Recientemente se publicaron los resultados del SIMCE 2017. Si bien causaron menos revuelo que en años anteriores, lo cierto es que el Ministerio de Educación puso su atención en un problema no menor: los resultados muestran un estancamiento en los puntajes de los últimos cinco años. El llamado de las autoridades es a volver a poner el foco en la calidad, un aspecto injustificadamente rezagado en un país donde la educación está en la palestra hace más de una década.

Esto conduce rápidamente a preguntas que requieren una reflexión más profunda: ¿Cómo definimos calidad? ¿En qué sentido puede hablarse de calidad en el contexto educativo?

Hasta ahora, nos hemos conformado identificándola con el resultado de herramientas como el SIMCE o el test PISA, a pesar de que sabemos que la calidad es más compleja y va más allá de lo que miden las pruebas estandarizadas. No cabe duda que éstas tienen muchas ventajas al momento de evaluar nuestro sistema educativo a nivel nacional, sobre todo porque nos muestran una realidad importante de la cual tenemos que hacernos cargo. Pero no es difícil reconocer sus falencias. Si la educación es algo más que la mera instrucción de contenidos y habilidades cognitivas, los problemas emergen con mayor claridad. Si concebimos la educación como la formación integral de las personas, orientada a desarrollar sus capacidades intelectuales y espirituales, entonces la transmisión de valores y conocimientos es parte importante de dicha formación. Es por ello que la existencia de distintos proyectos educativos juega un papel relevante en nuestra sociedad, porque admite la diversidad de visiones en su interior.

Si la educación es algo más que la mera instrucción de contenidos y habilidades cognitivas, los problemas emergen con mayor claridad».

El conflicto latente puede entenderse en los siguientes términos: ¿En qué medida la prueba estandarizada se condice con la libertad de enseñanza? Por un lado, valoramos la diversidad educativa, pero no la reconocemos al evaluarla. Algo de esta preocupación está presente en la Agencia de Calidad de la Educación, que ha propiciado una mirada amplia en temas de calidad, elaborando nuevos indicadores en esta materia. Sin embargo, aún quedan cosas por hacer.

Un desafío pendiente es saber incorporar la visión de los padres en estos indicadores. Muchas veces ellos se guían por otros elementos distintos al SIMCE para elegir el colegio al que irán sus hijos: el orden, la disciplina, un ambiente protegido y familiar, la cercanía al hogar, así como también la transmisión de valores o la orientación religiosa del colegio, son todos aspectos importantes al momento de elegir el establecimiento. Algunos estudios han constatado esta realidad, entre ellos la reciente publicación de Arturo Fontaine y Sergio Urzúa, Educación con patines (capítulo 2). En el libro, los autores comentan la bibliografía al respecto, que muestra cómo los padres ven en la escuela una “comunidad de vida” para sus hijos.

Es cierto que incorporar estos elementos a las mediciones tradicionales representa una dificultad considerable, pero hay al menos tres razones que justifican el intento. En primer lugar, porque es teóricamente más adecuado a nuestro sistema educativo valorar en la medición algo que se reconoce de facto como un eje importante, a saber, la elección de los padres. En segundo lugar, porque hay estudios que sugieren una correlación entre la satisfacción escolar de los padres y alumnos con mejores resultados académicos, lo que avala la pertinencia de integrar estas dimensiones. Por último, porque las políticas que tome el gobierno deben reconocer la complejidad del tema para evitar posibles conflictos.

Es teóricamente más adecuado a nuestro sistema educativo valorar en la medición algo que se reconoce de facto como un eje importante, a saber, la elección de los padres».

Existe un acuerdo general en mejorar la calidad de la educación, pero lo que se deriva de ello no está libre de interpretación. Un ejemplo es la atribución de la Superintendencia de Educación de revocar el reconocimiento oficial a colegios con un rendimiento deficiente por cuatro años consecutivos, y la resistencia de algunos padres ante la medida. Esto muestra la brecha que existe entre los parámetros del Estado y los criterios de los padres y apoderados cuando se trata de evaluar la eficacia de un establecimiento educativo: ¿Estamos seguros de conocer bien todo lo que los apoderados valoran de un colegio? ¿No habrá información adicional que deberíamos conocer?

Los problemas descritos no hacen más que reforzar la necesidad de retomar la discusión sobre la calidad de la educación, donde aún hay mucho que resolver y no hay respuestas mecánicas. Por eso es imperativo avanzar en la conceptualización de calidad a una que integre las dimensiones que sistemáticamente se escapan de las evaluaciones estandarizadas, pero que, al mismo tiempo, están siempre presentes en la elección de los padres.

 

Sebastián Adasme, investigador del Instituto de Estudios de la Sociedad

 

 

FOTO: HANS SCOTT / AGENCIAUNO