Padres, entrenadores y un consejero de admisiones universitarias se encuentran entre las docenas de acusados por el Departamento de Justicia ​​el pasado 12 de marzo de una conspiración criminal para ayudar a estudiantes a asegurar su admisión en universidades de elite. Los padres de los alumnos aspirantes son acusados de haber pagado sobornos a consultores que reemplazaban a sus hijos en los exámenes o a entrenadores para que los designen como reclutas atléticos. En el centro del mecanismo está el consejero de admisiones William Singer, de Edge College & Career Network de Newport Beach (CA) quien se declaró culpable antes que el escándalo tomara luz, y Mark Riddell, el genio que reemplazaba a los estudiantes en los exámenes, acusado de fraude y lavado de dinero y también auto declarado culpable. En total, el Departamento de Justicia ha dicho que los clientes pagaron 25 millones de dólares en sobornos a entrenadores y consultores de 2011 a 2018. Se trata de una investigación que involucró a 200 agentes en todo el país y resultó en cargos contra 50 personas en seis estados.

La izquierda atribuye el escándalo, cómo no, a la desigualdad de riqueza, privilegio y clase. De esta premisa derivan que demasiados estudiantes con esos privilegios tienen acceso a las universidades de elite y se requiere cierta nivelación agresiva. Algo así como “quitarle los patines” a ciertos alumnos a dedo.

La representante demócrata en el Comité de Educación de la Cámara, Suzanne Bonamici, ha dicho al respecto: «Esto demuestra que tenemos que centrarnos aún más en la desigualdad». ¿Podría ser, sin embargo, que la búsqueda de equidad se haya vuelto disfuncional? Una contra explicación para el escándalo sería que el esfuerzo de los últimos 50 años de la izquierda por «nivelar el campo de juego» finalmente creó a los padres que sobornaron.

Entrar en una buena universidad en los Estados Unidos nunca ha sido exclusivamente una cuestión de mérito, pero hubo un momento en que se acercaba a ello. Hasta aproximadamente la década de 1960, una vez superados el número de admisiones de herederos y atletas, la mayor parte de la clase se conformaba en base a méritos: calificaciones, resultados de exámenes y cartas de recomendación de la escuela secundaria. Desde entonces las admisiones universitarias se alejaron del estándar histórico de mérito al tiempo que otras normas de comportamiento socialmente indeseables impuestas por la izquierda se erigieron como parámetros, en pos de objetivos supuestamente más valiosos como la realización personal, el disfrute o el plan político de turno. Esto empeoró con la introducción de la acción afirmativa a fines de los 60 que terminó convirtiéndose en un sistema informal de cuota racial confuso y complicado. No contenta, la izquierda sembró más anarquía introduciendo el lema de “diversidad”, subdividiendo el ingreso en categorías cada vez más complejas de raza, etnia, género y la auto-identidad sexual, que nada tienen que ver con el mérito o las notas. Incluso en algún momento la selección se volvió abiertamente moralista y las universidades comenzaron a exigir que los estudiantes mostraran evidencia de compromisos vagamente pro-sociales, no siendo el trabajo de pasantías uno de ellos.

En resumen, las admisiones universitarias desde hace medio siglo se han ido convirtiendo en una caja negra, cuyos criterios dejaron de entenderse y se alejaron del mérito y los puntajes. Este es el corazón de la actual demanda contra Harvard de los estudiantes asiático-americanos. Como el número de asiáticos había crecido demasiado por sus buenos puntajes de ingreso, fueron incluidos con un cupo de minoría, limitando su acceso y dejando algunos con excelente puntaje fuera del sistema. Pero a pesar del juicio que enfrentan, las universidades no están dispuestas a bajarse de esta caja de Pandora pseudo moral en la que se han convertido, sino que están decididas a ser proveedoras de un modelo de justicia social nunca definido, sin importar el cinismo inevitable que genere entre padres, profesores y estudiantes. Actitudes así son las que en el tiempo generan corrupción.

Los liberales, en cambio, entendemos que el objetivo de un mayor bienestar y progreso se logra en base a las oportunidades que brindan los países con más libertad e igualdad ante la ley  -y no mediante ella- en los que todos mejoran, especialmente los más pobres y recién avenidos, y se vuelven más iguales en lo que realmente importa que es la esperanza de vida, salud, educación, alimentación e incluso en el consumo. Por lo demás, mientras más capitalista es un país, mayor es el número de estudiantes que accede a la universidad porque hay más universidades y porque no necesitan trabajar desde tan jóvenes.

Tal como sospecharía un liberal, además, la evidencia muestra para un mismo país que un título universitario ofrece una prima de ingresos mayores sobre un diploma de escuela secundaria, pero una universidad de primera línea no aumenta esta prima. La mayoría de las personas que prospera después de graduarse de una universidad top del ranking probablemente hubiera progresado de todos modos asistiendo a una institución menos prestigiosa. Después de todo, los niños cuyos padres fueron acusados ​hace unos días ya nacieron con riqueza, conexiones y padres devotos dispuestos a hacer casi cualquier cosa por ellos, una receta para el éxito sin importar de dónde se gradúen.

