El titular del diario era potente: “Muere señora de Lula”. Me llamó poderosamente la atención, pero no tanto por el hecho en sí, sino por el encabezado, así que se lo comenté a mi esposa (sic), y ella me explicó el asunto: “Lo que pasa es que en los años en que vivíamos fuera del país, se instauró como una rotería decir ‘esposa’”.
Lo primero que hice tras escuchar a mi querida señora (nótese que estoy aprendiendo) fue recurrir a los diccionarios que tengo en casa, por si estaba ignorando alguna innovación lingüística. Pero allí seguía apareciendo la palabra censurada, sin mayor novedad. Por cierto que aparecía en la edición de María Moliner de la editorial Gredos, y también figuraba en el primer tomo de la obra de Manuel Seco. Además, en el diccionario etimológico de Joan Coromines pude descubrir, o confirmar, que “por alusión metafórica a su carácter inseparable”, esposa y esposas, o sea, las manillas del preso, tienen la misma raíz.
En todos mis glosarios la acepción de la palabra prohibida se repetía con escasos matices: “Persona casada”. Es decir, seguía siendo absolutamente correcto llamar “esposo” al marido y “esposa” a la mujer casada, pero mi diario de cabecera evitaba el vocablo de marras para no quedar mal con su público ABC1, tan aparentemente preocupado de estar al día en este tipo de materias.
Recordé entonces que alguna vez una conocida me corrigió después de usar la palabra “bebé”, que sigo repitiendo para referirme a mis tres pequeños hijos, nacidos en el extranjero, donde resultaba impensable decirles “guagua”. Y me vino a la memoria también la sonrisa socarrona de algún otro cercano al que alguna vez “invité a cenar”, en lugar de “convidarlo a comer”.
Me quedé pensando un buen rato en esos dos censuradores y llegué a la conclusión de que ambos tienen algunas características en común: son profesionales, pero no leen ni tienen muchos libros en su casa; han viajado a Europa para visitar sus estadios y centros comerciales, pero apenas han pisado sus museos; leen poca prensa, pero siguen a todos los personajillos de la farándula y están enterados de sus escándalos; si alguna vez van al cine, prefieren decir que van “al teatro”, porque en realidad nunca van al teatro ni se abonan a este tipo de espectáculos. En resumen: tienen plata, pero no cultura. Invierten en buenas casas y buenos autos, pero no en educación continua.
Y son precisamente esas personas las que, por alguna especie de juego bobo aprendido seguramente con sus amiguitos del colegio, la universidad o el exclusivo club que frecuentan, segregan a quienes usan palabras distintas, pero correctas, como “falda” o “terno”.
De más está recordar que la “clase alta” de nuestro país tiene bastante poco de qué presumir en materia cultural. Según el estudio “Comportamiento lector a nivel nacional”, que dirigió el Centro de Microdatos de la Universidad de Chile hace algunos años, solo el 5% de los chilenos declara leer libros en su tiempo libre, con diferencias mínimas por quintiles de ingreso: en el primer quintil, el 4% de los encuestados dice leer para entretenerse, mientras que en el quintil más rico esa proporción llega al 6%. Además, sólo el 2% del quintil más rico declara leer diarios con frecuencia (el promedio nacional es 1%), y solo el 1% va a museos o exposiciones, cuando la media nacional es 0%.
Son diferencias estadísticas realmente insignificantes, que no se condicen para nada con las grandes diferencias de ingreso que sí se observan en nuestro país, lo que demuestra que para un buen número de personas con un alto poder adquisitivo que han gozado del privilegio de “pasar” por la universidad, seguir invirtiendo después en un constante enriquecimiento personal y cultural resulta tedioso e innecesario.
Más entretenido les parece andarse fijando en la forma que hablan los demás. Así tienen algo de qué reírse con sus amigos cuando los convidan a comer o a tomar el té.
Ricardo Leiva, doctor en Comunicación de la Universidad de Navarra
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