Era la prueba de fuego para el Gobierno de la Presidenta Bachelet, que en las últimas semanas se mostraba convincente, condenaba la violencia y respaldaba el trabajo de la Fiscalía, las policías y la justicia en La Araucanía.

Evidentemente, no pudo superarla. Por segunda vez este año, La Moneda pasará desde la silla de los representantes de las víctimas, como querellante, a la silla de los representantes de los victimarios, para pedir la libertad de cuatro imputados por el incendio a una iglesia en Padre Las Casas (en pleno culto, aun cuando la defensa alega que tuvieron la deferencia de hacer salir a los feligreses antes de quemar el lugar).

Ya en enero el Ministerio del Interior embarcó desde Santiago a un equipo de abogados para hacer, en una corte de Temuco, exactamente lo mismo frente a un delito todavía más grave. Pese a que el Gobierno era querellante, asumió la defensa y pidió la libertad de Francisca Linconao (también en huelga de hambre desde hacía dos semanas), una de las once personas imputadas por quemar vivos al matrimonio Luchsinger Mackay.

Más que el sentido de justicia y la responsabilidad de garantizarla pudo más, tal vez, la convicción de que la violencia es legítima respecto de algunas causas o, al menos, que lo es la presión de una izquierda cuya influencia en las decisiones de la Presidenta va prácticamente invicta hasta ahora (revise todos los conflictos y verifique que el camino que toma finalmente es siempre el que exige el Partido Comunista, o la CUT, o cualquier otro de sus satélites).

Las señales que mandan la Nueva Mayoría y su Gobierno son no sólo equivocadas, sino de enorme injusticia con una mayoría de chilenos que viven en La Araucanía y en las dos regiones aledañas, frente a uno de los problemas más graves que enfrenta nuestro país.

Primero, cambia repentinamente de posición, volviendo a su visión original de condescendencia con los violentistas, renunciando al deber de resguardar el Estado de derecho y la paz social. Luego, cede otra vez a una presión indebida, como es la huelga de hambre de personas imputadas por graves delitos. Y justifica su decisión en razones humanitarias, pese a que los médicos han puesto en duda la huelga de hambre, asegurando que es imposible que una persona permanezca sin ingerir alimentos durante cien días; y a pesar de que, en Chile al menos, el Estado tiene la obligación de proteger la vida de quien está bajo su cuidado y en reiteradas oportunidades las cortes han reafirmado la validez de la alimentación forzosa.

En estos días, candidatos y parlamentarios de la Nueva Mayoría aseguran que la administración de Sebastián Piñera actuó de la misma manera ante la huelga de hambre de 24 imputados por violencia en esa región en 2010, lo que es totalmente falso. Ese Gobierno, primero, protegió la vida de los huelguistas y defendió ante las respectivas Cortes de Apelaciones su facultad para alimentarlos y recibir tratamiento médico, a través de Gendarmería y el Ministerio de Salud; jamás asumió la defensa de un imputado. Además, impulsó una modificación importante a la Ley Antiterrorista, para adecuarla a los estándares internacionales y responder a una exigencia de la Corte Interamericana de DDHH (desde luego, todos los cambios para facilitar la investigación fueron rechazados por la Concertación, en la oposición entonces).

Cada vez gana más espacio y obtiene mayores recursos un grupo minoritario de violentistas, que se arroga la representación mapuche, instrumentalizando la legítima demanda de un pueblo originario, para que se corrijan injusticias y deje de ser objeto de discriminaciones arbitrarias (ciertamente, muy arraigadas en nuestro país, en el trato social, económico e incluso político).

En nombre de una “guerra con el Estado de Chile” y del “derecho a rebelión”, un puñado de personas siembra miedo en un amplio y bello territorio de nuestra nación. Y se asegura el amparo de un sector político.

 

Isabel Plá, Fundación Avanza Chile

@isabelpla

 

 

FOTO: PABLO TRONCOSO/AGENCIAUNO

 

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