Al igual que en Estados Unidos, en Brasil se dice que si un presidente no es reelecto es porque en realidad nunca logró ser presidente –es el caso de Carter, Bush padre en EE.UU.- Siendo así, tuvo mucha suerte la Presidenta Dilma Rousseff de que el escándalo de Petrobras que está sacudiendo a Brasil se haya agudizado después del ballotage, porque posiblemente podría haberle costado la reelección.

A lo largo de su historia, el gigante brasilero ha pasado por una serie de historias de corrupción, basta recordar por ejemplo al ex Presidente Fernando Collor de Mello quien debió renunciar a los dos años de asumir por escándalos de corrupción, tráfico de influencia y sobornos. Sin embargo el revuelo que tiene el escándalo de Petrobras, que golpea a funcionarios públicos y empresarios privados, tiene ribetes de megafraude; no sólo por el hecho de que los montos en cuestión superen los 3.800 millones de dólares, sino que también porque involucra una historia de casi 12 años y ni más ni menos que a la empresa más importante del gigante sudamericano como es Petrobras. A ello hay que sumarle que esta red de corrupción (bastante transversal como es habitual en estos casos) se ha servido de dichos dineros no sólo para sus arcas personales, sino también para potenciar sus campañas políticas, lo que trae consigo –como es habitual- el respectivo pago de favores entre públicos y privados. ¿Suena raro? Evidentemente que no, siempre en estos casos los favores deben ser devueltos a un costo para la sociedad considerablemente más alto que el dinero en sí.

Hay ya una veintena de detenidos, entre ellos el ex director de Servicios de Petrobras entre 2003 y 2012, Renato Duque, y otras 26 personas, incluyendo a los presidentes de empresas privadas muy reconocidas en Brasil. Hasta el momento se han ejecutado 85 órdenes de arresto y búsquedas en compañías públicas y privadas, donde deberán enfrentan cargos por formación de cartel, corrupción, asociación ilícita, fraude a la ley de licitaciones y lavado de dinero.

Pero esta pareciera ser sólo la punta del iceberg; las aristas de este caso van a llegar a las más altas instancias. Sabidas son las intenciones de Lula de volver al poder en cuatro años más. Sin embargo, será difícil de superar que durante su gobierno fue cuando este caso empezó a gestarse y, aunque no sea directamente culpable, hay responsabilidades políticas que deben asumirse.

Por su parte, Dilma empieza a vivir una verdadera pesadilla para su nuevo gobierno; debe demostrar prolijidad, pulcritud y capacidad de mando en este caso. Las palabras sobran y no llegan más allá de la buena crianza: El escándalo “cambiará para siempre la relación entre la sociedad brasileña, el Estado brasileño y la empresa privada». Suena bonito, pero si no se aplica, este hecho será uno más de la lista de delitos de corrupción que han sacudido a esa potencia atlántica. Si a ello se suma la delicada situación económica que están viviendo y la proliferación del descontento social (sólo acallado por el mundial de fútbol), el resultado puede ser más profundo.

Sin embargo, como en toda crisis, existe la posibilidad de transformar sus amenazas en oportunidades. Rousseff ha dicho que «esto puede de hecho cambiar el país para siempre. ¿En qué sentido? En el sentido de que va a acabarse con la impunidad». Si logra que sus palabras tengan eco en la sociedad y muestra con hechos que la impunidad se acaba, entonces Dilma será recordada como la presidenta que terminó con la corrupción.

¿Es posible? Evidentemente que en la teoría sí; sin embargo requiere, por un lado, de una voluntad política y empresarial que trasciende a la presidenta, pero más profundo es cambiar una cultura de corrupción que ha marcado a Brasil por décadas.

 

Felipe Vergara, Periodista y analista internacional.

 

 

FOTO:DAVID CORTES SEREY/AGENCIAUNO

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