Algo no funciona bien… parece ser la percepción que se instala cada vez que nos golpea la desgracia de manera colectiva. Una sensación que en todo caso suele durar poco, pues a menudo el daño y el sufrimiento son de tal magnitud que resulta complejo establecer una reflexión sobre si aquella intuición es correcta. Es un círculo vicioso que parece repetirse tras cada catástrofe. Pero, ¿ha sido siempre así? La verdad es que no.

Nuestra historia está plagada de grandes y notables decisiones donde las generaciones pasadas nos han dejado un legado de incalculable valor y aporte a nuestro verdadero desarrollo.

No el “desarrollo” que ha parecido desnaturalizar el verdadero alcance de la palabra. El mismo que parece centrarse en el tener más que en el ser. El mismo de la mejor tablet, el smartphone y tantas otras cosas que incluso son las primeras en fallar en el momento de la catástrofe, donde descubrimos que el primer lugar donde miramos en búsqueda de ayuda es el Estado y la comunidad, las dos estructuras más debilitadas en las últimas décadas.

La relocalización de ciudades, instituciones como CORFO, la red sismológica nacional, las campañas solidarias, entre otras tantas iniciativas, nos recuerdan que el dolor y el sacrificio es posible honrarlos haciendo los esfuerzos por hacer las cosas de mejor manera. ¿Pero qué nos ha pasado en estas últimas décadas?

Cuando recorremos las grandes catástrofes, los cambios estructurales suelen ser el reflejo de algo que con el tiempo tiende a disiparse, las bondades de la sociedad que los generó. Es ahí donde podemos ver que los cambios no fueron fruto de una acción mágica, ni obra divina; se generaron a partir de la reflexión que tenía un terreno fértil donde crecer, una sociedad donde el ranking no obnubilaba, donde los egos y las apariencias no guiaban a este pequeño y perdido territorio al sur del mundo. Donde el esfuerzo duraba más que un hashtag como trending topic, donde el Estado y sus instituciones trascendían más que explicaban. Donde los relatos históricos hacen permanentes testimonios vinculados a la fuerza de las comunidades locales, sus tradiciones, religiosidad y trabajo comunitario.

¿Pero qué nos ha pasado? El fenómeno de la negación, la falta de autocrítica y el escaso sentido de trascendencia que debe poner a las personas en el centro y no el cómo me recordará la historia, han sido desplazados por la pugna pequeña, los egos y el “troleo”. La cultura de la inmediatez, de lo fácil, y no del esfuerzo permanente.

¿Qué mejor ejemplo que nuestro sistema de emergencias? Mientras ya nadie cuestiona que éste posee 40 años sin cambios, aún hay quienes siguen intentando explicar que nuestras emergencias son bien gestionadas. Un razonamiento difícil de comprender, incluso desde el sentido común, pues cualquier sistema sin cambios en cuatro décadas, en un mundo dinámico, globalizado, especialmente en gestión de emergencias, presenta atrasos considerables cuya actualización, a lo menos, debería permitir gestionar de mejor manera el antes, durante y después de las emergencias, desde las pequeñas hasta las de gran impacto.

El 27F no fue suficiente, como tampoco lo han sido el incendio en Torres del Paine, Valparaíso, la inundación del centro de Punta Arenas, el terremoto en el norte, ni otras tantas emergencias que nos han afectado durante los últimos cinco años, incluyendo las de este primer trimestre.

Reflexionar y señalar que nuestro sistema está obsoleto no es criticar el esfuerzo de quienes hoy trabajan por responder en ayuda de quienes sufren. Es intentar seguir golpeando la mesa buscando decir que podemos hacerlo mejor, que no es necesario reinventar la rueda y que requerimos vencer las resistencias al cambio, especialmente en algunos niveles de instituciones técnicas que se resisten a mirar más allá de la cordillera.

El anuncio post 27F sobre un proyecto de ley que supuestamente modernizaba nuestro sistema de emergencias no era tal. Cambiaba el nombre, pero seguía con las mismas estructuras obsoletas de los últimos 40 años. Centralizado, con una estructura de gestión de la respuesta compuesta por instituciones y autoridades políticas de primer orden tomando decisiones tácticas, con una ONEMI que nuevamente se colocaba en una posición de asesora y coordinadora. Es decir, sin capacidad de gestión y cuya responsabilidad resulta vaga.

En un país donde la agenda legislativa la lleva el Ejecutivo, poner y quitar urgencias fue una nueva puesta en escena para responsabilizar al Congreso por lo que en realidad fue la decisión de no avanzar en una real modernización de nuestro sistema de emergencias.

Hoy estamos frente a una nueva oportunidad. Disponer y gestionar de manera eficiente y eficaz todos los recursos necesarios para mitigar el dolor y recuperar a las comunidades afectadas en el norte. Pero también debemos modernizar nuestro sistema de emergencias.

Vender la ilusión de que un proyecto de ley cambiará las cosas de un día para otro sería una irresponsabilidad, pero no por ello es menos importante. El músculo que se ha dejado quieto por 40 años no se fortalece por la decisión de ir al gimnasio, ni menos con los primeros trotes. Más aun, debemos estar dispuestos a que duela. Es el costo de la complacencia y la resistencia al cambio, sabiendo que el beneficio futuro vale la pena.

Debemos comprender que vivencia no es lo mismo que experiencia. Si optamos por lo primero, acudamos al cilicio. Si decidimos hacer lo correcto, con liderazgo y autoridad, hagamos el cambio estructural y avancemos en lo concreto incorporando nuevas herramientas, dejando de reinventar la rueda y poniendo a las personas en el centro. Hay que caminar y masticar chicle al mismo tiempo, pues las emergencias no esperarán a que tengamos una nueva institucionalidad madura.

 

Michel De L’Herbe Experto en Gestión de Emergencias.

 

 

FOTOS: CRISTOBAL ESCOBAR/AGENCIAUNO

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