El concepto de nacionalismo reflotó en 2016 en Chile y el mundo. A nivel local, lo hemos podido ver ligado a fenómenos como la creciente inmigración o la agudización del conflicto mapuche. En el ámbito internacional, el Brexit en Gran Bretaña y la elección de Donald Trump en Norteamérica han vuelto a levantar al nacionalismo como uno de los ejes centrales del discurso y el debate público. En el cierre del año, Francia y Alemania terminan de hacer evidente que este será un asunto relevante para el futuro, lo que nos obliga a iniciar una reflexión profunda.

El nacionalismo es una categoría difícil de definir, lo que exige precaución en el uso que se haga de ella, no sólo por las confusiones interpretativas de su aplicación, sino también por las implicancias que pueden derivarse de ese uso. Y es que el contenido del término ha sido diverso en los distintos contextos históricos.

En el siglo XIX el nacionalismo jugó un papel importante en la formación de los Estados nacionales a lo largo del mundo, aunque no de manera homogénea. Mientras en el caso de Europa tendió a apelar a una identidad histórica común, en América Latina fue el Estado quien tuvo que construir una identidad que afiatara a las diversas comunidades y grupos sociales de las nacientes repúblicas. En este proceso, las guerras tuvieron un rol relevante en la generación de un sentimiento nacional entre la población que habitaba un determinado territorio, pero que también creó barreras y conflictos entre países vecinos que permanecen hasta hoy.

En el siglo XX, por otra parte, el nacionalismo europeo se fue convirtiendo en un sentimiento de superioridad que, junto a otros factores, dio origen a los más grandes y terribles conflictos de la historia de la humanidad: las dos guerras mundiales. Luego, sin embargo, la lucha entre el socialismo soviético y el capitalismo norteamericano pondría en jaque el concepto de nación en favor de lazos de solidaridad que traspasaban esas fronteras. En esa línea, el triunfo del sistema capitalista y la democracia liberal, sumado el fenómeno de la globalización en el siglo XXI, parecen haber vuelto aún más conflictiva la categoría de nación y, por ende, el nacionalismo. El flujo de personas, capitales e información ha llegado a tal nivel, que a ratos es difícil identificar una cultura nacional dentro de nuestras fronteras, encontrándonos, más bien, ante sociedades multiculturales, con todas las dificultades que eso conlleva.

No se pretende hacer acá un análisis exhaustivo del nacionalismo, sino mostrar su complejidad: éste hace referencia a la necesidad de reafirmar una identidad que puede estar basada en una cultura, raza, etnia o territorio compartido, adquiriendo un sentido y cariz particular según se trate. Su utilización puede tener connotaciones muy diversas, como la historia nos ha enseñado, estando algunas de ellas lejos de ser inofensivas. Revisar cuáles son sus fundamentos, límites e implicancias resulta, entonces, imprescindible para enfrentar los múltiples desafíos del mundo contemporáneo. Por de pronto, el multiculturalismo, los conflictos fronterizos, la inmigración, la legislación internacional, las organizaciones transnacionales, el comercio y la economía mundial.

De esta revisión y comprensión en torno a qué lugar puede ocupar hoy en día el concepto de nación depende parte importante de nuestra convivencia.

 

Catalina Siles, investigadora Instituto de Estudios de la Sociedad

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