Es conocida la historia. Galileo, a través de su telescopio, valida la tesis de Nicolás Copérnico de que la tierra se mueve alrededor del sol. Hasta esa fecha la Iglesia, basada en la Biblia, sostenía que la tierra estaba inmóvil en el centro del universo. Amenazado de muerte por la Inquisición, Galileo es obligado a retractarse, pero no sin antes mascullar, según cuenta a leyenda, “eppur si muove” (sin embargo, se mueve).
Esta anécdota evoca uno de los peores vicios del ser humano: la ignorancia prepotente acompañada de la ceguera ideológica que irracionalmente rechaza la evidencia irrefutable.
La Nueva Mayoría, sus ideólogos y seguidores han insistido en que la educación es un derecho social y no un bien de consumo. Poner esta dicotomía es una falacia. Es como sostener que el hombre es sólo un ser dotado de alma y razón, y no un mamífero, en circunstancias que es todas las anteriores.
Lo pueden repetir hasta el cansancio y lo pueden gritar a los cuatro vientos, pero la verdad siempre termina por imponerse, les guste o no a los inquisidores modernos; coincida o no con sus prejuicios medievales, la educación, como lo salud y la seguridad, son tanto derechos como bienes económicos.
La educación es un derecho, aunque muchos no lo ejerzan y se mantengan en la más dulce de las ignorancias. La educación escolar, además, es una obligación para los padres. Pero la educación es también un bien económico; desde luego se puede comprar, se pueden contratar clases de inglés, música o matemáticas. Tiene un costo alternativo, pues si uno estudia, deja de trabajar y de percibir remuneración; lo que el Estado gaste en educación no lo gastará en vivienda o salud. La educación requiere inversión en infraestructura, capital humano y manutención. Cuesta caro proveerla, porque hay que pagar sueldos, mantener laboratorios, pagar luz, agua, calefacción, etc. Finalmente, la educación es un mercado donde los colegios y universidades compiten entre ellos por los mejores alumnos, por dar la mejor calidad y por mejorar la empleabilidad.
Si la educación sólo fuera un derecho no tendría límite y todos podríamos aspirar y obligar al Estado a financiarnos postgrados en Harvard.
Este Gobierno cegado por la ideología ha despilfarrado plata focalizando gasto en el lugar equivocado; construyendo salas cunas que los padres no quieren usar; ha desatendido a más de 80 mil niños que dejan el sistema escolar; ha impedido divulgar mediciones de calidad que permitan comparar colegios; ha restringido el derecho de los padres a elegir el colegio y a que paguen para mejorar la educación de sus hijos (ambos son derechos humanos básicos que tiene un padre de elegir e invertir en la educación de sus hijos); ha expulsado al ahorro privado de la educación pública, donde se requiere con urgencia. La última tontera son las tómbolas. ¿A quién se le ocurrió la barbaridad de que es más justo seleccionar al azar los alumnos que en un proceso racional de selección y diálogo entre colegio y padres? La verdad es que la contribución de la Nueva Mayoría a la educación chilena es equivalente a la que hizo Idi Amín a los derechos humanos.
La solución para la educación no es la gratuidad ni la prohibición del lucro —y menos de la selección y el copago—, sino que el desafío es cómo seguir atrayendo inversiones, competencia y talento a un sector que la requiere con urgencia. Esto se logra con libertad para organizarse, libertad para financiarse y libertad para educar. El gasto público no debe focalizarse en los universitarios, sino que en los niños y especialmente en los más vulnerables, lo demás es demagogia y despilfarro.
El Estado debe asegurar un mínimo de calidad, ranquear a los competidores, hacer seguimiento a la empleabilidad y financiar con becas o préstamos a los que no tienen los medios. Pero lo peor es lo que ha hecho este Gobierno: negar a la educación su naturaleza de bien económico, limitar la autonomía universitaria, impedir su correcto financiamiento, desincentivar competencia y regalar plata a los universitarios, que serán los privilegiados de la sociedad.
En educación, la retroexcavadora de este Gobierno —igual que la Inquisición— habrá cumplido su misión: acallar la fuerza de la razón y de la evidencia. ¿Y el resto de nosotros? Igual de atemorizados que Galileo, no podremos si no decir, “eppur si muove”.
Gerardo Varela Alfonso, director Fundación para el Progreso
FOTO: FRANCISCO FLORES SEGUEL/AGENCIAUNO