Han pasado 20 años desde el atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), que dejó 85 muertos, y la investigación criminal sigue empantanada. Es un caso emblemático de terrorismo internacional que según todos los indicios apunta hacia el régimen iraní y al grupo islamista armado Hezbolá formado y entrenado desde 1982 en el sur del Líbano por los Guardias Revolucionarios de Irán en respuesta a la invasión de Israel. La muerte del fiscal Alberto Nisman, un día de antes de comparecer ante el Congreso para dar cuenta de sus acusaciones en contra del Gobierno argentino por encubrimiento, aumenta el descrédito de las instituciones.

La gente salió a las calles a protestar. ¿Contra qué? Contra el mal funcionamiento de las instituciones, contra el entramado de intereses que ha impedido que el caso se esclarezca, contra la corrupción que socava al aparato del Estado, contra la impunidad; en una palabra, contra algo indefinido, cruel y despiadado que la gente no puede conocer en su integridad, ni menos obtener justicia. Abundaban esa noche los carteles: «Yo soy Nisman», siguiendo el ejemplo de lo ocurrido en París.

Los rumores sobre las causas de la muerte del fiscal encargado del atentado por casi dos décadas, aumentan el desconcierto y el estupor, y se multiplican las hipótesis sobre la forma y los móviles del suicidio (voluntario o forzado) o del asesinato. Todos se preguntan si este caso se podrá esclarecer o quedará envuelto en las brumas del pasado como el de AMIA, con el cual aparece indisolublemente ligado. Se habla incluso de una suerte de «guerra» dentro de los servicios de inteligencia trasandinos.

Un aspecto político grave de esta situación es que los ciudadanos argentinos y la opinión pública internacional no confían en las instituciones de la democracia de ese país. Y tienen razones para ser críticos. Por una serie de factores históricos y recientes, las instituciones del Estado han perdido credibilidad. ¿Se ha llegado a un punto de inflexión donde el camino se bifurca nítidamente: o se reacciona en un proceso de rescate democrático o se abre la perspectiva de la crisis que Argentina ha vivido en más de una ocasión desde el fin de la dictadura? ¿O tal vez el país seguirá envuelto en un juego de espejos construido con verdades parciales, cabalgando la crisis sin resolverla?

De lo que está viviendo el pueblo argentino deberíamos sacar importantes lecciones. La primera es la importancia de las instituciones. Ya lo decía Diego Portales cuando predicaba el gobierno de la ley y no de las personas. La democracia constitucional enfrenta en todas partes nuevos desafíos, entre ellos reforzar el vínculo entre las instituciones y los ciudadanos de tal manera que éstos perciban que aquéllas cumplen las tareas de bien público para las cuales fueron creadas. Eso sólo será posible si volvemos a comprender que la democracia se mantiene gracias a un frágil equilibrio entre libertades y normas, poderes y controles, consenso y pluralismo, representatividad y participación.

La otra lección es la reacción de las personas. No quedan indiferentes. No se retraen al círculo de su vida privada. Protestan. Salen a las calles. Exigen claridad, verdad y justicia. Es admirable el protagonismo ciudadano enarbolando el pabellón patrio, sin emblemas partidistas. Ha hecho bien la Corte Suprema argentina en ordenar la desclasificación de la información sobre el caso.

Una de las principales amenazas para desarrollar la democracia es la corrupción que nace del abuso del poder y de la captación del Estado por grupos de interés económicos, partidistas o del crimen organizado. Ninguna sociedad está libre del peligro.

Por eso, cuando vemos lo que está sucediendo en Argentina y en otros países de la región, debemos redoblar la vigilancia. No se trata de defender el statu quo, sino de impulsar un fuerte y amplio movimiento de renovación institucional para mejorar el funcionamiento del Estado, sus órganos, servicios públicos y sus empresas, a todos los niveles. Chile está a medio camino en la modernización del Estado. Son alarmantes entre nosotros los altos índices de desconfianza hacia las instituciones que revelan todas las encuestas. No podemos contentarnos con lo que tenemos.

Esta agenda pasa por clarificar los vínculos entre dinero y política, y por descubrir la verdad en los escándalos que han conmovido a la opinión pública y sancionar a sus responsables. Nadie está sobre la ley.

Lo peor que podría sucedernos es que las investigaciones en curso se empantanaran y los ciudadanos quedáramos con la sensación de que las instituciones no fueron capaces de hacer respetar la ley. Hacerlo no es tarea fácil ni sencilla, sobre todo cuando los imputados son poderosos. Pero el compromiso con la probidad y la transparencia no debe conocer excepciones según sean los casos que se enfrenten.

El país ha sido capaz de enfrentar el desafío de alcanzar verdad y justicia respecto de los principales crímenes de la dictadura; ahora debe serlo para sancionar los delitos de la democracia.

 

José Antonio Viera-Gallo, Foro Líbero.

 

 

FOTO: DAVID / FLICKR

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