Que Michelle Bachelet ha mostrado un desinterés por la economía desconocido hasta ahora en un Presidente chileno, ya no es discutible. Baste con recordar que ningún otro Jefe de Estado, desde Pinochet, había tenido hasta ahora que prescindir forzosamente de dos ministros de Hacienda en un solo mandato.
Y ahí están los resultados: una nueva caída anunciada ayer en las proyecciones macroeconómicas de parte del Fondo Monetario Internacional; un derrumbe inédito de la inversión extranjera desclasificado el fin de semana por el Banco Central; un estancamiento de las remuneraciones; un retroceso en los rankings internacionales de libertad económica y emprendimiento; un endeudamiento público descontrolado que puede generar un nuevo castigo de las agencias clasificadoras de riesgo con su consecuente encarecimiento del crédito; un deterioro severo de la calidad y cantidad de empleos creados en el sector privado; y una tasa de desocupación sostenida a base de meter y meter funcionarios afines en el ya grasoso aparato público.
Estas son sólo algunas de las evidencias de que los habitantes de este país hemos perdido riqueza en términos relativos, permitiendo a países competidores, como Perú, aprovechar las oportunidades que aquí hemos desperdiciado. Lo que no habíamos constatado, hasta ahora, era hasta qué punto Bachelet sentía desdén por los indicadores objetivos, las métricas imparciales y las estadísticas, en general.
Lo anterior resulta francamente curioso, considerando que Bachelet estudió medicina, una ciencia que ha logrado innumerables progresos en las últimas décadas precisamente por reemplazar las intuiciones y la heurística (el ensayo y error) por los exámenes y los diagnósticos estandarizados y objetivos. Sin datos objetivos, diagnósticos exactos y exámenes científicos, los médicos seguirían siendo vicarios de los hechiceros y aprendices de mago.
Por su profesión, Bachelet sabe que si el termómetro bajo el brazo de un pequeño marca 37°, el niño tiene una temperatura normal, pero que si ese mismo instrumento marca 39°, pues entonces el niño tiene fiebre. Esos dos grados de diferencia, en consecuencia, marcan la distancia natural entre la salud y la enfermedad, y no hay más vuelta que darle. Lo mismo hacen cotidianamente todos los médicos modernos en todas partes del mundo: miden la presión arterial, el nivel de colesterol y el perfil bioquímico. Si los resultados de cada prueba se salen del rango normal, pues entonces la persona diagnosticada está enferma; de lo contrario, está sana. Los números no mienten y los médicos prescriben sus recetas y tratamientos basándose en esas pruebas precisas y objetivas.
Bachelet, en cambio, olvidándose todo lo que aprendió en sus clases de bioestadística, prefiere ignorar los números y las evaluaciones imparciales cuando se trata de diagnosticar las graves enfermedades que aquejan a nuestro país: allí están las encuestas de victimización que dicen que hay más delincuencia que cuando ella llegó al poder; allí están también las decenas de camiones quemados en La Araucanía, que se han quintuplicado bajo este gobierno; allí están los dos millones de personas esperando por una consulta, una cirugía o una prestación AUGE, y muriéndose por miles sin ser atendidos; allí están los doscientos mil millones de pesos en deuda hospitalaria; allí están los niños sin dignidad ni futuro botados en las sedes del Sename; allí está la popularidad de la Presidenta en mínimos históricos, reportada por cada sondeo semanal.
A pesar de todos los indicadores y las mediciones estandarizadas que indican lo contrario, Bachelet se atreve a asegurar, en una muy condescendiente entrevista publicada el fin de semana, que ella ha hecho “mucho más que Piñera en todas las áreas”, lo que objetivamente no es cierto. Y lo dice con total desparpajo, con la misma pachorra conque aseguraba, unos pocos días antes, que el subsecretario Mahmud Aleuy había salido de vacaciones porque está cansado. ¿En qué se basa Bachelet para decirnos que estamos mejor que cuando ella llegó a La Moneda? En que ahora la gente quiere sacarse más fotos con ella. Menudo test.
El mejor biógrafo de Steve Jobs, Walter Isaacson, decía que el fundador de Apple tenía “un campo de distorsión de la realidad” que le permitía moldearla a su antojo e ignorar todos los datos y las noticias que se oponían a sus voluntariosos planes. Eso podía ser muy bueno, pues le permitía a Jobs superar cualquier tipo de adversidad, pero también muy malo, pues lo convertía en un líder bastante insensible y autista, incapaz de empatizar con las necesidades de sus familiares y compañeros. El mismo Isaacson, en otro libro extraordinario sobre innovación, escribió que “la ceguera política” puede estropear la visión perimetral que necesitan los servidores públicos, aislándolos de la realidad y de sus compatriotas.
Al final, eso sí, los números y los resultados cuantitativos siempre se imponen, pues son inmejorables a la hora de medir el bienestar versus la decadencia, el éxito versus el fracaso: si un director técnico como Juan Antonio Pizzi no logra los puntos necesarios, no clasifica y, en consecuencia, es despedido. Si un político no cumple las expectativas de su electorado, pierde las elecciones. Ambos son defenestrados, por muy macanudos que se crean.
Ricardo Leiva, doctor en Comunicación
FOTO: RODRIGO SAENZ/AGENCIAUNO