Con la llegada de 2017, muchos se aprestan a celebrar que el segundo gobierno de Michelle Bachelet comienza a llegar a su fin. Pero como nos recordara la propia Mandataria, no debemos olvidar que las cosas malas siempre pueden empeorar.

Casi con cualquier métrica que se utilice, el segundo gobierno de Bachelet compite por el ser el de peor desempeño desde el retorno de la democracia. Si usamos aprobación presidencial, crecimiento económico, leyes exitosas, errores no forzados o escándalos, este Gobierno bate récord en todas las dimensiones negativas posibles. Afortunadamente, desde que estalló el escándalo Caval, la capacidad de hacer daño que tuvo la retroexcavadora de la Nueva Mayoría se vio significativamente disminuida. Pero los legados de esta administración igual obligarán al próximo Gobierno a tareas correctivas. La reforma tributaria deberá ser modificada; la reforma que presumiblemente terminará con el copago, la selección y el lucro en la educación básica y secundaria no podrá ser implementada tal como fue diseñada; la que implementa la gratuidad en la educación superior ni siquiera ha sido enviada como proyecto de ley al Congreso, por lo que es imposible que vea la luz antes de que termine esta administración; y la reforma electoral, que entra en vigencia en 2017, generará más problemas de los que busca corregir.

Finalmente, el debate constitucional, que se puede convertir en tema de campaña en 2017, no pasó de ser una oportunidad para hacer terapia grupal sobre cuáles derechos debieran estar en el top five de derechos garantizados, sin que se aprovechara la oportunidad para discutir los pros y contras de tener un tribunal constitucional, de las súper mayorías o las fortalezas y debilidades del modelo neoliberal.

La suma de desaciertos del Gobierno hace comprensible, entonces, que muchos respiren aliviados ahora que falta menos de un año para tener un Presidente electo tomando decisiones que marquen el nuevo rumbo del país. En un año más, Bachelet podrá pensar en su retiro definitivo. El nuevo Ejecutivo estará armando equipos y definiendo la hoja de ruta que deberá tomar para volver a poner al país en el sendero del crecimiento, el desarrollo inclusivo y, por qué no decirlo, el sentido común. Pero lamentablemente, no hay que confundir el alivio que produce la certeza de saber que este Gobierno llega a su fin, con la ilusión de creer que el próximo necesariamente será mejor.

Es verdad que hay buenas razones para creer que la próxima administración no debiera cometer los mismos errores que cometió la actual. Cuesta creer que la idea de que los chilenos quieren cambiarlo todo siga siendo popular entre la clase política. Los profetas del fin del modelo y los agoreros de la caída del capitalismo debieran dejar de cobrar sueldo como consejeros en el Segundo Piso de La Moneda. La evidencia es concluyente a favor de que los chilenos no quieren cambiar de modelo, quieren que el modelo funcione mejor, sin abusos y con oportunidades para todos. Cualquier candidato que entienda que su desafío es lograr construir más puentes para que los chilenos puedan cruzar a la tierra prometida del desarrollo inclusivo y sostenible tendrá las mejores chances de ganar en las presidenciales de este año.

Pero también hay algunas nubes en el horizonte que hacen dudar de que el país vaya a retomar el sendero del diálogo, los consensos y los pasos graduales y pragmáticos hacia un mejor desarrollo.  Desde la izquierda hasta la derecha, muchos candidatos se han comprado la tesis de que Chile necesita una nueva Constitución (y no solo reformar la actual). Hasta Sebastián Piñera se hizo parte de la idea de que no basta con reformas constitucionales, sino que podemos empezar a construir institucionalidad desde cero.

La adopción de la gratuidad por glosa en el presupuesto nacional, con votos de la derecha, ha generado un derecho adquirido que será muy difícil de revertir. Si el sector ya legitimó la gratuidad sin ley con sus votos en el Congreso, ¿qué hace pensar que el próximo Gobierno intentará diseñar una política razonable y frenar la implementación de una política que carece de diseño previo? Incluso las posturas sobre la necesaria reforma a las pensiones han llevado a varios candidatos considerados serios y responsables, a prometer sistemas mixtos de cuentas individuales y de reparto.

Las campañas son ocasiones propicias para prometer más de lo que se puede cumplir. La tentación de hacer promesas populistas es inevitable cuando la competencia es estrecha. Basta que un candidato exagere un poco sus promesas para que se desate una guerra inflacionaria por quién promete más. Si bien el sentido común debiera indicar que el próximo Gobierno no cometerá los mismos errores que el actual, algunas de las promesas de campaña que hemos venido escuchando nos recuerdan que, aunque hay que esperar que todo mejore, las cosas siempre pueden ser peor.

 

Patricio Navia, #ForoLíbero

 

FOTO: SEBASTIAN BELTRAN GAETE / AGENCIAUNO

Sociólogo, cientista político y académico UDP.

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