La discusión en torno a la ley de identidad de género ha alcanzado estos días su punto más álgido desde que entró en tramitación hace cuatro años. La agenda legislativa había priorizado otros asuntos, y el debate se centró en ellos. Pero el gobierno de Michelle Bachelet alcanza su ocaso y ahora urge al Congreso a votar leyes contra el reloj, y contra toda pausa reflexiva, entre ellas, la que ahora divide a la derecha entre Evópoli y la derecha conservadora. Una primera revisión del proyecto puede sugerir un punto a favor del liberalismo: la intención de ampliar el poder de autodeterminación. En definitiva, la ley sólo buscaría aumentar libertades personales que no inciden en terceros. Esta postura, aunque puede ser bienintencionada, no es seguro que vaya al fondo del asunto.

Como se ha dicho hasta la saciedad, la ley adolece de una falta de marco conceptual que la justifique, pues confunde constantemente “sexo” con “género”, sin definir qué debe entenderse por cada uno de esos vocablos. Es posible que esto se deba a un problema de ignorancia, a un esfuerzo por evitar inmiscuirse en asuntos filosóficos, o bien porque se considere sencillamente irrelevante a efectos prácticos. Empero, la correcta comprensión de ambos conceptos y de su articulación mutua es una cuestión absolutamente central, y constituye la base teórica del proyecto en sí mismo, que (concientemente o no) apuesta por una determinada visión del ser humano.

Puede decirse que con la palabra “sexo” designamos la realidad biológica (genital, cromosómica, hormonal y fenotípica) con la que todos nacemos. Y que la palabra “género” alude a la dimensión cultural del sexo, a su significado social e individual, que se construye sobre la categoría corporal. En cuanto a la articulación de ambos, caben, a grandes rasgos, tres posibilidades. La primera es que la biología sea un dato relevante para la construcción del significado cultural de una persona. Así, la femineidad o masculinidad —el género— podrá tener muchas variaciones en cuanto a los roles que la sociedad configura, pero la configuración siempre tendrá como correlato el ser mujer o el ser hombre —el sexo—. La segunda alternativa es que el sexo sea un dato natural dado, pero del todo irrelevante frente a lo que la autonomía personal puede determinar con respecto a sí. El género sustituiría a la categoría del sexo, incluso para quienes no sientan discordancia alguna entre su cuerpo y la percepción de sí mismos (y ellos serán llamados cisgénero). Para quienes sí sientan discordancia, el cuerpo biológico será un obstáculo que habrá que manipular para que se adapte al género según se lo percibe. La tercera posibilidad es que el sexo biológico en realidad no exista, sino que la misma corporalidad sea algo construido, y por lo tanto las alternativas de autonomía no tengan ninguna limitación ni obstáculo natural.

Las tres posibilidades son excluyentes, es decir, hay que optar por alguna. Es evidente que el proyecto de ley desecha —sin argumentar su postura— la primera alternativa: la biología es un dato irrelevante, incluso coercitivo, y si la pertenencia a un determinado sexo es causa de sufrimiento psíquico, entonces es necesario obviar ese dato (y esto incluye los efectos civiles). Si la tesis que subyace a la ley es la segunda, entonces se estaría introduciendo en el cuerpo legislativo el viejo argumento dualista, según el cual el cuerpo no es más que el vehículo de la mente, y puede ser desechado o modificado a voluntad. El problema con esta posición es de orden teórico: ¿cómo sabe un trans que su género es disconforme con su sexo? Se dirá que percibiéndose, lógicamente, y captando también en su entorno en qué consiste ser hombre o ser mujer. Pero la percepción de sí, la comparación con otros, y la captación del entorno sólo puede lograrse a través de nuestros sentidos corporales. Así pues, si los sentidos son tan fundamentales para conocer mentalmente, difícilmente puede sostenerse que el cuerpo es una entidad separada de la mente (o habría que explicar cómo capta la mente lo que percibió el cuerpo). Nos enfrentamos entonces a la siguiente disyuntiva: o bien la mente y el cuerpo están totalmente separados, y sólo la mente es constitutiva del individuo y sus derechos, lo cual inhabilita para explicar cómo se conoce, se siente o se percibe; o bien están intrínsecamente ligados, la biología es relevante, y el cuerpo participa de la dignidad personal tanto como la mente, de modo que no es manipulable a voluntad, como tampoco la mente lo es.

Ahora bien, si la ley adhiere a la tercera alternativa, a la llamada teoría queer; si, en palabras de su fundadora Judith Butler, “quizá el sexo siempre fue género, con el resultado de que la distinción entre sexo y género no existe como tal”, entonces los problemas teóricos, sociales y prácticos son aún mayores. La construcción es infinita, la binariedad de género y la naturaleza humana desaparecen, y con ellas los formularios de identificación, los tratamientos médicos, las relaciones de paternidad y filiación, las categorías deportivas, el Ministerio de la Mujer, el Sernam, el INDH, y una muy larga lista de etcéteras. Así, no tendríamos sino una omnipotente sociedad de ángeles en las que las solas mentes determinarían la totalidad de la realidad (mentes que, por lo demás, no se sabe bien cómo se conocen tampoco, puesto que sus mismos cuerpos están “en construcción”, y son, en el fondo, imaginarios).

Si las dos últimas posturas enfrentan dificultades teóricas difíciles de soslayar, entonces cabe volver a considerar la primera. Tal vez la naturaleza biológica se articula de alguna manera con las construcciones culturales, y no puede ser desechada sin más. Es verdad que eso implicaría una cierta limitación a la autonomía absoluta, pero que el cuerpo (que no tenemos sino que somos) nos limite en cosas que nos gustaría ser o hacer no es ninguna novedad, ni tampoco una contradicción. Es una contrariedad, cuyas implicaciones pueden ser más o menos dolorosas según el caso. El caso trans, con certeza, uno particularmente doloroso.

Es comprensible que nuestros congresistas quieran saltarse estas difíciles y aburridas consideraciones. No hay tiempo para pensarlas. El tiempo apremia, y hay que legislar bajo la presión de la cuenta regresiva de la agenda legislativa oficialista, y la de los grupos LGBTIQ. Poco interesa a los trans la posición ontológica que posee su cuerpo. Existe un problema incómodo, y urge desembarazarse de él. Pero si la promulgación de leyes (como se ha visto durante este gobierno) no es más que una carrera de agendas, entonces tampoco es más que un tipo de imposición de visiones éticas y antropológicas, tal vez equivocadas. La oposición a la agenda de género no se fundamenta en fanatismos religiosos ni esencialistas, como el profesor Felipe Schwember (cuya sorprendente virulencia estos días es sintomática de una débil argumentación) criticaba en una de sus columnas, ni tampoco en una simple y totalitaria resistencia a la expansión de las libertades personales. Se trata de evitar comprometer públicamente a la sociedad con leyes en cuya base operan teorías al menos discutibles, si no derechamente falsas.

 

Gabriela Caviedes, doctoranda en Filosofía de la Universidad de los Andes

 

 

FOTO: PABLO OVALLEISASMENDI/AGENCIAUNO

 

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