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La conmemoración de los 50 años del golpe hizo volver la mirada de una parte del país, sobre todo de su clase política, a un pasado doloroso y divisivo. Hemos pasado demasiado tiempo reviviendo ese terrible momento de nuestra historia, con una intensidad (un «estallido emocional» como lo denominó Abraham Santibáñez) que no se desplegó en ninguna de las conmemoraciones anteriores.

¿Por qué, cuando en el calendario se cumple una fecha determinada, que en realidad no hace ninguna diferencia práctica en el devenir de la nación, ni siquiera respecto de los temas de derechos humanos -no hay razones para que la justicia en esta materia se sujete a una efemérides en particular- la agenda política ha de quedar suspendida, como si los enormes desafíos que enfrenta el país pudieran ser también suspendidos hasta que la clase política se decida a volver la mirada al futuro, algo que es cada vez más urgente y necesario?

Si se lo piensa bien ¿qué diferencia hay entre 49 y 50 años? ¿o cuál entre 50 o 51? Es cierto que los seres humanos concedemos una inusitada importancia a los símbolos, y los números lo son por definición. Pero con la conmemoración del golpe parecen haberse excedido los límites del simbolismo que entrañaba el medio siglo que ha transcurrido desde entonces. De hecho, no pocos estudios de opinión pública han revelado que una mayoría de chilenos le concede una importancia relativamente menor a la efeméride, y que incluso algunos -sobre todo quienes no la vivieron en carne propia- se distancian del sinsentido de ese trágico acontecimiento de la historia nacional.

Pero el gobierno no dejó pasar la ocasión y lo quiso convertir en un momento político trascendente y moralizador. Los buenos a este lado, los malos al otro. Su arriesgada maniobra no se hizo cargo del hecho que en una fecha tan delicada los símbolos podían insuflar nuevas pasiones o resucitar las que ya parecían difuminadas por el paso del tiempo. Al fin, la conmemoración ha terminado con una clase política más dividida y polarizada, justo cuando se la requiere para tareas extraordinariamente exigentes que están a la vuelta de la esquina.

Sólo faltan tres meses para una nueva elección, la quinta en poco más de dos años, una que será crucial para el devenir futuro de la nación. Y lo que va surgiendo de cara al plebiscito de diciembre es un sentimiento cada vez más agrio respecto al sistema político, en un 2023 en el que las buenas noticias brillan por su ausencia. En efecto, mientras se deterioraba la situación económica de los chilenos se conoció al mismo tiempo el escándalo de las fundaciones, lo que ha agravado la desconfianza que sienten los ciudadanos hacia las instituciones y la política. Por otra parte, la delincuencia no da señales de ceder, ni tampoco el terrorismo en la Araucanía. En este cuadro, la conflictiva conmemoración de los 50 años del golpe sólo ha añadido líneas divisorias y obstáculos para los indispensables acuerdos que debería alcanzar el sistema político en materias que agobian desde hace años a los chilenos.

El país suspendido, donde domina a sus anchas la desafección -incluso el hastío- con la política, podría seguir raudo hacia el plebiscito de diciembre rechazando la propuesta constitucional, lo que implicaría inclinarse por un statu quo que en buena medida es la causa de la rabia contra la política. Aprobar podría entonces adquirir un nuevo significado para los electores: sentar las bases para dejar atrás la mala política que nos tiene inmovilizados, cerrando de paso el capítulo constitucional. Si la izquierda se decantara por rechazar -ni que decir el gobierno-, la posibilidad que un resultado “En contra”, la opción ganadora en las encuestas, se vuelva “A favor”, no es improbable. A favor, en todo caso, de un nuevo ciclo que impulse al país al desarrollo, que lleva suspendido ya por demasiado tiempo.

Ingeniero civil y exministro de Transportes y Telecomunicaciones

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