El viernes 23 de junio la Corte Suprema de los Estados Unidos pronunció una sentencia que generó una gran polémica y marcó un hito en la historia política y jurídica del gigante de Norteamérica y del resto del mundo. Tras casi cincuenta años de vigencia, el máximo tribunal estadounidense revirtió la famosa resolución de Roe v. Wade, señalando que la Constitución no contempla el pretendido derecho al aborto. Esto ya se había anticipado cuando en el mes de mayo se filtró el borrador de la opinión mayoritaria de los jueces, y algunos analistas y académicos dirán que esto se viene configurando desde cuando se confirmó el nombramiento de Amy Coney Barret como jueza presentada por el expresidente Donald Trump.
La noticia es sin duda uno de los mayores logros del movimiento pro-vida en el mundo. No hay que olvidar que uno de los mayores aceleradores de la flexibilización del aborto en Occidente fue precisamente la definición de la justicia norteamericana en 1973. El “derecho constitucional al aborto” impedía que cada Estado limitara o restringiera dicha práctica. La nueva sentencia, que revoca a Roe v. Wade, acaba con esta pretendida protección del aborto dejando en manos de cada Estado la extensión, limitación o prohibición de los abortos. Y ello se hizo notar de inmediato: casi 26 estados podrían retomar sus legislaciones pro-vida, como el gobernador de Missouri, que a las pocas horas de conocido el fallo ya había firmado la ley que protegía la vida del qué está por nacer.
Así, lo que ha ocurrido en Estados Unidos nos debe alegrar. Es un gran avance, un primer paso que nos debe mantener firmes y esperanzados, pero no es suficiente A nivel jurídico todavía queda la batalla mayor: el reconocimiento efectivo de los derechos del que está por nacer, no sólo legalmente entre Estados, sino federalmente en la misma constitución.
Por supuesto que Chile no es ajeno a esto. Nuestro país, que tiene una larga tradición en el reconocimiento de la vida humana, desde el 2017 ha entrado en una pendiente resbaladiza en favor del falso e injusto «derecho al aborto». La iniciativa de la Convención de incluir en el borrador de nueva constitución una abultada protección de dicha práctica no sólo se opone a la opinión de muchos chilenos y la tradición constitucional nacional, es una grave innovación -retroceso- que a nivel global casi no existe.
Si bien forzar una definición político institucional por la vía legislativa es un avance positivo, la solución no se reduce en dejar estos asuntos a las mayorías circunstanciales, como parece ser la opción tomada ahora por la Corte Suprema en EEUU. El aborto no es una cuestión prudencial y la realidad es que se trata de la forma más grave de atentar contra la vida inocente, la vulneración más brutal del primero de los derechos humanos. No beneficia a nadie, tampoco a la mujer que opta decididamente por realizarlo. Su extensión y aceptación exige que la Constitución y las leyes tengan una definición clara de su ilicitud. Una sociedad que tolera, aunque sea con aprobación de la mayoría, quitar la vida a personas que están por nacer, es una sociedad injusta e inhumana, tanto como una que no haga nada ante la esclavitud, el maltrato infantil, la tortura o cualquier conducta ejecutada para dañar con crueldad a un ser humano.
Si una constitución quiere ser tal, debe dar reconocimiento y efectiva protección a aquello que es justo con respecto al ser humano y los bienes necesarios para su perfeccionamiento. Lo que pasó en Estados Unidos es un avance en esa dirección. Lo que algunos quieren hacer en Chile es justamente lo contrario. Esperemos que no sean 50 años, pero lucharemos todos los que sean necesarios para que la vida se defienda siempre.
*Bernardita Silva es presidenta Siempre por la Vida. Jaime Tagle es ayudante de Investigación IRP.