“La política es una realidad esencialmente ética”. Esta afirmación que encuentra su fundamento filosófico en el pensamiento clásico y cristiano, tiene especial relevancia en el contexto de la sociedad actual, particularmente en Chile, debido a la crisis de credibilidad por la cual atraviesa la política y su “clase” dirigente en todas las esferas de la sociedad. El divorcio entre la ética y la política que hasta hace poco muchos celebraban como el gran triunfo de la autonomía de la politología e incluso de las ciencias sociales, sobre el supuesto dogmatismo del pensamiento ético y valórico, hoy se ha transformado en su principal sepulturera, hasta el punto que nadie se atrevería a sostener que se debe prescindir de la ética cuando se reflexiona sobre la polis o sociedad o cuando se realizan actividades que comprometen la vida cotidiana de los ciudadanos.

La exigencia y desafío que hoy se nos plantea es justamente el inverso, es decir, cómo volvemos a introducir la ética en la política para que ella no siga transformándose en el territorio de la demagogia y de la ideología donde la mentira y el poder han sustituido a la verdad y el bien de las personas concretas, haciendo de la política una suerte de “escuela de negocios” para la promoción del yo egoísta o el enriquecimiento ilícito. Nadie cuestiona que la política atraviesa actualmente por una crisis profunda de identidad, que el ciudadano común percibe y denuncia como una gran tragedia para la subsistencia de una genuina democracia, donde esté plenamente garantizado el respeto a la dignidad de la persona y la realización efectiva del bien común de la sociedad política.

Diversos factores y causas han concurrido para provocar dicha crisis, entre ellos cabe destacar los fenómenos cada vez más frecuentes de corrupción, delincuencia y violencia que afectan directamente a las democracias occidentales, sobre todo en América Latina y el último tiempo en Chile, constituyéndose en un signo preocupante de una enfermedad social que amenaza seriamente con extenderse a límites insospechados para la razón. Esto ha llevado a numerosos líderes y actores de los más diversos ámbitos de la vida pública a solicitar, y en algunos casos exigir, lo cual no deja de ser sorprendente, una “moralización” de la política. Decimos sorprendente porque el carácter moral o ético de la política, no es algo extrínseco a ella misma. Al contrario, este carácter forma parte de su misma textura cuando se comprende que la política es la ciencia, el arte y la praxis del bien común. Esto es lo que los clásicos llamaban Ética Social.

A nuestro entender, tres peligros amenazan hoy gravemente a la política en Chile, que impiden u obstaculizan cualquier esfuerzo para que ella pueda orientarse al logro del bien de cada persona y de toda la persona. En primer término, ser absorbida por la economía, reduciendo la idea de bien común a la de bienestar económico o incluso a la de “interés común” –como si la sociedad estuviese constituida por individuos aislados entre sí y no por personas-. Se trata de una visión tecnocrática y funcional que hace de la política una “ingeniería social”. En esta perspectiva, se entiende que se reduzca al desarrollo a una cuestión exclusivamente económica, olvidando que se trata esencialmente de una categoría ética. Sin valores no hay verdadero desarrollo.

En segundo término, ser absorbida por las ciencias sociales, que circunscriben la política a un fenómeno específico de lo social reduciendo la comprensión de la política al campo puramente empírico de la political science, haciendo del poder la clave explicativa de ella. En este sentido, la tendencia al “positivismo” impide cualquier tipo de vínculo con la ética, haciendo de la misma ética un discurso sobre el deber ser, es decir, aquellas realidades tan bellas como utópicas. La lógica empírica que hoy domina sin contrapeso el ámbito tanto de la teoría como de la praxis política, rechaza la Ética Social por considerar que ella no se ajusta a los criterios de utilidad y eficacia.

Finalmente, la política corre el riesgo de ser absorbida por el discurso ideológico, el cual ha logrado sobrevivir mutando hacia nuevos actores y nuevas problemáticas. Recordemos que la ideología es la degradación sentimental y vulgarizada de una doctrina política o de una concepción global del mundo, ella lleva consigo una mezcla de pasiones y creencias (en ningún caso argumentos), configurándose de este modo en un discurso falso, que “ha dejado de referirse a una realidad verdadera” (Georges Cottier, Jacques Ellul, Leszek Kołakowski, Raymond Aron, Alexander Solzhenitsyn). Para ello, la ideología busca dramatizar falsos problemas y utilizar verdades a medias, para hacer creer que son importantes. En esta lógica, se busca anular a la persona individual a partir de una visión del hombre como ser genérico o como un ser colectivo (nazismo y comunismo), al cual se busca someter y manipular para imponer un modelo de pensamiento único y totalizador, en vistas de la construcción de un Hombre Nuevo. El chavismo con sus “folclóricas” variantes es la expresión actual de esta visión atrofiada de la política.

Por esta razón, entre otras, para salir de la crisis de identidad que corroe la política en sus cimientos es preciso volver a los fundamentos éticos de la misma. Si no se logra configurar un verdadero logos (razón práctica) sobre la polis (sociedad actual) la renovación de la política que la ciudadanía clama y anhela será tan solo una quimera.

 

Rodrigo Ahumada Durán, director Centro de Ética y Política POLIS Chile y académico Pontificia Academia Santo Tomás de Aquino.

 

 

FOTO:CRISTOBAL ESCOBAR/AGENCIAUNO

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