Se suele repetir la expresión del constitucionalista argentino Roberto Gargarella según la cual el sistema político es la “sala de máquinas de la constitución”. En un libro del mismo nombre, Gargarella argumenta que la historia constitucional de Latinoamérica le ha dado mucha más importancia a la cuestión de los derechos que a la del sistema político. Esto, además, implica que un buen sistema político termina garantizando mejor los derechos, aunque estos no se encuentren consagrados con tanto detalle o de un modo demasiado enfático.
En el caso de Chile, por otra parte, se han difundido algunos mitos o exageraciones sobre el sistema político. Dos de estos mitos fueron protagonistas principales del fallido proceso constitucional de 2021-2022. Mientras el primer mito sostiene que Chile ha poseído, históricamente (desde los tiempos de Diego Portales), un régimen de gobierno “hiperpresidencialista”, el segundo afirma que el Senado habría sido una institución eminentemente oligárquica y, además, más ineficiente que la Cámara de Diputados en la tramitación de los proyectos de ley.
El primer mito incurre en el error de poner únicamente atención en las atribuciones formales del Presidente, esto es, en aquellas facultades que se encuentran consagradas en el texto de la Constitución, dejando sin embargo de lado la llamada “constitución material”, que es la forma concreta en que dicho texto se aplica. Específicamente, por mucho que el Presidente posea una gran cantidad de atribuciones, en la práctica ellas son letra muerta si, por ejemplo, no posee mayoría parlamentaria o si, poseyéndola, los parlamentarios son díscolos o carecen de disciplina partidaria. Esto es lo que se denomina “bloqueo parlamentario”.
Además, y como así lo ha planteado el politólogo Christopher Martínez, el mito del hiperpresidencialismo es incompatible con el argumento del bloqueo. El Presidente no puede concentrar el poder en contra del legislativo y, a la vez, tener el Parlamento la capacidad de hacer naufragar los proyectos de ley del gobierno, como de hecho ha ocurrido en Chile, especialmente en los dos gobiernos de Sebastián Piñera.
El segundo mito también es importante. Con base en él, la propuesta constitucional de 2022 no tuvo ningún remilgo en eliminar el Senado y en establecer el mal llamado “bicameralismo asimétrico”. Y aunque una de las bases constitucionales del “Acuerdo por Chile” establece que Chile será un sistema bicameral, “compuesto por un Senado y por una Cámara de Diputadas y Diputados”, al mismo tiempo agrega que ello será así “sin perjuicio de sus atribuciones y competencias en particular”. Esto significa que, aunque la propuesta de 2023 mantendrá el Senado, es todavía perfectamente posible que este deje de ser una cámara revisora; o que, al menos, sus facultades legislativas se vean disminuidas.
Pero ¿es cierto que el Senado es una entidad oligárquica, como tantas veces se dijo en el proceso anterior? Mi respuesta es que, si por oligarquía entendemos el gobierno de unos pocos, el Senado no es más oligárquico que la Cámara de Diputados. Igualmente, los diputados son pocos en relación al conjunto de la población. Y también ellos poseen los privilegios de los que gozan los senadores, y de los que carecen el resto de los chilenos (como fuero parlamentario, horario flexible, sueldos altos, etc.). Por lo demás, la mayoría de los senadores son exdiputados, por lo que el argumento “oligárquico” carece de suficiente peso.
¿Y qué decir respecto a la acusación de menor eficiencia en la tramitación de los proyectos de ley? Lo que hay que decir es que se trata de una acusación derechamente falsa. Como lo ha demostrado el politólogo Sergio Toro Maureira, la cuestión es precisamente al revés: la Cámara de Diputados es más lenta que el Senado: el promedio de días que se demora el Senado en aprobar un proyecto de ley es de 275 días versus 349 de la Cámara de Diputados.