El hecho de que los niños inteligentes y ambiciosos que asisten a universidades de elite también tengan un buen desempeño en la vida no significa que lo primero causó lo segundo, como demostraron en un par de ahora artículos famosos Stacy Dale de Mathematica Policy Research y Alan Krueger de la Universidad de Princeton, ex asesor económico de Obama y uno de los especialistas en economía laboral más admirado y prolífico del país del norte, que muriera el pasado fin de semana a la edad de 58 años. Dale y Krueger vincularon las postulaciones para la universidad con los resultados de las ganancias de cada alumno en las siguientes tres décadas y encontraron que dos estudiantes con antecedentes y calificaciones similares, uno concurrente a una universidad de primer nivel y el otro a una poco conocida ganaron lo mismo en su desempeño laboral posterior. Y al contrario de lo que se percibe, lejos de permitir que los estudiantes adinerados y mejor preparados ocupen el lugar de los menos desfavorecidos, las universidades de elite admiten solicitantes de primera generación y de menores ingresos con calificaciones más bajas en el SAT que sus compañeros más acomodados. Para la clase del 2022 nada menos que en Harvard, el 60% de los ingresantes concurrió a escuelas públicas y el 17% es primera generación de estudiantes universitarios.

Es en este contexto en que debería analizarse el escándalo de admisión a las universidades en su arista penal. Es moralmente indefendible hacer ingresar a un hijo en Yale con sobornos, puntuaciones fijas de SAT y hazañas deportivas falsas. Pero ir a los tribunales penales es una historia diferente. El Departamento de Justicia ya ha enviado una señal de indulgencia al denunciar penalmente a los padres en lugar de realizar una acusación formal. La medida en que los fiscales negociarán con los acusados ​​está por verse, pero anticiparon que algunos padres habían cometido fraude fiscal al afirmar que los sobornos eran donaciones. Esto le da al gobierno un margen de maniobra para que negociar un cargo impositivo por un delito menor que exime de prisión, en lugar de enfrentar el actual de “conspiración para cometer fraude por correo” y “fraude por correo de servicios honestos”. Desde luego ha aclarado que las universidades están fuera de toda sospecha por lo que es legítimo preguntarse cuál hubiera sido la reacción del gobierno si en lugar de éstas se tratara de empresas; seguramente estaríamos ante el arresto masivo de todos sus dirigentes y empleados hasta de limpieza, con los fiscales llegando en tanques de combate a cada domicilio.

Por ello la pregunta es: ¿realmente esto se eleva al nivel de criminal? Los jurados podrían ser receptivos a las reclamaciones de sobre penalización. Terminar acusando de “fraude postal” o “fraude postal por abuso de servicio honesto”, para no mencionar la famosa “conspiración para el delito”, parece excesivo. Estamos volviendo a una etapa prehistórica cuando la mayoría de las acciones eran criminales. A la par del crecimiento significativo del gobierno federal en las últimas décadas, atizado por el discurso populista, también lo ha hecho la lista de crímenes, con alrededor de 5.000 estatutos penales federales y más de 300.000 delitos administrativos penales. La sanción penal conlleva estigma, condena pública y la posible privación de libertad y por lo mismo exige que se utilice solo cuando se comprueben estados y comportamientos específicos, a fuer de socavar la autoridad moral del sistema de justicia.

En una época en la que los fiscales buscan protagonismo en la televisión, ciertas acusaciones lindan con el surrealismo. Basta recordar el arresto en enero pasado de un antiguo socio de Trump, Roger Stone, quien, sin estar acusado de delitos violentos ni tener pasado criminal ni existir riesgo de escape y habiendo dicho que se presentaría voluntariamente, fue arrestado por 29 agentes federales fuertemente armados en 17 vehículos que llegaron a su casa de madrugada. Naturalmente sobornar para que un hijo ingrese a la universidad es ética y moralmente condenable. Pero no tiene nada que ver con un verdadero delito que pone en riesgo la vida, la libertad o la propiedad de otro miembro de la sociedad. La prensa debería haberlo descubierto y al estar tan corrompida la admisión universitaria por los deseos de izquierda de manejarlo todo, probablemente hubiera pasado como un episodio nefasto más de los tantos que existen en la admisión universitaria. Por lo demás es igualmente inmoral conseguir el ingreso a una casa de altos estudios mediante un cupo legislativo. Ninguna de estas conductas está moralmente justificada. De lo más sensato que se ha oído hasta el momento es que si alguna vez hubo un uso para el veredicto de Texas, éste es el caso. Para los no iniciados, el veredicto de Texas es: «No es culpable, pero no lo haga nuevamente”.

Abogado, máster en Economía y Ciencias Políticas