“De todos los talentos concedidos a los hombres, ninguno es tan preciado como el don de la oratoria. Quien lo posee ejerce un poder más duradero que el de un gran rey. Es una fuerza independiente en el mundo”, creía firmemente Winston Churchill, y nadie discute que él supo usar el discurso político con excepcional brillantez y, sobre todo, eficacia. Décadas más tarde, del otro lado del Atlántico y a propósito de un líder muy distinto al primer ministro británico, la redactora de discursos de Ronald Reagan fue más directa: “Los discursos (son) una herramienta del liderazgo. A veces son el liderazgo en sí mismo, como entendieron algunos grandes Presidentes” (Peggy Noonan, On Speaking Well).

Eso es más cierto que nunca en la actual sociedad de la información —con sus comunicaciones 24/7, sus audiencias segmentadas y sus sofisticados sistemas de medios—. “Yes, we can”, proclamó un tal Barack Obama allá por el año 2008 durante las primarias del Partido Demócrata, cuando pocos lo conocían; y a fin de cuentas, “he could”. Tal vez el suyo no fue el mejor gobierno —y de hecho, no lo fue—, pero es indudable que supo usar eficazmente el discurso como instrumento de liderazgo político para llegar a la Casa Blanca y luego para quedarse allí por ocho años.

Y sin embargo, por estos lados a nadie parece sorprender (ni molestar) que la campaña electoral de 2017 haya sido el yermo de la oratoria elocuente. Quizás porque nos hemos acostumbrado a esperar poco de nuestros líderes —y aun menos de los políticos y autoridades en general—, tener un discurso persuasivo ya no figura entre los requisitos mínimos de la política profesional. No digamos que en otros ámbitos de nuestra cultura la palabra brille incandescente con su poder para mover los espíritus —¡ojalá!—, pero si es verdad que es “una herramienta del liderazgo” y a veces incluso “el liderazgo en sí mismo”, entonces la buena política no es posible sin un complemento de buena retórica.

Esto no significa que el político moderno que se tome en serio el oficio deba ser un Demóstenes o un Cicerón, ni tampoco un Churchill o un Obama, para tener un discurso convincente. Pero sí implica que sea consciente del potencial de influencia que tiene esta dimensión del liderazgo, y que dedique esfuerzo (y neuronas) a entenderla y sacarle provecho. Esto no es una invitación a la demagogia o al populismo, sino a aceptar que en la sociedad actual, y ya desde mediados del siglo XX, “la retórica popular o de masas se ha convertido en una herramienta principal del gobierno presidencial. (…) Más importante aun, la doctrina de que el Presidente debe ser un líder popular se ha transformado en una premisa indiscutida de nuestra cultura política. (…) Hoy se da por sentado que los Presidentes tienen el deber de defenderse en público constantemente, de promover sus iniciativas a nivel nacional, y de inspirar a la población”. (Jeffrey Tulis, The Rethorical Presidency)

Defenderse, promover ideas, inspirar a sus conciudadanos. Son objetivos que requieren el uso inteligente y responsable del discurso, no sólo un manejo hábil de la exposición mediática y de las dinámicas periodísticas. Aquí el énfasis no es esencialmente “comunicacional”, sino sobre todo político, es decir, una forma de ejercer y proyectar liderazgo. En suma, persuadir para poder liderar.

El político responsable —y bien provisto de un compás moral— sabe que el esfuerzo persuasivo debe sustentarse en sólidos argumentos racionales, de lo contrario sería un demagogo. Pero no olvida que las personas se mueven en gran medida, y a veces principalmente, impulsadas por sus emociones. El elector/ciudadano no espera solamente que lo convenzan con buenas razones, sino también que lo entusiasmen, que lo inspiren, que lo “movilicen”. Que lo persuadan. Según insistía Drew Westen, autor de The Political Brain —libro que varios políticos chilenos dicen haber leído—, hay que recordar “que las acciones ‘razonables’ casi siempre requieren la integración de raciocinio y emoción, y que los anuncios de campaña más potentes, los discursos más efectivos, y los momentos más eficaces en los debates combinan todos emoción y cognición”. Para eso, como ya han señalado algunos analistas respecto del actual balotaje, ofrecer cambios en el programa de un candidato es menos eficaz que comunicar elocuentemente el proyecto político detrás de ese programa, las definiciones éticas que lo inspiran y los sueños de sus redactores.

Por cierto que a las emociones se puede apelar con altura de miras… o sin ella. No hace falta entrar en detalles: todos sabemos distinguir la diferencia. Hay pasiones que nos elevan y otras que nos hunden. Las primeras pueden usarse legítimamente en el discurso político para persuadir en forma honesta; las segundas sólo sirven para manipular y explotar nuestros bajos instintos (miedo, odio, prejuicio, egoísmo, ambición). Líderes y ciudadanos tienen una responsabilidad compartida en procurar que el discurso político no cruce el límite que separa a la elocuencia de la demagogia, a la pasión del arrebato, a la convicción del fanatismo. En este sentido, las admoniciones sobre “una campaña de persecución política nunca vista” si es que gana el adversario y sobre las “fuerzas voraces de las transnacionales”, o la promesa de llegar al gobierno para “meter la mano al bolsillo” de los ricos, y otros misiles retóricos por el estilo, no son ejemplos de discurso edificante. Más bien lo contrario.

“Liderar es vender. Y vender es hablar”, decía sin rodeos James C. Humes, que fue speechwriter de cuatro Presidentes norteamericanos. Que nuestra arena política sea un desierto para el discurso elocuente debería preocuparnos, porque es una señal más del empobrecimiento de nuestra discusión pública y, también,  de eso que llamamos “la clase dirigente”. Cuando baja el nivel del discurso y la palabra pierde valor, la calidad de la política y de los que se dedican a ella sigue el mismo camino.

 

Marcel Oppliger, periodista, coautor de «El malestar de Chile: ¿Teoría o diagnóstico?» (con Eugenio Guzmán, 2012)

 

 

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