En cambio, la mayor moderación del Senado posibilita de mejor manera los acuerdos y la consiguiente aprobación de los proyectos de ley. Además, el presente mito incurre en un uso errado de los datos. En concreto, no es verdad que el Senado no apruebe los proyectos que surgen en la Cámara de Diputados, sino que estos no alcanzan a llegar al segundo trámite, porque no pasan el denominado “valle de la muerte”: solo el 69 % de los proyectos tramitados en la Cámara de Diputados ingresa al Senado.
Ahora bien, un macro-mito en materia de sistema político sostiene que el presidencialismo no es un régimen de gobierno adecuado para enfrentar las crisis políticas, como la que Chile vivió en 1973. Algunos han sostenido (por ejemplo, Arturo Valenzuela) que, de haber poseído el país un régimen parlamentario, probablemente no se habría producido el golpe de Estado que derrocó al Presidente Salvador Allende. En otras palabras, dado que, en los regímenes parlamentarios el jefe de gobierno depende de la confianza del Parlamento, este podría haberlo destituido y reemplazado por otro, sin que hubiese sido necesaria la intervención de las Fuerzas Armadas.
Pero el problema es que las crisis políticas no surgen ni se resuelven de manera mecánica. Responden asimismo a factores institucionales que, integrando también el sistema político, no necesariamente están consagrados en las constituciones, sino generalmente en las leyes. Me refiero, sobre todo, al sistema electoral y al sistema de partidos. En concreto, y como tantas veces ya se ha dicho, un sistema electoral fuertemente proporcional es una causa directa del multipartidismo extremo, como el que hoy experimenta el país. La polarización, además, es también fruto de una cultura política que asume prácticas antidemocráticas, como el incumplimiento de la regla no escrita de mirar a los partidos contrarios como legítimos adversarios más que como enemigos a destruir.
Hablo de multipartidismo “extremo” porque, si bien es cierto que Chile posee una cultura política multipartidista, no es verdad que esta haya sido extrema. De hecho, en el siglo XIX el país tuvo dos grandes partidos políticos, el Conservador y el Liberal, a los que luego se agregó el Radical. Y aunque en la centuria siguiente, la cantidad de partidos aumentó debido a la emergencia de las fuerzas políticas de izquierda y de la Democracia Cristiana (DC), nunca Chile poseyó más de seis partidos relevantes, los que solían además formar alianzas o coaliciones entre ellos (con excepción del caso de la DC que, en 1964, optó por un gobierno de partido único).
Por eso es que el quid de los problemas que hoy enfrenta el sistema político en Chile no tiene que ver con el sistema de gobierno (en concreto, con el presidencialismo), sino más bien con una cultura política antagonista, por una parte, y con un sistema electoral y de partidos que produce fragmentación, por otra. ¿Cómo solucionar estos problemas? Por ejemplo, y sin descartar otras medidas, a través de la introducción de un pilar mayoritario en el sistema electoral, que hoy es fuertemente proporcional. En este sentido, y con el objeto de conciliar los principios de representación y gobernabilidad, se podría avanzar hacia un sistema electoral mixto, esto es, en parte proporcional y en parte mayoritario. Al menos, en la Cámara de Diputados una mitad de los escaños podría surgir de distritos uninominales y la otra mitad, de distritos proporcionales.
Otra medida posible es subir los requisitos para la formación de partidos y, sobre todo, aumentar el umbral de votos para resultar electo parlamentario. De este modo, se evitaría la existencia de parlamentarios que, al poseer un porcentaje muy bajo de los votos, terminen representando a grupos de interés muy reducidos, no pocas veces en contra del bien común y del principio de igualdad ante la ley.
Es de esperar que tanto los expertos como los consejeros del nuevo proceso constitucional sepan distinguir los mitos y las realidades, y que no elaboren una Constitución sobre la base de premisas falsas o de medias verdades, como así lamentablemente ocurrió en el proceso constitucional anterior. Además, es de esperar que dichos actores sean capaces de entender que no todos los problemas dependen de un puro factor y de la sola redacción de un texto constitucional. Hay también aspectos culturales y legales en juego. Y si bien las palabras puestas en la Constitución importan, ellas no son varitas mágicas ni balas de plata para resolver los problemas de fondo del sistema político.