en el censo. La asignación de escaños étnicos en la Convención Constitucional se basó en esos datos de autoidentificación. Sin embargo, hasta hoy sólo alrededor de la mitad de quienes dicen pertenecer a un pueblo originario ha obtenido la debida certificación estatal de esa denominación. El resto no está habilitado para votar en una elección separada.El término “indígena” evoca comunidades rurales íntimamente unidas para repeler la penetración de la cultura dominante en su estilo de vida imbuido de cosmovisión ancestral. En realidad, hace tiempo que la gran mayoría de los indígenas chilenos migraron a las ciudades, asumiendo una mezcla de identidades. De hecho, algunos convencionales electos por las diversas listas étnicas se diferencian de sus compatriotas blancos y mestizos solamente por unas cuantas prendas y baratijas tribales. Son profesionales de clase media que no dominan ningún idioma originario, sino un lenguaje afectado de machacar agravios añejos y postular reivindicaciones novedosas. En palabras de Isabel Godoy, una contadora que pasaría por latina blanca, votada por sólo 631 personas para representar al pueblo colla: “Nosotros no elegimos ser asimilados, no elegimos ser usurpados y despojados de nuestros territorios. Es una deuda que tiene el Estado. [Luego de] 200 años, recién se abre el proceso de justicia para los pueblos”.
Isabel Godoy
En décadas recientes, el Estado ha comprado miles de hectáreas para devolverlas a las comunidades mapuches en zonas rurales a cambio de que las cuiden. En la nueva constitución, este quid pro quo será reemplazado por una restitución generalizada de tierras ancestrales a 12 pueblos, muchos de los cuales están asimilados. La nación Selk’nam, por ejemplo, se ha considerado extinta por más de 70 años. Un grupo de activistas recién ha identificado a un par de centenares de descendientes. Tienen la misma apariencia y estilo de vida que sus vecinos no indígenas, pero bajo el nuevo ordenamiento plurinacional podrán reclamar toda la punta sureña de Chile. Tampoco resulta congruente que estas naciones más pequeñas gozarán de autonomía para gobernarse a sí mismas, pero al mismo tiempo se les garantizará su representación, incluso sobrerrepresentación, a nivel nacional y regional.
Aún más controvertidos son los sistemas paralelos de justicia dispuestos para cada etnia. A nadie le queda muy claro cómo va a funcionar, pero huele a desigualdad ante la ley. Finalmente, se ha introducido un veto indígena “en aquellas materias y asuntos que les afecten en sus derechos reconocidos en esta Constitución” (191.2). Esto podría imposibilitar la reforma de muchos artículos. Algunos dirigentes indígenas aseguran que sólo se refiere a cosas como desplazamiento poblacional, invasión militar y vertido de desechos en sus territorios. Pero dice lo que dice. Además de sexista, la gramática del castellano es sutil. El empleo del subjuntivo “afecten” significa precisamente que esas materias y asuntos no están definidos.
¿Cómo se ha tolerado tanta distorsión de la noble causa indígena? La élite política relativamente blanca ha callado por miedo a ser tildada de racista y por la penosa falta de figuras indígenas en sus filas. Pero los votantes comunes y corrientes, que son generalmente mestizos, no sienten esa pesada deuda histórica. Apoyarán una autonomía territorial razonable y que se promuevan las lenguas y culturas amenazadas, pero no que se establezcan categorías diferentes de ciudadanía por nacimiento.
Más batallas por venir
¿Qué viene después? Se suponía que, como argumento principal en su campaña, el gobierno presentaría al electorado la disyuntiva entre este nuevo texto y quedarse para siempre con “la constitución de Pinochet”. No obstante, el Presidente Boric, para irritación de muchos en su propio sector, dijo el 15 de julio que, siendo que el 78% ya votó para cambiar la carta fundamental, si gana el Rechazo, habrá que convocar a otra convención más. Al parecer, apostaba por el hastío de la gente, empujándola a votar Apruebo para ahorrarse una temporada más de telenovela constituyente. Pero con sus dichos Boric también reforzó la tesis de la campaña contraria, de que un triunfo del Rechazo no aborta sino que reinicia el proceso hacia una “tercera vía”. De todos modos, la decisión del nuevo camino a seguir no será del jefe de Estado sino del Congreso, que no tiene por qué recurrir al mismo mecanismo una y otra vez.
¿Qué aprendizaje podría sacarse antes del próximo intento? La mismísima madre del presidente se quejó de la escasez de “eruditos” en la Convención Constitucional. Su hijo no estuvo de acuerdo, pero si aspira a escuchar a su país, debiera partir por escuchar a su mamá. Una encuesta demuestra que el 70% de ciudadanos desea que la próxima constitución sea redactada por expertos en vez de activistas.
De todas maneras, las decisiones críticas que enfrenta el país son políticas, no técnicas. En los años por venir, Chile seguirá siendo un frente de batallas entre los derechos ciudadanos individuales y los derechos grupales colectivos.
*Rasmus Sonderriis es un periodista danés y chileno especializado en América Latina y Etiopía.
**Este artículo está actualizado y versionado en español por el mismo autor a partir de su original en inglés publicado en Quillette.